Me
encuentro en mi celda esperando a los demás protagonistas de este último
episodio de mi vida; vendrá el director del penal, un sacerdote, así como dos
guardias para “ayudarme” a que no me acobarde cuando me lleven a cumplir mi
sentencia de muerte.
No
sé si de verdad exista alguien que no se acobarde al momento de su propia
muerte.
Así
es; lo malo no es morir, sino saber qué vas a morir.
Supongo
que tendré que comenzar desde el principio.
Me
llamo Armando y viví toda mi vida pensando que el mundo era una porquería y que
las personas eran basura.
Hasta que la conocí.
Se
llamaba Janet, nombre que hasta la fecha me parece el más hermoso y exótico del
mundo. Y su físico no se quedaba atrás, pues era de curvas extremadamente
voluptuosas, pelo negro como la noche y ojos rasgados de color miel; era de
esas chicas que a donde quiera que llegan inmediatamente llaman la atención de
todos los presentes, hombres y mujeres por igual. Los chicos la miraban con
deseo y las chicas con envidia.
Yo
me dedicaba al empleo mediocre que he estado realizando desde que terminé la
universidad y no tenía más vida social o amigos más que la vecina de 70 años
que siempre me saludaba al llegar a mi edificio.
En
pocas palabras, era un completo perdedor.
Por
eso me sorprendí hasta casi provocarme un colapso, cuando ella se acercó a mí,
ignorando a los demás tipos que tenían una mucho mejor apariencia que yo.
En
la semioscuridad de mi celda esbozo una triste sonrisa al recordar la ocasión.
Era
una noche de sábado en que me sentí más perdedor que nunca, por lo que me
decidí a ir a un bar de mi localidad.
No
sé si fue lo mejor o lo peor que pude haber hecho.
Me
senté solitario en una mesa después de pedir una bebida y mientras rumiaba mi
mala suerte, entró Janet. Fue como si un ángel visitara este lugar terrestre, o
tal vez fue un demonio, no lo sé; lo único cierto es que en cuanto se sentó en
un banco de la barra, pude contemplar un desfile de tipos que, o le invitaban
los tragos o la invitaban a bailar; los primeros los aceptaba alegremente, pero
en cuanto a los segundos, nadie tuvo la suerte, pues incluso un par de ellos se
quisieron poner pesados, pero ella les arrojaba una mirada tal, que
prácticamente los desarmaba, yéndose de su lado.
Los
envidiaba y los odiaba; me daba gusto que ella los rechazara, pero a la vez, me
sentía deprimido, pues por lo menos ellos lo intentaban, cosa que yo jamás me
hubiera atrevido a hacer.
Y
fue cuando volteó a verme.
Cuando
sus ojos sensuales se posaron en mí, sentí como si me asomara al borde un
profundo abismo; como la fascinación que todos sentimos al asomarnos al borde y
comenzar a preguntarnos si seríamos capaces de arrojarnos desde ahí.
Acéptalo;
tú también lo has pensado.
Pero
en esta ocasión, no me arrojé al acantilado, sino que él vino a mí.
Primero
me miró curiosa, para después tomar su bebida y caminar lentamente hasta mi
mesa, dejándome perplejo y con la boca abierta; cuando se sentó, tomó
delicadamente mi mandíbula y la cerró, mientras decía traviesa:
-Si
no cierras tu dulce boquita, se te va a salir lo que estás tomando-.
Quise
contestar algo adecuado, pero no pude, por lo que ella me dijo:
-Me
llamo Janet, ¿Y tú?-.
Vagamente
recuerdo haberle dicho mi nombre con un hilo de voz.
Prácticamente
fue ella la que llevó el hilo de la conversación, pues yo solo hacía pequeños e
insulsos comentarios acerca de lo que me platicaba; su lenguaje me indicaba que
era una persona de mundo, así como muy inteligente, pero lo que en realidad me
conquistó fue su sentido del humor, ácido y cáustico, pero sin caer en la
vulgaridad.
En
una pausa que hizo para encender un cigarro, vagué la vista por el lugar para
mirar con estúpido beneplácito, como la mayoría de los hombres me miraban con
envidia y sentí como el corazón me brincó de emoción cuando me di cuenta que
incluso, algunos me miraban con admiración.
Pasamos
casi toda la noche platicando, hasta que ella me dijo que era mejor ir a otro
lado; pensé, tal y como había leído en una revista, que debía invitarla a mi
departamento y lo hice, esperando que no se fuera a ofender y que yo mismo
echara a perder la noche mágica que estaba pasando, por lo que me quedé de
piedra cuando ella me contestó:
-Es
lo que he estado esperando desde hace mucho rato-.
