domingo, 17 de noviembre de 2019

DOCTOR MUERTE



         El doctor Julio Romo se recargó en su costoso sillón de piel y mientras entrelazaba los brazos detrás de su cabeza, cerró los ojos plácidamente haciendo un recuento de su vida en espera de la hora de terminar su jornada diaria; se había dedicado a la medicina porque sabía que era una profesión muy lucrativa, lo que hasta ahora había confirmado en su totalidad pues su actividad le había dado más que suficiente para vivir como él quería; costosos coches, una enorme mansión, ropa y accesorios de lujo así como un consultorio situado en una de las zonas más exclusivas de la ciudad. Especializado en ginecología, sabía que no iba a sufrir por clientela, pues nunca faltaban mujeres que aparte de las molestias propias de su género, había un sinfín de ellas que lo consultaban por tonterías tales como dolores de cabeza, mareos y síntomas que en realidad no ameritaban una visita al galeno, pero como a final de cuentas todas pagaban sus honorarios sin protestar, el doctor Romo estaba dispuesto a consentirlas.
         Y vaya que las consentía, pues el profesionista de la salud contaba con su lista de mujeres que primero pasaban por su mesa de auscultación para después terminar en su cama.
         Si, el doctor Julio Romo era todo un triunfador.
         La mayoría de sus amantes eran ocasionales; con algunas otras había durado un cierto periodo de tiempo, pero al final terminaba echándolas de su vida pues no le interesaba comprometerse con nadie; solo vivía para él mismo, por lo que cuando se aburría de la compañera en turno, simplemente la abandonaba y se enfocaba en su siguiente víctima, por lo regular mujeres que sufrían de la falta de atención de sus maridos y que creían encontrara en el galeno alguien en quien confiar.
         Como era de esperarse, algunas de ellas terminaban embarazadas, pero Romo siempre las había podido convencer de que abortaran. Él mismo se había encargado de eso.
         Y no era las únicas.
         Uno de los aspectos del ejercicio de su carrera que le dejaba mayores ganancias era los abortos clandestinos que realizaba a sus pacientes; a pesar de que recientemente se había aprobado una ley que permitía interrumpir un embarazo hasta los tres meses de gestación, el inescrupuloso doctor no tenía empacho en practicar abortos en mujeres que se encontraban a semanas de dar a luz, casos en los que cobraba todavía más caro.
         Mientras suspiraba relajadamente sin abrir los ojos y disfrutaba la música clásica que salía de su costoso aparato de sonido se hizo la pregunta de siempre: ¿Por qué practicaba abortos clandestinos?
         Al principio pensaba que les hacía un gran favor a su privilegiada clientela, pues no tenía sentido traer un niño al mundo si éste no iba a ser apreciado por sus padres; después pensó que simplemente lo hacía por dinero, pues cada uno de esos casos le engrosaba de manera sustancial su ya de por sí enorme cuenta bancaria, pero de algunos meses a la fecha había llegado a una macabra conclusión.
         El doctor Romo odiaba a los niños.
         Los veía en los restaurantes, en los centros comerciales, en las calles; en todos lados. Cuando uno o una de ellos se le acercaba, inmediatamente notaba como la furia se apoderaba de él, por lo que los evitaba en lo posible. Cuando iba al cine por ejemplo, buscaba películas con contenido solo para adultos y cuando le interesaba alguna que iba dirigida al público en general en cuanto comenzaba a escuchar la algarabía propia de los infantes, prefería mejor abandonar la sala en medio de un enorme coraje que lo hacía dirigirse a su hogar sin poder a veces ni siquiera dormir.
         En su consultorio seguía el acostumbrado seguimiento a los embarazos de sus pacientes y cuando se daba el alumbramiento, sacaba al producto de sus manos con mueca de desagrado oculta tras su tapabocas diciendo siempre las mismas hipócritas palabras: “Es una hermosa niña o un hermoso niño” e inmediatamente lo depositaba entre los brazos de la feliz madre. Una vez que la flamante progenitora se recuperaba, le entregaba una lista de profesionales pediatras para que a partir de ahí, se hicieran cargo de la nueva vida y entonces sí, jamás se volvía a acordar de su paciente y su nueva cría. Cuando alguna ingenua clienta le mandaba fotos a su correo electrónico o las publicaba en su página de Facebook para darle las gracias por la ayuda recibida, el doctor solo hacía un sencillo comentario.
Y a veces ni siquiera miraba la foto.
         En el fondo él mismo sabía que la razón de su desprecio hacia los infantes venía desde su propia niñez, llena de miseria y maltratos por parte de sus padres quienes siempre le restregaron en la cara la idea de que los hijos solo eran una carga; idea que reafirmaron al no tener más hijos que el doctor Romo. Éste, en cuanto tuvo oportunidad de independizarse, se fue de su casa y hasta la fecha, jamás volvió a buscar a sus progenitores.
