domingo, 20 de agosto de 2023

POR AMOR


         Me encuentro en mi celda esperando a los demás protagonistas de este último episodio de mi vida; vendrá el director del penal, un sacerdote, así como dos guardias para “ayudarme” a que no me acobarde cuando me lleven a cumplir mi sentencia de muerte.

         No sé si de verdad exista alguien que no se acobarde al momento de su propia muerte.

         Así es; lo malo no es morir, sino saber qué vas a morir.

         Supongo que tendré que comenzar desde el principio.

 

         Me llamo Armando y viví toda mi vida pensando que el mundo era una porquería y que las personas eran basura.

Hasta que la conocí.

         Se llamaba Janet, nombre que hasta la fecha me parece el más hermoso y exótico del mundo. Y su físico no se quedaba atrás, pues era de curvas extremadamente voluptuosas, pelo negro como la noche y ojos rasgados de color miel; era de esas chicas que a donde quiera que llegan inmediatamente llaman la atención de todos los presentes, hombres y mujeres por igual. Los chicos la miraban con deseo y las chicas con envidia.

         Yo me dedicaba al empleo mediocre que he estado realizando desde que terminé la universidad y no tenía más vida social o amigos más que la vecina de 70 años que siempre me saludaba al llegar a mi edificio.

         En pocas palabras, era un completo perdedor.

         Por eso me sorprendí hasta casi provocarme un colapso, cuando ella se acercó a mí, ignorando a los demás tipos que tenían una mucho mejor apariencia que yo.

         En la semioscuridad de mi celda esbozo una triste sonrisa al recordar la ocasión.

         Era una noche de sábado en que me sentí más perdedor que nunca, por lo que me decidí a ir a un bar de mi localidad.

         No sé si fue lo mejor o lo peor que pude haber hecho.

         Me senté solitario en una mesa después de pedir una bebida y mientras rumiaba mi mala suerte, entró Janet. Fue como si un ángel visitara este lugar terrestre, o tal vez fue un demonio, no lo sé; lo único cierto es que en cuanto se sentó en un banco de la barra, pude contemplar un desfile de tipos que, o le invitaban los tragos o la invitaban a bailar; los primeros los aceptaba alegremente, pero en cuanto a los segundos, nadie tuvo la suerte, pues incluso un par de ellos se quisieron poner pesados, pero ella les arrojaba una mirada tal, que prácticamente los desarmaba, yéndose de su lado.

         Los envidiaba y los odiaba; me daba gusto que ella los rechazara, pero a la vez, me sentía deprimido, pues por lo menos ellos lo intentaban, cosa que yo jamás me hubiera atrevido a hacer.

         Y fue cuando volteó a verme.

         Cuando sus ojos sensuales se posaron en mí, sentí como si me asomara al borde un profundo abismo; como la fascinación que todos sentimos al asomarnos al borde y comenzar a preguntarnos si seríamos capaces de arrojarnos desde ahí.

         Acéptalo; tú también lo has pensado.

         Pero en esta ocasión, no me arrojé al acantilado, sino que él vino a mí.

         Primero me miró curiosa, para después tomar su bebida y caminar lentamente hasta mi mesa, dejándome perplejo y con la boca abierta; cuando se sentó, tomó delicadamente mi mandíbula y la cerró, mientras decía traviesa:

         -Si no cierras tu dulce boquita, se te va a salir lo que estás tomando-.

         Quise contestar algo adecuado, pero no pude, por lo que ella me dijo:

         -Me llamo Janet, ¿Y tú?-.

         Vagamente recuerdo haberle dicho mi nombre con un hilo de voz.

         Prácticamente fue ella la que llevó el hilo de la conversación, pues yo solo hacía pequeños e insulsos comentarios acerca de lo que me platicaba; su lenguaje me indicaba que era una persona de mundo, así como muy inteligente, pero lo que en realidad me conquistó fue su sentido del humor, ácido y cáustico, pero sin caer en la vulgaridad.