Nos
fuimos a mi casa y cuando llegamos, sentí enorme vergüenza cuando entramos y
ella vio mi colección de comics y juguetes de la guerra de las galaxias, pero
ella, al verlos, simplemente dijo:
-Por
la manera como los tienes ordenados, se nota que te gustan mucho-. Y antes de
que yo pudiera decir algo, añadió con una sonrisa sensual:
-Eso
demuestra mucho apasionamiento-.
Y
creo que le hice notar que tenía razón.
Cosas
que solo había visto en las películas más atrevidas para adultos, eran niñerías
a comparación de todo lo que hicimos durante gran parte de la noche.
Aunque
debo decir que ella hizo la mayor parte del trabajo.
Antes de dormirme,
pensé que tal vez se dio cuenta de mi inexperiencia y que esa había sido la
única noche de placer, por lo que cuando me desperté al otro día, vi emocionado
una nota que me había dejado en el buró y que simplemente decía:
“Eres
increíble”.
Me
pasé toda esa semana como si caminara entre nubes; me había dado cuenta que no
nos dimos nuestro número de celular, pero no me preocupaba, pues pensaba ir el
siguiente sábado al mismo lugar para encontrarla.
Desgraciadamente,
a pesar de que fui varias veces, nunca tuve suerte.
Cuando
había pasado un mes de mi aventura, llegué a la conclusión de que simplemente
había sido una aventura de una sola noche; pensé miles de cosas que pude haber
hecho mal para que Janet jamás regresara a mi vida, arrepintiéndome de cada
palabra y movimiento que hice, pues me culpaba de haberla ahuyentado.
Y
fue cuando regresó.
Subía
yo la escalera de mi edificio, triste y cabizbajo, cuando llegó a mi nariz un
suave olor a flor de cempasúchil, o sea, las flores que se ponen en las tumbas;
inmediatamente la excitación y lujuria se apoderó de mí.
Era
el perfume de Janet.
Estaba
sentada a un lado de mi puerta; en cuanto me vio, se levantó rápidamente y se
arrojó a mis brazos, besándome desesperadamente.
Una
noche más de perversa lujuria desenfrenada.
Y
a esa siguieron muchas más y más.
Lo
mejor de todo era que incluso en algunas ocasiones nos íbamos a cenar como si fuéramos
unos novios enamorados y en otras ocasiones solo íbamos a mi departamento; de
una u otra manera, siempre terminábamos en mi cama.
A
pesar de la felicidad de esos tiempos, había cosas que me confundían; no sabía
dónde vivía y jamás me había dado su número de celular. Era ella la que siempre
se comunicaba conmigo, pero siempre lo hacía desde diferentes teléfonos; pensé
que mi amada era casada, pero a esas alturas no me importaba si su marido era
el rey de Persia, pues los momentos que pasaba con ella, compensaban todos esos
vacíos en su vida.
Hasta
que no pude más y una noche, después de hacer el amor, le pregunté:
-¿Y
cuando no estás conmigo, a que te dedicas?-.
Ella
guardó silencio un momento, mientras le daba una chupada a su cigarro y me
contestó:
-A
divertirme-.
Insistí:
-Eso
no me dice nada-.
A lo que ella exclamó:
-No
me divierto como lo hace la mayoría de la gente, simplemente hago lo mío-.
Le
reclamé, herido:
-¿Y
por qué no me haces parte de tu diversión? Después de todo, las parejas de
novios deben compartir su vida con la persona que aman.
Ella
volteó a verme con una mirada como de un gato que acaba de atrapar a un ratón y
me dijo:
-¿Así
que estás enamorado de mí?-.
Le
dije confundido:
-¿Tú
no?-.
Ella
dijo sonriendo enigmáticamente:
-Tal
vez-.
Y
desapareció por un par de semanas.
Yo
ya estaba acostumbrado a esas ausencias, pero en esta ocasión, pensaba angustiado
que tal vez la había ahuyentado al hablar de mis sentimientos; tal vez había
sido demasiado pronto, tal vez no era el momento. No lo sabía.
Mi
mente era un caos.
Pasó
una semana más y entonces recibí un mensaje en mi celular que decía:
“Te
espero a la media noche en…”
Me
sentí confundido al ver la dirección que había puesto, pues era un barrio de
mala muerte, por lo que no sabía que haría una chica de la clase de Janet por
esos lugares y más a esas horas, pero estaba tan enamorado de ella, que no dudé
en acudir, contando las horas y después los minutos que faltaban para nuestro
encuentro.