         Tenía tan arraigadas las quejas de sus padres que gran parte de su infancia ni siquiera él mismo se soportaba, así como no soportaba a sus compañeros del colegio; recordaba como todas las noches soñaba con dejar de ser niño para amanecer convertido en un completo adulto o por lo menos en un adolescente, puesto que todo lo que representaba el mundo infantil era aborrecido por el futuro doctor.
         Incluso en la actualidad cuando veía que algunas de sus clientas asistían a la consulta acompañadas de sus hijos les prohibía que los volvieran a llevar, alegando que ese no era un lugar lo suficientemente higiénico para los pequeños visitantes; claro que la verdadera razón era que no toleraba sus correrías y gritos en la sala de espera y por muy callado que estuviera el niño o la niña, el simple hecho de saber que había uno de esos engendros en su consultorio lo ponía de mal humor.
         Por eso practicaba abortos.
         A veces hasta él mismo se asustaba cuando en medio de un aborto sacaba el feto y esbozaba una sonrisa maligna pensando: “Un demonio menos en el mundo”. Obviamente sabía que acabar con todos los niños en el planeta era punto menos que imposible, pero de alguna manera el terminar con una futura vida hacía acallar sus traumas emocionales e incluso lo hacía sentir mejor.
         Afortunadamente para él eso solo ocurrió al principio, pues en la actualidad a sus cuarenta y tanto años de edad y más de veinte realizando abortos, éstos ya simplemente eran considerados como parte de su trabajo así como una manera rápida de hacerse millonario.
         Desgraciadamente, no todo en el trabajo es placer.

         Como iban a dar las ocho de la noche, hora en que daba por terminada su consulta, el galeno pensó en recoger sus cosas para retirarse a su casa cuando en eso entró su enfermera y recepcionista para anunciarle:
         -Doctor, acaba de llegar una paciente; no tiene cita pero insiste en verlo-.
         Romo se preguntó quién sería la paciente pues a esa hora era muy difícil que alguien llegara sin cita, pero como dinero era dinero, suspiró de forma resignada y le dijo a su asistente:
         -Ya pensaba irme, pero bueno que pase-.
         Se levantó de su sillón estirándose mientras se acomodaba la bata cuando escuchó unos tímidos toques en la puerta, por lo que exclamó con tono amable:
         -Adelante-.
         Dibujó en su cara la acostumbrada sonrisa amigable con la que atendía a sus clientes, la cual se le congeló en los labios al ver que su visitante era una adolescente. Sin salir de su asombro le indicó con la mano que se sentara en la silla frente a su escritorio mientras él también se sentaba y le preguntó:
         -¿Vienes sola?-.
         La niña le contestó tímidamente:
         -Sí-.
Romo recargó sus codos en el escritorio entrelazando los dedos frente a su boca y le comentó:
         -Por lo regular las chicas de tu edad siempre vienen acompañadas de un adulto; ¿Cuántos años tienes?-.
         Ella le contestó de forma triste:
         -Dieciséis y mis papás no deben saber que estoy aquí-.
         Antes de que el doctor dijera algo, ella completó:
         -Además, ellos no saben de mi problema-.
         Y se abrió el costoso abrigo que llevaba puesto para mostrar una enorme barriga que resaltaba grotescamente en su delgada figura.
         Romo comenzó a entender la situación y la interrogó:
         -¿Cuántos meses tienes de embarazo?-.
         La adolescente contestó:
         -Casi ocho meses-.
         Quiso saber más:
         -¿Y cómo se lo has podido ocultar a tus padres?-.
         Ella simplemente dijo:
         -He estado viviendo con unas amigas-.
         La miro fijamente a los ojos y le preguntó:
         -¿Y qué es lo que necesitas?-.
         La chica le sostuvo la mirada y le contestó:
         -Sé que usted practica abortos sin hacer preguntas y yo… no quiero que mi bebé nazca-.
         El doctor sintió como un horrendo escalofrío le recorría la columna vertebral por lo que casi saltó de su sillón y se dirigió a la puerta mientras le decía seriamente:
         -Pues no sé quién te haya dicho tal cosa, pero yo no me presto para eso-.
         Ella sonrió maliciosamente y le propuso:
         -También sé cuánto cobra y estoy dispuesta a pagarle el triple-.
         Al doctor se le congelo la mano en el picaporte y sin voltear a ver a su visitante comenzó a pensar.
         ¿Sería capaz de practicarle un aborto a una menor de edad, algo que nunca había hecho y peor aún, sin el permiso de los papás?
         Pensó en todas las posibles consecuencias mientras veía como los dedos le temblaban, pero cuando llegó a la parte del dinero se decidió.