         En una pausa que hizo para encender un cigarro, vagué la vista por el lugar para mirar con estúpido beneplácito, como la mayoría de los hombres me miraban con envidia y sentí como el corazón me brincó de emoción cuando me di cuenta que incluso, algunos me miraban con admiración.

         Pasamos casi toda la noche platicando, hasta que ella me dijo que era mejor ir a otro lado; pensé, tal y como había leído en una revista, que debía invitarla a mi departamento y lo hice, esperando que no se fuera a ofender y que yo mismo echara a perder la noche mágica que estaba pasando, por lo que me quedé de piedra cuando ella me contestó:

         -Es lo que he estado esperando desde hace mucho rato-.

         Nos fuimos a mi casa y cuando llegamos, sentí enorme vergüenza cuando entramos y ella vio mi colección de comics y juguetes de la guerra de las galaxias, pero ella, al verlos, simplemente dijo:

         -Por la manera como los tienes ordenados, se nota que te gustan mucho-. Y antes de que yo pudiera decir algo, añadió con una sonrisa sensual:

         -Eso demuestra mucho apasionamiento-.

         Y creo que le hice notar que tenía razón.

         Cosas que solo había visto en las películas más atrevidas para adultos, eran niñerías a comparación de todo lo que hicimos durante gran parte de la noche.

         Aunque debo decir que ella hizo la mayor parte del trabajo.

Antes de dormirme, pensé que tal vez se dio cuenta de mi inexperiencia y que esa había sido la única noche de placer, por lo que cuando me desperté al otro día, vi emocionado una nota que me había dejado en el buró y que simplemente decía:

         “Eres increíble”.

         Me pasé toda esa semana como si caminara entre nubes; me había dado cuenta que no nos dimos nuestro número de celular, pero no me preocupaba, pues pensaba ir el siguiente sábado al mismo lugar para encontrarla.

         Desgraciadamente, a pesar de que fui varias veces, nunca tuve suerte.

         Cuando había pasado un mes de mi aventura, llegué a la conclusión de que simplemente había sido una aventura de una sola noche; pensé miles de cosas que pude haber hecho mal para que Janet jamás regresara a mi vida, arrepintiéndome de cada palabra y movimiento que hice, pues me culpaba de haberla ahuyentado.

         Y fue cuando regresó.

 

         Subía yo la escalera de mi edificio, triste y cabizbajo, cuando llegó a mi nariz un suave olor a flor de cempasúchil, o sea, las flores que se ponen en las tumbas; inmediatamente la excitación y lujuria se apoderó de mí.

         Era el perfume de Janet.

         Estaba sentada a un lado de mi puerta; en cuanto me vio, se levantó rápidamente y se arrojó a mis brazos, besándome desesperadamente.

         Una noche más de perversa lujuria desenfrenada.

         Y a esa siguieron muchas más y más.

         Lo mejor de todo era que incluso en algunas ocasiones nos íbamos a cenar como si fuéramos unos novios enamorados y en otras ocasiones solo íbamos a mi departamento; de una u otra manera, siempre terminábamos en mi cama.

 

         A pesar de la felicidad de esos tiempos, había cosas que me confundían; no sabía dónde vivía y jamás me había dado su número de celular. Era ella la que siempre se comunicaba conmigo, pero siempre lo hacía desde diferentes teléfonos; pensé que mi amada era casada, pero a esas alturas no me importaba si su marido era el rey de Persia, pues los momentos que pasaba con ella, compensaban todos esos vacíos en su vida.

         Hasta que no pude más y una noche, después de hacer el amor, le pregunté:

         -¿Y cuando no estás conmigo, a que te dedicas?-.

         Ella guardó silencio un momento, mientras le daba una chupada a su cigarro y me contestó:

         -A divertirme-.

         Insistí:

         -Eso no me dice nada-.

          A lo que ella exclamó:

         -No me divierto como lo hace la mayoría de la gente, simplemente hago lo mío-.

         Le reclamé, herido:

         -¿Y por qué no me haces parte de tu diversión? Después de todo, las parejas de novios deben compartir su vida con la persona que aman.