Llegado
el momento, llegué al lugar acordado, viendo con alivio que ella ya se
encontraba ahí, vestida completamente de negro, como acostumbraba; en cuanto me
vio corrió hacia mí para besarme apasionadamente, borrando todas mis dudas
acerca de si estaba enojada conmigo, pues después de despegar su boca de la
mía, me susurró:
“Te
extrañé mucho”.
Sentí
que el mundo volvía a tener sentido para mí, pues mi amada estaba feliz de
verme.
Cuando
dejamos de abrazarnos, un poco de cordura regresó a mi cabeza y pregunté
preocupado:
-¿Y
qué hacemos en este lugar tan peligroso?-.
Ella
dijo seriamente:
-Los
lugares solos son peligrosos para los débiles-.
Cuando
quise preguntar a qué se refería, añadió:
-Dijiste
que me amabas, ¿Verdad?-.
Le
contesté enfáticamente:
-¡Con
todo mi corazón y mi alma!-.
Y
cuando pensé que se iba a burlar por mi ridícula contestación, solo dijo:
-Entonces
espero que hagas lo que yo te diga-.
Y
sin pensarlo dos veces, le solté:
-Te
acompañaría al mismo infierno si fuera necesario-.
Sonrió
complacida y dijo de forma misteriosa:
-No
hace falta ir; al menos no por ahorita-.
Y
me jaló para llevarme a un callejón; preferí no preguntar, pues sentía que
íbamos a hacer una travesura sexual de adolescentes, por lo que me dejé llevar.
Nos
agazapamos detrás de un contenedor de basura y cuando pensé en preguntar cuál
era el plan, escuchamos pasos.
Venía
caminando un hombre como de cincuenta años; era un tipo común y corriente que
traía una mochila en el hombro, lo que indicaba que venía de trabajar.
Iba
a hacer un comentario acerca de su apariencia cuando, al estar el hombre como a
dos metros de nosotros, Janet me tomó de la mano y violentamente me jaló al
encuentro del hombre aquel.
Cuando
estuvimos cerca del individuo, antes de que yo pudiera decir algo, mi chica
sacó un enorme revolver de su chamarra y apuntándole al pecho, le gritó:
-¡Esto
es un asalto; danos todo lo que tengas hijo de perra!-.
No
sé quién se quedó más sorprendido, si el tipo o yo.
El
señor solo atinó a decir, asustado:
-¡Pero
si no traigo nada de valor, más que mi celular!-.
Janet
le contestó:
-¡Dámelo!-.
El
hombre le dio el aparato rápidamente y cuando Janet lo tuvo en sus manos, le
reclamó:
-¿Qué
traes en tu morral?-.
El
tipo, casi llorando, le dijo:
-Solo
mi ropa de trabajo-.
Y
fue cuando Janet exclamó:
-Pues
que mal para ti-.
Y
disparó.
Brinqué
en el lugar donde estaba, mientras sentía como gotas de sangre me salpicaban mi
ropa.
Pero
lo que más me aterró fue que mi chica comenzó a reír divertida y tomándome de
la mano, me dijo:
-¡Corre!-.
Y
corrimos como alma que lleva el diablo, sin parar hasta llegar a mi
departamento.
Me
dejé caer en mi sofá y cuando recuperé la respiración, le cuestioné:
-¡Pero
qué fue lo que hicimos!-.
Y
jalándome los cabellos, añadí:
-¡Qué
fue lo que hiciste!-.
Ella
empezó a reír desaforadamente, casi convulsionándose; pensé que la impresión
había sido tan grande, que se había vuelto loca, pero me dejó con la boca
abierta cuando exclamó:
-Si
pudieras ver la cara tan divertida que tienes-.
Yo,
sin entender nada, le reclamé:
-¿Divertida?-.
Ella
se sentó tranquilamente junto a mí, y tomándome de la mano, me dijo macabramente:
-¿Querías
saber cómo me divertía, ¿No? Pues así es como lo hago-.
Y
sacó un cigarro para encenderlo tranquilamente, mientras yo no atinaba a decir
nada.
Después
de unos segundos, apagó el cigarro y dijo:
-¿Sabías
que el miedo es el mejor afrodisiaco?
Y
vaya que lo fue.
Tuvimos
la mejor sesión de sexo desde que nos conocimos.
A
la mañana siguiente me desperté en medio de la somnolencia, recordé con
excitación el sexo tan maravilloso que tuvimos, pero cuando recordé lo que lo
provocó, me levanté asustado.
Corrí
al baño a volver el estómago.
Durante
todo el día me cuestionaba a mí mismo.
¿Quién
era la persona que había conocido?