         Abrió la puerta y simplemente le dijo:
         -Te espero mañana a las once de la noche con un ayuno de cinco horas y en ropa ligera y cómoda-.

         Durante todo el día siguiente el doctor Julio se la pasó inquieto; a veces dudaba acerca de haber tomado la decisión correcta, pues incluso estuvo tentado de llamarle a su futura paciente al número de celular que le dio para cancelar la cita, pero seguía pensando en el dinero. Si de por sí sus honorarios para una situación de esa naturaleza eran exorbitantes, el triple era una cantidad que jamás había cobrado ni aún con la más rica de sus clientas, por lo que prefirió seguir con el plan, pero eso no evitaba que cada que sonara el reloj que estaba colgado en la pared de su oficina, angustiosamente hacia cuentas acerca de cuantas horas faltaban para la fatídica cita.
         Jamás se había sentido de esa manera.
         Cuando dieron las ocho, después de haber pasado un horrendo día durante el cual no pudo ni siquiera probar bocado pues nada se le antojaba, se sintió aliviado cuando su recepcionista se despidió de él; los abortos los practicaba solo, pues a pesar de su falta es escrúpulos era muy bueno en su profesión.
         Aparte de que no quería tener testigos, pues desconfiaba de que alguien lo pudiera chantajear en el futuro.
         Intentó dormir hasta la hora de llegada de su nueva paciente, pero cuando el sueño comenzaba a apoderarse de él despertaba sobresaltado, por lo que mejor tomó uno de sus costosos libros de medicina para intentar distraer su mente pero todo era inútil; siempre venía a su mente la apariencia triste de su clienta y cada vez que eso ocurría lo asaltaban las mismas preguntas: ¿Habría sido víctima de un abuso; la había engañado el novio? Jamás cuestionaba los motivos por los cuales las mujeres que acudían a su consultorio necesitaban un aborto; algunas le hacían comentarios de forma espontánea, pero él nunca les prestaba atención, pues lo único que le importaba era que las cosas salieran bien para poder cobrar sus altos honorarios.
         En eso brincó sobresaltado al escuchar el tono de mensaje de su teléfono y cuando lo revisó simplemente leyó las palabras:
         “Ya estoy aquí”.
         Se levantó rápidamente y le abrió la puerta trasera de su consultorio a la futura paciente; venía con el mismo abrigo de la noche anterior pero ahora debajo de él usaba una pans y una sudadera. No la saludo y simplemente la invitó a pasar dirigiéndola hacia la pequeña sala de operaciones que tenía al fondo de sus instalaciones; la pesó para poder preparar la dosis adecuada de anestesia, cosa que en otras circunstancias podría ser peligrosa para el producto, pero en la situación actual eso no tenía importancia.
Después de todo, el futuro bebé de la chica que se encontraba acostaba frente a él ya estaba sentenciado.
Le aplicó la dosis por medio de una jeringa esperando que se durmiera mientras se dirigía hacia su oficina a fin de traer lo necesario.
         Abrió uno de sus cajones y saco una pequeña caja de metal, la abrió y observó que en medio de un forro rojo descansaba un bisturí plateado como cualquier otro, pero que tenía la particularidad que éste tenía un mango rojo con sus iniciales grabadas en él.
         Era el bisturí que siempre utilizaba en los abortos.
         Lo levanto y por primera vez lo vio como lo que era: una arma utilizada para acabar con la vida de un ser indefenso; sintió escalofríos y tratando de no pensar trágicamente se dirigió al quirófano.
         Se victima ya se hallaba inconsciente, pues su pecho subía y bajaba suavemente debajo de una ligera sábana; se subió el tapabocas y empuño el bisturí todavía dudando si hacía lo correcto.
         Y comenzó su trabajo.
         Una vez que extrajo el producto lo echó en un contenedor de metal, pues después planeaba llevarlo a un pequeño incinerador que había comprado por Internet para deshacerse de las pruebas de sus fechorías; casi sintió culpa cuando lo vio en el fondo del recipiente, pero en eso volteó a ver a su paciente que comenzaba a emitir gemidos de dolor.
         Empezó a revisarla y para su espanto se dio cuenta que a pesar de que había seguido el procedimiento como de costumbre, la adolescente no paraba de sangrar; inmediatamente intentó suturar las heridas que ya había taponado por si lo había hecho mal la primera vez mientras le inyectaba un calmante, pues su respiración era cada vez más rápida; le aplicó una bolsa de sangre de las que contaba en abundancia en su almacén, pues sabía que a ese ritmo la jovencita iba a terminar completamente desangrada y le aplicó una ampolleta de analgésico para evitar una posible infección.
         Después de tres fatídicas y laboriosas horas, finalmente logró estabilizar a su paciente.