         Ella volteó a verme con una mirada como de un gato que acaba de atrapar a un ratón y me dijo:

         -¿Así que estás enamorado de mí?-.

         Le dije confundido:

         -¿Tú no?-.

         Ella dijo sonriendo enigmáticamente:

         -Tal vez-.

         Y desapareció por un par de semanas.

         Yo ya estaba acostumbrado a esas ausencias, pero en esta ocasión, pensaba angustiado que tal vez la había ahuyentado al hablar de mis sentimientos; tal vez había sido demasiado pronto, tal vez no era el momento. No lo sabía.

         Mi mente era un caos.

 

         Pasó una semana más y entonces recibí un mensaje en mi celular que decía:

         “Te espero a la media noche en…”

         Me sentí confundido al ver la dirección que había puesto, pues era un barrio de mala muerte, por lo que no sabía que haría una chica de la clase de Janet por esos lugares y más a esas horas, pero estaba tan enamorado de ella, que no dudé en acudir, contando las horas y después los minutos que faltaban para nuestro encuentro.

         Llegado el momento, llegué al lugar acordado, viendo con alivio que ella ya se encontraba ahí, vestida completamente de negro, como acostumbraba; en cuanto me vio corrió hacia mí para besarme apasionadamente, borrando todas mis dudas acerca de si estaba enojada conmigo, pues después de despegar su boca de la mía, me susurró:

         “Te extrañé mucho”.

         Sentí que el mundo volvía a tener sentido para mí, pues mi amada estaba feliz de verme.

         Cuando dejamos de abrazarnos, un poco de cordura regresó a mi cabeza y pregunté preocupado:

         -¿Y qué hacemos en este lugar tan peligroso?-.

         Ella dijo seriamente:

         -Los lugares solos son peligrosos para los débiles-.

         Cuando quise preguntar a qué se refería, añadió:

         -Dijiste que me amabas, ¿Verdad?-.

         Le contesté enfáticamente:

         -¡Con todo mi corazón y mi alma!-.

         Y cuando pensé que se iba a burlar por mi ridícula contestación, solo dijo:

         -Entonces espero que hagas lo que yo te diga-.

         Y sin pensarlo dos veces, le solté:

         -Te acompañaría al mismo infierno si fuera necesario-.

         Sonrió complacida y dijo de forma misteriosa:

         -No hace falta ir; al menos no por ahorita-.

         Y me jaló para llevarme a un callejón; preferí no preguntar, pues sentía que íbamos a hacer una travesura sexual de adolescentes, por lo que me dejé llevar.

         Nos agazapamos detrás de un contenedor de basura y cuando pensé en preguntar cuál era el plan, escuchamos pasos.

         Venía caminando un hombre como de cincuenta años; era un tipo común y corriente que traía una mochila en el hombro, lo que indicaba que venía de trabajar.

         Iba a hacer un comentario acerca de su apariencia cuando, al estar el hombre como a dos metros de nosotros, Janet me tomó de la mano y violentamente me jaló al encuentro del hombre aquel.

         Cuando estuvimos cerca del individuo, antes de que yo pudiera decir algo, mi chica sacó un enorme revolver de su chamarra y apuntándole al pecho, le gritó:

         -¡Esto es un asalto; danos todo lo que tengas hijo de perra!-.

         No sé quién se quedó más sorprendido, si el tipo o yo.

         El señor solo atinó a decir, asustado:

         -¡Pero si no traigo nada de valor, más que mi celular!-.

         Janet le contestó:

         -¡Dámelo!-.

         El hombre le dio el aparato rápidamente y cuando Janet lo tuvo en sus manos, le reclamó:

         -¿Qué traes en tu morral?-.

         El tipo, casi llorando, le dijo:

         -Solo mi ropa de trabajo-.

         Y fue cuando Janet exclamó:

         -Pues que mal para ti-.

         Y disparó.

         Brinqué en el lugar donde estaba, mientras sentía como gotas de sangre me salpicaban mi ropa.