¿Qué
es lo que habíamos hecho la noche anterior?
Sé
que yo no había jalado del gatillo, pero una persona normal iría con la policía
para delatar a la asesina; inmediatamente deseché la idea, pues eso significaba
no volver a ver a mi amada.
Peor
aún, eso sería traicionarla.
Pero
en todo caso, ¿En qué me había convertido yo?
En
cómplice de homicidio.
Me
avergonzaba como en cuanto nos quitamos la ropa en mi departamento,
automáticamente se me borró de la memoria la cara asustada del hombre que había
asaltado, quien la miraba suplicante por su vida.
Decidí
no volver a ver a Janet.
Me
aterraba su manera de ser; su actitud divertida y de gozo al disparar a su
inocente víctima y su frialdad para comentar los detalles.
Pero
lo que más me aterró es que, antes de irse de mi departamento, tomó el celular
del hombre muerto y lo tiró a mi cesto de basura.
Era
obvio que no le interesaban las cosas materiales, lo que le gustaba era matar.
Claro
que la idea de no volver a verla y hacerlo realidad eran cosas diferentes, pues
la siguiente vez que me mandó mensaje y me dijo que nos viéramos afuera de un
centro comercial en la madrugada, inmediatamente sentí como la excitación me
nublaba la vista y la razón.
Por
eso acudí al lugar acordado.
Una
vez que nos encontramos ahí, pensé en preguntar lo que íbamos a hacer, pero como
sabía que no me iba a decir, decidí callar y esperar.
En
eso, se acercó una camioneta que decía “Lavandería” y cuando volteé a verla
confundido, ella dijo en susurros:
-Hay
una casa de empeños que saca el dinero que recibe de esta manera; los malditos
tacaños no quieren pagar un servicio de valores y por eso lo hacen así-.
Quise
preguntar cómo lo sabía, pero pensé que era inútil, por lo que seguimos
esperando.
Entró
la camioneta al centro comercial y a los veinte minutos salió, pero antes de
que llegará a la avenida, Janet corrió y se paró frente a ella, disparando
hacia el parabrisas un par de veces, por lo que los dos tipos que estaban
dentro del vehículo, levantaron las manos.
Ella
les gritó:
-¡Salgan
y no hagan estupideces!-.
Los
dos bajaron asustados; mi chica le ordenó a uno que se hincara y al otro le
dijo que bajara las bolsas de dinero; me ordenó a mí tomar las bolsas, mientras
el sujeto también se hincaba. El primero que lo había hecho, comenzó a llorar,
por lo que Janet le dijo:
-¿Por
qué lloras; no eres hombre?-.
Él
contestó aterrado:
-Es
que tengo una hija de 10 años-.
Sentí
como un escalofrío recorría mi columna vertebral.
La
sensual mujer le dijo sonriendo burlonamente:
-¿Tienes
fotos de ella?-.
El
sujeto inmediatamente sacó su cartera y le enseño una foto; yo no quise verla,
por lo que no me acerqué.
Después
de todo, no sabía cómo iba a reaccionar mi chica.
Ella
miró la foto y preguntó:
-¿Cómo
se llama?-.
El
hombre, con lágrimas en los ojos, dijo:
-Camila-.
Janet
lo miró sonriendo tiernamente por un par de segundos, pero en eso mostró una
mirada de odio y le sentenció:
-Pues
Camila no volverá a ver a su padre-.
Y
le disparó en medio de los ojos.
Como
en la primera ocasión, el terror se apoderó de mí y cuando quise reaccionar,
ella volteó a ver al otro tipo, quien exclamó:
-¿Te
sientes muy poderosa verdad? ¿Por qué no sueltas la pistola y entonces vemos
quien tiene el poder?-.
Ella
pareció volverse loca, pues abrió desmesuradamente los ojos y le vació la
pistola en el cuerpo; mientras el tipo yacía tendido en el suelo, ella seguía
apretando el gatillo, inútilmente.
Yo
le dije tristemente:
-Vámonos;
ya hiciste lo que tenías que hacer-.
Ella
dócilmente me siguió y al dar la vuelta en la esquina, comenzamos a correr,
pero después de un par de calles, tomó las bolsas del dinero e hizo lo que
pensé que haría.
Las
tiró en un contenedor de basura.
Llegamos
a mi departamento e hicimos el amor.
Sin
embargo, en esta ocasión, por única vez, lo hicimos de manera más tierna, como
si las palabras del difunto le hubieran tocado el alma.
Yo
no quise preguntar qué era lo que había sucedido.
A
la mañana siguiente, una vez más comencé a cuestionarme en que me había metido,
o peor aún.