         Completamente rendido, se digirió a su oficina sin quitarse su ropa de operaciones, la cual se encontraba grotescamente bañada en sangre; se sentó y cerró los ojos para descansar un poco.
         Al cabo de un par de horas se sobresaltó cuando vio que la puerta se abrió lentamente para dejar pasar a la chica a la cual le acababa de sacar a su bebé; antes de que el galeno dijera algo, la adolescente con voz fatigosa le dijo:
         -Bueno doctor, cumplió su palabra, ya está hecho-.
         Romo le dijo alarmado:
         -¡Pero necesitas recuperarte! ¡No puedes irte en esas condiciones!-.
         Ella con un gesto de dolor le contestó:
         -Dudo mucho que de verdad le interese mi salud-.
         Sacó un sobre de papel y se lo arrojó en el escritorio para añadir:
         -Aquí está su pago-.
         Julio Romo solo observó el objeto sin decir nada, por lo que la chica dijo con un tono sarcástico:
         -¿No lo va a contar?-.
         El doctor solo balbuceó:
         -Creo que no hace falta-.
         La chica se dirigió a la puerta caminando lentamente sin dejar de agarrarse el estómago pero antes de que saliera por completo de la oficina, volteó a ver a Romo y le dijo con una expresión burlona:
         -Por cierto, ¿No quiere que le mande sus saludos a mi mamá?-.
         Romo hizo un gesto de extrañeza y exclamó:
         -No tengo el gusto de conocerla-.
         Ella ahora sonrió tristemente y contestó:
         -Me lo imaginaba; ella solo fue una de tantas para usted, pero para ella fue el amor de su vida-.
         Antes de que el galeno quisiera preguntar más detalles, la chica explicó:
         -La conoció hace dieciocho años y fue tanto el amor de ella que incluso tuvo una niña-.
         El médico sintió como el suelo se abrió frente a él al comprender.
         -Entonces, ¿Tú eres…?-.
         La niña completó casi al borde del llanto:
         -Sí doctor Romo, yo soy su hija-.
         El atribulado hombre se dejó caer en la silla pues no acababa de asimilar la información recibida.
         Pero aún faltaba lo peor.
         De repente sintió como el sudor comenzaba a correr desde su cabeza hasta sus pies, mientras la ropa se le mojaba mezclándose el sudor con la sangre de su ahora conocida hija y con un hilo de voz dijo:
         -Entonces el niño que abortaste…-.
         Ella sentenció fatídicamente:
         -Así es, acabas de matar a tu nieto-.
         Y cerró la puerta mientras el doctor Romo apretaba los ojos desesperadamente y sus manos se jalaban los cabellos; sentía que la respiración se le detenía mientras el corazón amenazaba con salirse de su pecho.
Fue cuando los escuchó.
         Primero fue un sonido tenue, pero conforme pasaban los segundos el sonido se transformó en un escándalo hasta terminar en una horrible algarabía.
         Asustado, el doctor abrió los ojos para encontrarse en medio del infierno.
         Fetos de todos los tamaños y colores habían invadido su oficina; los más pequeños jugaban entre ellos, brincando y empujándose mientras los más grandes habían subido al librero para arrojar todo tipo de objetos hacia la mullida alfombra.
         Pero lo más horrendo de todo era que varios no jugaban sino que se agarraban el pedazo de cordón umbilical que les arrastraba mientras lloraban desconsoladamente, dejando caer lágrimas de sangre que escurrían por todo el piso.
         Romo sentía que había perdido la razón; quería levantarse de su sillón para salir del lugar pero las piernas no le respondían. Lo único que podía hacer era contemplar los juegos infantiles de los macabros seres que deambulaban por toda la habitación mientras él mismo comenzaba a llorar sin saber que hacer con el dolor que le había nacido directamente en el corazón para invadirle todo el cuerpo.
Volteó su mirada hacia el escritorio y vio como sus lágrimas bañaban su bisturí preferido, cómplice de sus pecados; cuando los no-nacidos se dieron cuenta de lo que estaba viendo el doctor guardaron silencio y se le fueron acercando. Empezaron a sonreír mientras iba creciendo un murmullo entre ellos que decía:
         -¡Hazlo! ¡Hazlo! ¡Hazlo!-.
         Romo trataba de buscar compasión en los ojos de sus alucinantes visitantes, pero solo veía odio y burla, sentimientos como los que él siempre les expresó; ahora los fetos se habían tomado de las manos para comenzar a bailar alrededor del escritorio mientras cantaban:
         -¡Hazlo doctor, tú puedes!, ¡Hazlo doctor, es lo mejor! ¡Hazlo doctor, tú puedes!  ¡Hazlo doctor, es lo mejor!-.