         Pero lo que más me aterró fue que mi chica comenzó a reír divertida y tomándome de la mano, me dijo:

         -¡Corre!-.

         Y corrimos como alma que lleva el diablo, sin parar hasta llegar a mi departamento.

         Me dejé caer en mi sofá y cuando recuperé la respiración, le cuestioné:

         -¡Pero qué fue lo que hicimos!-.

         Y jalándome los cabellos, añadí:

         -¡Qué fue lo que hiciste!-.

         Ella empezó a reír desaforadamente, casi convulsionándose; pensé que la impresión había sido tan grande, que se había vuelto loca, pero me dejó con la boca abierta cuando exclamó:

         -Si pudieras ver la cara tan divertida que tienes-.

         Yo, sin entender nada, le reclamé:

         -¿Divertida?-.

         Ella se sentó tranquilamente junto a mí, y tomándome de la mano, me dijo macabramente:

         -¿Querías saber cómo me divertía, ¿No? Pues así es como lo hago-.

         Y sacó un cigarro para encenderlo tranquilamente, mientras yo no atinaba a decir nada.

         Después de unos segundos, apagó el cigarro y dijo:

         -¿Sabías que el miedo es el mejor afrodisiaco?

         Y vaya que lo fue.

         Tuvimos la mejor sesión de sexo desde que nos conocimos.

 

         A la mañana siguiente me desperté en medio de la somnolencia, recordé con excitación el sexo tan maravilloso que tuvimos, pero cuando recordé lo que lo provocó, me levanté asustado.

         Corrí al baño a volver el estómago.

         Durante todo el día me cuestionaba a mí mismo.

         ¿Quién era la persona que había conocido?

         ¿Qué es lo que habíamos hecho la noche anterior?

         Sé que yo no había jalado del gatillo, pero una persona normal iría con la policía para delatar a la asesina; inmediatamente deseché la idea, pues eso significaba no volver a ver a mi amada.

         Peor aún, eso sería traicionarla.

         Pero en todo caso, ¿En qué me había convertido yo?

         En cómplice de homicidio.

         Me avergonzaba como en cuanto nos quitamos la ropa en mi departamento, automáticamente se me borró de la memoria la cara asustada del hombre que había asaltado, quien la miraba suplicante por su vida.

         Decidí no volver a ver a Janet.

         Me aterraba su manera de ser; su actitud divertida y de gozo al disparar a su inocente víctima y su frialdad para comentar los detalles.

         Pero lo que más me aterró es que, antes de irse de mi departamento, tomó el celular del hombre muerto y lo tiró a mi cesto de basura.

         Era obvio que no le interesaban las cosas materiales, lo que le gustaba era matar.

 

         Claro que la idea de no volver a verla y hacerlo realidad eran cosas diferentes, pues la siguiente vez que me mandó mensaje y me dijo que nos viéramos afuera de un centro comercial en la madrugada, inmediatamente sentí como la excitación me nublaba la vista y la razón.

         Por eso acudí al lugar acordado.

         Una vez que nos encontramos ahí, pensé en preguntar lo que íbamos a hacer, pero como sabía que no me iba a decir, decidí callar y esperar.

         En eso, se acercó una camioneta que decía “Lavandería” y cuando volteé a verla confundido, ella dijo en susurros:

         -Hay una casa de empeños que saca el dinero que recibe de esta manera; los malditos tacaños no quieren pagar un servicio de valores y por eso lo hacen así-.

         Quise preguntar cómo lo sabía, pero pensé que era inútil, por lo que seguimos esperando.

         Entró la camioneta al centro comercial y a los veinte minutos salió, pero antes de que llegará a la avenida, Janet corrió y se paró frente a ella, disparando hacia el parabrisas un par de veces, por lo que los dos tipos que estaban dentro del vehículo, levantaron las manos.

         Ella les gritó:

         -¡Salgan y no hagan estupideces!-.