         Cuando el doctor Julio Romo se dio cuenta que ya no quedaba una sola lágrima en su cuerpo y que solo una infinita tristeza habitaba en su corazón, tomó el instrumento quirúrgico y con un rápido movimiento se rebanó la garganta de lado a lado, provocando que las horrendas criaturas estallaran en aplausos y gritos de felicidad.
         El médico sintió como la sangre corría por todo su pecho mientras sus pulmones se negaban a seguir respirando.
         Pero ya nada le importaba.
         Antes de cerrar los ojos para siempre, vio como se le acercaba un feto que se le hincó frente a su cara y le dijo con una sonrisa diabólica:
         -No te preocupes, ahora estaremos juntos tú y yo…

         ...abuelo-.

viernes, 1 de noviembre de 2019

LA NOCHE DE TODOS SANTOS



         María estaba preocupada.
         Se acercaba el día de Todos Santos y como buena mexicana, quería rendirle tributo a sus difuntos poniendo un altar con imágenes de figuras religiosas y una ofrenda consistente en la comida que gustaba mucho a sus antepasados.
         Pero había un problema.
         Su marido Rafael.
         Su esposo era una persona que no creía ni en tradiciones ni en ninguna religión, pues pensaba que en esta vida todo lo que uno conseguía era producto de la suerte y no de estarle rezando a algún santo para obtener algún favor.
         El rudo señor trabajaba en el campo como la mayoría de los vecinos en el poblado que habitaba junto con su esposa María donde había heredado un terreno en el cual sembraba maíz. No le iba tan mal, pues su cosecha por lo regular era comprada por grandes empresas productoras de alimentos que pagaban un precio un poco arriba de lo justo, por lo que en teoría, el matrimonio debía tener una buena vida.
         Si a Rafael no le gustara tanto el alcohol.
         Su joven esposa recibía a regañadientes lo justo para los gastos de la casa por lo que la mayoría de su dinero prácticamente se iba al bolsillo del dueño de la cantina del pueblo. Rafael tenía la ventaja de la bondad de la tierra donde estaba ubicada su parcela, pues en realidad no necesitaba esforzarse demasiado para que las matas de maíz crecieran hasta alcanzar su madurez; debido a esto, en cuanto el campesino terminaba sus labores, inmediatamente sacaba parte de sus ganancias para gastárselas en la cantina, invitando la parranda a todo aquel que quisiera departir con él.
         Todo eso frustraba a María, pues no existe mujer a quien le guste competir con el alcohol que su pareja consume, pues sabe que al final terminara perdiendo. No habían tenido hijos pues Rafael consideraba que éstos representaban un gasto excesivo y tomando en cuenta que él prefería gastar su dinero en embriagarse, no tener descendencia le caía de perlas. María por su parte, deseaba con toda el alma tener niños pero a veces pensaba que era mejor así, pues no quería traer chiquillos al mundo para sufrir su mismo calvario. Pensaba ingenuamente como todas las esposas jóvenes que con el tiempo su esposo iba a cambiar, dejando la juerga de lado para sentar cabeza y volverse un auténtico hombre de familia.
         Pero el campesino no daba ninguna señal de cambio; de hecho, cada vez iba de mal en peor.
         Todos los años era lo mismo; María le pedía dinero para poner la ofrenda a sus muertos mientras Rafael se negaba una y otra vez. A insistencia de su esposa, a veces le soltaba unos cuantos pesos para comprar un par de veladoras y algo más para preparar los platillos que ella sabía gustaba mucho a sus difuntos, lo cual animaba un poco a la señora, pero en esta ocasión cuando por la mañana del primero de noviembre le pidió lo necesario para celebrar la fecha conmemorativa, su marido se negó rotundamente a soltar dinero, diciéndole:
         -¡Pero es que no entiendo porque esa maldita obsesión de “atender bien” a los difuntos; hacerles de comer como si estuvieran vivos y llevarles flores a sus tumbas!-.
         Y añadió enojado:
         -¡Si de todos modos ya están muertos!-.
         Su esposa al principio guardó silencio, por lo que él burlándose exclamó:
         -¡Es más, las flores son un desperdicio de dinero! Si quieres que tengan hierbas en sus tumbas, con el pasto que crece encima de ellas es más que suficiente-.
         Al escuchar eso, María dijo comenzando a sollozar:
         -¡Lo sé!, pero es una manera de demostrarles que no los hemos olvidado-.
         Y completó desesperada:
         -¡De mi mamá no tengo ni siquiera una foto; por lo menos así siento que está más cerca de mí!-.
         Su marido no se dejó convencer y explicó:
         -¡Esas son tonterías! Además, este año no ha llovido como debe ser y no creo sacar las ganancias de costumbre-.
         Ella se quejó:
         -No tienes para la ofrenda pero si tienes para irte a emborrachar con tus amigotes ¿Verdad?-.
         El campesino, completamente enfurecido le gritó:
         -¡Nada mas eso me faltaba! Que después de partirme el lomo todos los días en la parcela no tenga derecho de tener una “distracción”-.
         Su esposa también subió el tono de voz y replicó:
         -¡Sí, pero esa “distracción” nos tiene en la pobreza total!-.
         Rafael se quedó sorprendido pues su esposa jamás había osado hablarle así, por lo que se quedó callado mientras ella continuaba:
         -¡Mírame! Ando vestida con harapos al igual que tú; y en cuanto a la comida con trabajos tenemos algo que llevarnos a la boca. ¿Cómo es posible que todos tus amigos que tienen una parcela más chica que la tuya viven mejor que nosotros?-.
         Y finalizó:
         -¡Ve la diferencia entre sus casas y la nuestra; vivimos en una pocilga!-.
         Fue más de lo que Rafael podía soportar.
         Se acercó a su joven esposa y le dio una fuerte bofetada, lo que ocasionó que ella cayera en una desvencija silla para taparse la cara y comenzar a llorar, mientras él la amenazaba:
         -¡Yo soy el señor de la casa y aquí se hace lo que yo diga porque yo soy el que trabaja para mantenerte!-.
         Ella contestó débilmente:
         -Yo también trabajo haciendo la comida y la limpieza de la casa-.
         Rafael comenzó a reír y dijo burlonamente:
         -¡Eso no es trabajo!-.
         Y añadió con arrogancia:
         -¡Trabajo es el que hago yo!-.
         Como ella ya no le contestó dijo de manera autoritaria:
         -¡Y de puro coraje me voy a la cantina, así que no me esperes en un muy largo rato!-.
         Y se salió dando un portazo.
         Iba enfurecido.
         ¿Cómo era posible que su mujer se atreviera a reclamarle, después de que gracias a su trabajo, ella no tenía que trabajar para subsistir?
         Además, se le hacía ridículo gastar dinero en comida y veladoras para gente que ya estaba muerta; claro que después de que supuestamente los difuntos se regresaran a donde pertenecían, la comida era consumida por los vivos, pero eso a él no le importaba, pues mientras tuviera dinero para emborracharse, no le molestaba comer cualquier cosa durante toda la semana.
         Rafael nunca había creído en la religión pues era tan arrogante que solo creía en sí mismo, por lo que la idea de rendirle tributo a los parientes muertos se le hacía una ridiculez; María por su parte, era ferviente católica por lo que cada que podía le rezaba a los santos así como a sus antepasados, pidiéndoles a todos protección contra las duras dificultades de la vida.
         “Como si la vinieran a cuidar”, pensaba él.
         Con el enojo todavía dentro de su corazón, consideraba una maldición haberse casado con una mujer a la que todos sus parientes habían fallecido; él tampoco tenía familiares vivos, pero a diferencia de su mujer, no le interesaba ocuparse de sus muertos.
         Horas después, ya completamente ebrio seguía quejándose de lo mismo con sus compañeros de parranda; estos, a pesar de compartir el gusto por la borrachera tenían ideas diferentes a Rafael, pues profesaban la fe católica, por lo que le decían:
         -No compadre, está usted mal; siempre es bueno recordar a los muertos pues hay que enorgullecerse de donde viene uno-.
         El necio campesino no se amilanó y replicó:
         -¡Los muertos, muertos están compadre! Es mejor ocuparse de nosotros que todavía estamos vivos-.
         Exclamó despectivamente:
         -Los muertos nos visitan; ¡Soberana estupidez!-.
         Su compadre contestó seriamente:
         -¡Es cierto compadre! ¿Por qué cree que estos días la gente está más contenta que en todo el año? Porque sus difuntitos vienen para ver que estamos bien-.
         Rafael se empinó el vaso de aguardiente que tenía entre las manos y añadió con burla:
         -Bueno, y si no les pongo ofrenda ¿Van a venir a asustarme en la noche?-.
         El compadre, completamente asustado se persignó y dijo:
         -¡Ni Dios lo mande compadre!-.
         Y dejaron el tema por la paz.

         María estaba muy afligida.
         No sabía qué hacer para completar la ofrenda para sus muertos.
         En la mesa de madera que ocupaban para comer había puesto su cuadro de la Virgen de Guadalupe así como uno de Cristo Rey; añadió una imagen de San Miguel Arcángel pues su mamá siempre le rezaba cuando tenía algún problema por lo que María también le tenía mucha devoción, así que se le hincó y entrelazando su manos suplicó con lágrimas en los ojos:
         -¡San Miguelito ayúdame! Dime como le puedo hacer para recibir a mis difuntos y que no se den cuenta de la vida tan horrible que tengo-.