         Los dos bajaron asustados; mi chica le ordenó a uno que se hincara y al otro le dijo que bajara las bolsas de dinero; me ordenó a mí tomar las bolsas, mientras el sujeto también se hincaba. El primero que lo había hecho, comenzó a llorar, por lo que Janet le dijo:

         -¿Por qué lloras; no eres hombre?-.

         Él contestó aterrado:

         -Es que tengo una hija de 10 años-.

         Sentí como un escalofrío recorría mi columna vertebral.

         La sensual mujer le dijo sonriendo burlonamente:

         -¿Tienes fotos de ella?-.

         El sujeto inmediatamente sacó su cartera y le enseño una foto; yo no quise verla, por lo que no me acerqué.

         Después de todo, no sabía cómo iba a reaccionar mi chica.

         Ella miró la foto y preguntó:

         -¿Cómo se llama?-.

         El hombre, con lágrimas en los ojos, dijo:

         -Camila-.

         Janet lo miró sonriendo tiernamente por un par de segundos, pero en eso mostró una mirada de odio y le sentenció:

         -Pues Camila no volverá a ver a su padre-.        

         Y le disparó en medio de los ojos.

         Como en la primera ocasión, el terror se apoderó de mí y cuando quise reaccionar, ella volteó a ver al otro tipo, quien exclamó:

         -¿Te sientes muy poderosa verdad? ¿Por qué no sueltas la pistola y entonces vemos quien tiene el poder?-.

         Ella pareció volverse loca, pues abrió desmesuradamente los ojos y le vació la pistola en el cuerpo; mientras el tipo yacía tendido en el suelo, ella seguía apretando el gatillo, inútilmente.

         Yo le dije tristemente:

         -Vámonos; ya hiciste lo que tenías que hacer-.

         Ella dócilmente me siguió y al dar la vuelta en la esquina, comenzamos a correr, pero después de un par de calles, tomó las bolsas del dinero e hizo lo que pensé que haría.

         Las tiró en un contenedor de basura.

         Llegamos a mi departamento e hicimos el amor.

         Sin embargo, en esta ocasión, por única vez, lo hicimos de manera más tierna, como si las palabras del difunto le hubieran tocado el alma.

         Yo no quise preguntar qué era lo que había sucedido.

        

         A la mañana siguiente, una vez más comencé a cuestionarme en que me había metido, o peor aún.

         Con quien me había metido.

         ¿Janet había tenido una vida difícil y por eso hacía lo que hacía?

         No sabía si eso era excusa suficiente para lastimar a las demás personas.

         El hecho era que, hasta donde yo veía, era adicta al miedo de las personas, pues como había dicho, esa emoción era el mejor afrodisiaco.

         Peor aún; yo me había hecho adicto a ella.

         Lo confirmaba pues a partir de esas ocasiones en adelante, cada que me hablaba para cometer alguna de sus fechorías, ahora ya no la cuestionaba, y cuando ella veía una sombra de duda en mi mirada, simplemente preguntaba:

         -¿No me amas?-.

         Yo siempre respondía lo mismo:

         -Con todo mi corazón y mi alma-.

 

         Comencé a analizar a detalle la situación.

         ¿Era amor lo que sentía por ella?

         ¿Era lo que llaman una relación tóxica?

         ¿Tenía dependencia de ella? Esto es, ¿Dependía de ella para ser feliz?

         Después pasé a la etapa de racionalizar lo que estaba viviendo.

         De esto se trata el amor, ¿No?

Apoyar a tu pareja y de estar de acuerdo con ella, ¿No?

Tolerar los defectos de la persona que amas, ¿No?

Empecé a aceptar la situación, pues me daba cuenta que ya no podía vivir sin Janet.

El problema eran las noches.

Cada que me dormía, tenía pesadillas donde las personas asesinadas me rogaban que le pidiera a mi chica que no las matara.

A veces incluso soñaba que iba al cementerio, al entierro de sus víctimas y todas se levantaban de sus tumbas para reclamarme porque no había hecho nada por ellas.

Y nunca lo hice.

Desgraciadamente, en esta vida nada es eterno.

Y menos la felicidad.