         Y se puso a rezar fervorosamente.
         Después de varios minutos de plegarias se decidió a realizar lo único que podía hacer.
         Tomo la olla donde preparaba la comida y la contempló.
         Ese día para comer había hervido quelites, unas pequeñas plantas que crecen libremente en el campo y que al cocinarse obtienen un sabor dulce y agradable; pensó que al no tener nada más, eso era lo que les podía ofrecer a sus parientes muertos.
         “Después de todo, a mi familia siempre les gustaron los quelites”, pensó mientras sonreía tristemente.
         Como solo tenía dos platos en los cuales comían ella y su marido, salió al patio de su casa y cortó algunas pencas de maguey las cuales después de lavarlas, las colocó en la ofrenda donde se dispuso a servir las plantas cocinadas. Con lo único que acompañó la frugal comida fue con algunos jarritos llenos de agua.
         Pensando que por lo menos lo del alimento estaba solucionado, así que comenzó a cavilar como podía resolver el problema de las veladoras.
         De repente una idea entró a su cerebro.
         Corrió hasta el fogón donde acostumbraba calentar su comida y hurgó entre la leña hasta encontrar lo que buscaba.
         Era un enorme pedazo de ocote.
         El ocote es una madera suave y aceitosa la cual, al acercarle un cerillo inmediatamente se enciende por lo que la gente la utiliza para hacer fuego; arrojan en sus fogones grandes cantidades de madera añadiendo un pedazo de ocote en medio, provocando que los demás leños comiencen a arder.
         La joven señora cortó el ocote en pedazos de aproximadamente treinta centímetros de largo por tres de ancho y cuando contó diecisiete, se dio cuenta que tenía los suficientes para sus difuntos así como los de su esposo, pues no pensaba dejarlos fuera de la ofrenda; con un pequeño lápiz escribió en cada uno de los trozos el nombre de alguno de sus muertos hasta llegar al último donde escribió: “Ánima sola”. Sonrió satisfecha pues la vela a la que se le pone esa frase está dedicada a todos los difuntos que no tienen nadie que les encienda una veladora.
         Encendió todos los pedazos de ocote sintiéndose contenta; se asomó para ver el sol que se encontraba casi en todo lo alto mientras pensaba que había terminado a tiempo, pues según la tradición, los muertos llegan el primero de noviembre al medio día para retirarse el día dos a la misma hora.
         Se dedicó a hacer algo de limpieza a su casa mientras conforme pasaba el tiempo se iba sintiendo más y más feliz; sentía como una extraña alegría inundaba su cuerpo, su mente y su corazón.
         Sintió como si fuera una niña otra vez y estuviera en medio de una fiesta familiar; todos sus parientes, incluyendo padres, hermanos  y primos estaban ahí. Se imaginaba como todo departían entre sí y que ella era la festejada, pues todos la veían con una sonrisa en la cara.
         Le dieron ganas de moverse por lo que empezó a bailar en medio de la humilde estancia; sentía que bailaba con toda su familia; reía sin parar imaginando como todos, hombres y mujeres se turnaban para bailar con ella escuchando la imaginaria melodía.
         Anochecía cuando bañada en sudor, decidió irse a dormir por lo que se acercó a su sencilla ofrenda para persignarse y con una amplia sonrisa en la cara dijo en voz alta una simple palabra:
         “Gracias”.
         Se fue a la pequeña habitación que utilizaban ella y su marido para dormir y mientras se tapaba con la raída frazada que utilizaba como cobija, se dio cuenta que un par de lágrimas recorrían sus mejillas.
         Eran lágrimas de felicidad.
         Cerró los ojos e inmediatamente se quedó dormida para comenzar a soñar cono todos sus parientes los cuales, ahora muertos habían regresado a visitarla.
         Por primera vez en su vida, sintió que no estaba sola.

         Rafael apenas podía detenerse.
         Estaba tan alcoholizado que cuando entro al patio  de su casa pasada la media noche, se tuvo que agarrar de la pequeña puerta de madera; respiraba con dificultad tratando de recuperar el equilibrio cuando aguzó el oído.
         Se oían voces en el interior de su casa.
         “Esa bruta de María está con gente de seguro rezando; pero ahorita que llegue los corro a todos” pensó estúpidamente.
         Tomó un pesado tronco de madera y se dirigió lo más rápido que le permitía la borrachera a la puerta de su casa para abrirla violentamente.
         Jamás imaginó lo que se iba a encontrar.
         Una extraña luz alumbraba la estancia, haciendo la habitación más brillante; Rafael dejó caer el madero que traía en sus manos para contemplar el espectáculo.
         Todos los difuntos de su esposa así como los suyos se encontraban dentro de su casa.
         Reconocía a todos y cada uno de ellos a pesar de la apariencia semitransparente que mostraban; hermanos, tíos y demás parentela departían en medio de risas mientras se formaban frete al altar para tomar su ración de quelites y tomar su correspondiente pedazo de ocote.
         Sin salir de su asombro, vio como un desconocido quien portaba su vela de ocote se le acercaba sonriendo; cuando estuvo frente al ebrio campesino, éste se dio cuenta con asombro como a través del extraño ser podía ver la estancia, pues la apariencia del hombre era casi transparente. Bajó la mirada a su ocote y abrió los ojos desmesuradamente cuando leyó en el pedazo de madera: “Ánima sola”.
         El desconocido le dijo con una coz suave y afectuosa:
         -Hola Rafael, te agradecemos tu hospitalidad; ¿Quieres unirte a la fiesta?-.
         El mencionado solo atinó a entrar en su casa para contemplar la escena que su mente se negaba a asimilar; cuando todos los presentes se dieron cuenta de su presencia, se le acercaron unos para saludarlo, otros para preguntarle por la vida en el pueblo y algunos más incluso le daban consejos para conseguir una mejor cosecha. Rafael solo contestaba con monosílabos como si estuviera en medio de un sueño sin darse cuenta del paso de las horas, hasta que volteó a su derecha para gritar al borde del desmayo:
         -¡Madre!-.
         Una anciana sentada en una silla junto al altar con un jarro de agua en una mano y un pedazo de maguey en la otra lo miraba con una dulce sonrisa en el pálido rostro; el rudo campesino corrió y cayó de rodillas frente al espectro para decirle en medio de lágrimas:
         -¡Madre, no sabes cuánto te he extrañado!-.
         Ella dijo suavemente sin abandonar su sonrisa:
         -Lo sé hijo, por eso hemos venido a visitarte-.
         Rafael sin levantarse del suelo, escuchó a la aparición decirle:
         -Pero ha llegado el momento de irnos porque todavía hay mucha gente a la que también queremos visitar-.
         Él dijo desesperadamente:
         -¡No, no se vayan; quédense conmigo!-.
         La señora le contestó dulcemente:
         -Regresaremos el año que viene-.
         Y añadió:
         -Siempre y cuando te portes bien-.
         Y uno a uno, los visitantes comenzaron a desaparecer; cuando él último se desvaneció Rafael se asomó a la puerta para darse cuenta que empezaba a amanecer.

         María entre sueños escuchaba gemidos por lo que se levantó rápidamente para encontrar a su esposo sentado en el suelo en medio de la habitación, llorando como un niño; se le acercó y le preguntó preocupada:
         -¡Rafael, Rafael! ¿Qué te pasó?-.
         Éste se aferró como desesperado a su esposa y dijo lastimeramente:
         -¡Mi familia María; mis parientes y los tuyos!-.
         La señora no contestó por lo que añadió:
         -¡Estuvieron aquí!-.
         María también comenzó a llorar mientras abrazaba a su marido, consolándolo como si fuera una madre con su hijo y simplemente le dijo:
         -Lo sé-.
         Rafael levanto la llorosa cara para preguntar sorprendido a su joven esposa:
         -¿Tú también los viste?-.
         Ella sonrió ampliamente y exclamó:
         -No, pero los sentí-.
         Y se abrazaron llorando ambos.
         En eso, como impulsado por un resorte, el hombre se levantó diciéndole a María:
         -¡Vamos!-.
         Ella dijo extrañada:
         -¿A dónde?-.
         Él contestó emocionado:
         -¡Al panteón; hay que ir a dejarles flores a nuestro difuntos!-.
         Y se dirigieron al camposanto encontrándose a la mayoría de amigos y vecinos quienes alegremente convivían mientras les dejaban ofrendas a sus antepasados muertos; María veía alegremente como Rafael vigorosamente utilizaba la pala para quitar la hierba de las tumbas de sus parientes para después depositar con toda solemnidad los enormes ramos de flores que previamente habían comprado.

         A partir de ese año, María y su esposo organizan una fiesta cada primero de noviembre a la cual invitan prácticamente a todo el pueblo; Rafael dejó de escatimar el dinero para la vida diaria dejando de lado el alcohol por lo que para su festividad, él y su esposa acostumbran preparar grandes cantidades de comida para los invitados así como todos los suculentos platillos que acostumbraban disfrutar sus difuntos y ponerlos en la enorme ofrenda que ahora instalan en su casa. Incluso hasta compró un pequeño radio que utilizan para escuchar música y con el cual todos se ponen a bailar gran parte de la noche.
         Eso sí; hay algo en la ofrenda que nunca falta:

         Un plato de quelites y un pedazo de ocote que alumbra la casa durante toda la noche.
         La noche de Todos Santos.