 

En un par de nuestras “aventuras”, las cámaras de seguridad le dieron información a la policía que era una pareja de personas las que cometían los crímenes; aparte, en una de esas ocasiones, al momento de correr, se me cayó el gafete que uso en mi empresa. Sé que es algo estúpido, pero lo que pasó es que ella me llamó a mi trabajo para que fuera con ella a visitar una joyería donde masacró a los cuatro empleados del establecimiento.

Las autoridades me rastrearon y cuando me detuvieron, inmediatamente confesé todo.

Menos el nombre de mi amada.

Me prometieron la libertad, me amenazaron, me golpearon, pero jamás dije su nombre, a pesar de que ahora ya sabía cómo localizarla, pues en las últimas ocasiones, cuando me llamaba, siempre lo hacía desde el mismo número de celular.

Mi proceso duró siete meses, durante los cuales ella jamás me visitó.

Lo entiendo; era por su seguridad.

Sin embargo, esto no aminoraba el hecho de que cada noche que pasaba en la cárcel, pensaba en ella y durante el día mi mente estaba ocupada con sus imágenes, su sonrisa, su olor.

Ella era mi todo.

No me importaba estar en prisión; lo que me dolía era no estar con ella.

 

Regresando al tiempo presente, ha llegado el momento en que el director de la prisión viene por mí, acompañado del sacerdote, quien me dice:

-¿Quieres confesar algo hijo? Recuerda que Dios lo perdona todo, pues Dios es amor-.

Que vacías se escuchan esas palabras en boca de alguien que nunca ha amado a una mujer.

Considerarla como lo más sublime de todo el mundo.

Considerarla como un regalo de ese Dios que ahora ordena que pagues por tus pecados.

Considerarla como la única razón de tu existencia.

-No tengo nada que confesar-. Le digo.

Caminamos por el pasillo hasta llegar a una sala como de hospital, donde me recuestan en una camilla; me inmovilizan manos y pies, lo cual en el fondo es inútil, pues sin mi Janet, esta ya no es vida.

Más bien es una liberación del sufrimiento que ahora acongoja mi alma.

Mis sentimientos son ambivalentes.

Me dan celos furiosos de pensar que haya encontrado otro compañero de sus aventuras, pero también me preocupa saber cómo está.

¿Estará bien?

¿Se sentirá tan triste como yo?

¿Me extrañará?

La verdad es que durante toda mi vida me sentí solo, pero en realidad, hasta que ella llegó a mi vida, fue que de verdad conocí la soledad.

¿Cómo puedo vivir ahora que sé que ella existe y que no está a mi lado?

Espero que, del otro lado, ese espantoso sentimiento no exista.

Trataré de hablar bien de ella, para que su castigo no sea tan duro; es más, pediré que dicho castigo me lo apliquen a mí para que ella pueda estar en el paraíso.

Se lo merece por salvar un alma atormentada como la mía.

Me colocan una aguja quirúrgica en cada uno de mis brazos; la primera es para adormecerme y no sentir dolor y la segunda es la que tiene el líquido que terminará con mi miserable vida.

Estoy listo; de hecho, estoy ansioso de irme de este mundo que ya no tiene nada bueno que ofrecerme, pues después de haber conocido la felicidad con mi Janet, sin ella, nada tiene importancia.

El sedante comienza a recorrer mi cuerpo, haciéndome sentir adormilado, pero antes del siguiente paso, el director del penal, se me acerca y me dice al oído:

-Antes de que te vayas maldito, quiero saber algo-.

Volteó a verlo y entre sueños, escucho:

-¿Por qué lo hiciste?-.

Contesto trabajosamente, pues siento que la lengua no me responde:

-Por el motivo por el cual gira el mundo-.

El funcionario frunce el entrecejo y me dice confundido:

-¿Cuál?-.

Las lágrimas comienzan a correr por mis mejillas y con el último resquicio de cordura, respondo:

-LO HICE POR AMOR-.

Y fue cuando el líquido mortal comenzó a invadir mi cuerpo.