Con
quien me había metido.
¿Janet
había tenido una vida difícil y por eso hacía lo que hacía?
No
sabía si eso era excusa suficiente para lastimar a las demás personas.
El
hecho era que, hasta donde yo veía, era adicta al miedo de las personas, pues
como había dicho, esa emoción era el mejor afrodisiaco.
Peor
aún; yo me había hecho adicto a ella.
Lo
confirmaba pues a partir de esas ocasiones en adelante, cada que me hablaba
para cometer alguna de sus fechorías, ahora ya no la cuestionaba, y cuando ella
veía una sombra de duda en mi mirada, simplemente preguntaba:
-¿No
me amas?-.
Yo
siempre respondía lo mismo:
-Con
todo mi corazón y mi alma-.
Comencé
a analizar a detalle la situación.
¿Era
amor lo que sentía por ella?
¿Era
lo que llaman una relación tóxica?
¿Tenía
dependencia de ella? Esto es, ¿Dependía de ella para ser feliz?
Después
pasé a la etapa de racionalizar lo que estaba viviendo.
De
esto se trata el amor, ¿No?
Apoyar a tu pareja y
de estar de acuerdo con ella, ¿No?
Tolerar los defectos
de la persona que amas, ¿No?
Empecé a aceptar la
situación, pues me daba cuenta que ya no podía vivir sin Janet.
El problema eran las
noches.
Cada que me dormía,
tenía pesadillas donde las personas asesinadas me rogaban que le pidiera a mi
chica que no las matara.
A veces incluso
soñaba que iba al cementerio, al entierro de sus víctimas y todas se levantaban
de sus tumbas para reclamarme porque no había hecho nada por ellas.
Y nunca lo hice.
Desgraciadamente, en
esta vida nada es eterno.
Y menos la felicidad.
En un par de nuestras
“aventuras”, las cámaras de seguridad le dieron información a la policía que
era una pareja de personas las que cometían los crímenes; aparte, en una de
esas ocasiones, al momento de correr, se me cayó el gafete que uso en mi
empresa. Sé que es algo estúpido, pero lo que pasó es que ella me llamó a mi
trabajo para que fuera con ella a visitar una joyería donde masacró a los
cuatro empleados del establecimiento.
Las autoridades me
rastrearon y cuando me detuvieron, inmediatamente confesé todo.
Menos el nombre de mi
amada.
Me prometieron la
libertad, me amenazaron, me golpearon, pero jamás dije su nombre, a pesar de
que ahora ya sabía cómo localizarla, pues en las últimas ocasiones, cuando me
llamaba, siempre lo hacía desde el mismo número de celular.
Mi proceso duró siete
meses, durante los cuales ella jamás me visitó.
Lo entiendo; era por
su seguridad.
Sin embargo, esto no
aminoraba el hecho de que cada noche que pasaba en la cárcel, pensaba en ella y
durante el día mi mente estaba ocupada con sus imágenes, su sonrisa, su olor.
Ella era mi todo.
No me importaba estar
en prisión; lo que me dolía era no estar con ella.
Regresando al tiempo
presente, ha llegado el momento en que el director de la prisión viene por mí,
acompañado del sacerdote, quien me dice:
-¿Quieres confesar
algo hijo? Recuerda que Dios lo perdona todo, pues Dios es amor-.
Que vacías se
escuchan esas palabras en boca de alguien que nunca ha amado a una mujer.
Considerarla como lo
más sublime de todo el mundo.
Considerarla como un
regalo de ese Dios que ahora ordena que pagues por tus pecados.
Considerarla como la
única razón de tu existencia.
-No tengo nada que
confesar-. Le digo.
Caminamos por el
pasillo hasta llegar a una sala como de hospital, donde me recuestan en una
camilla; me inmovilizan manos y pies, lo cual en el fondo es inútil, pues sin
mi Janet, esta ya no es vida.
Más bien es una
liberación del sufrimiento que ahora acongoja mi alma.
Mis sentimientos son
ambivalentes.
Me dan celos furiosos
de pensar que haya encontrado otro compañero de sus aventuras, pero también me
preocupa saber cómo está.
¿Estará bien?
¿Se sentirá tan
triste como yo?
¿Me extrañará?
La verdad es que
durante toda mi vida me sentí solo, pero en realidad, hasta que ella llegó a mi
vida, fue que de verdad conocí la soledad.
¿Cómo puedo vivir ahora
que sé que ella existe y que no está a mi lado?
Espero que, del otro
lado, ese espantoso sentimiento no exista.
Trataré de hablar
bien de ella, para que su castigo no sea tan duro; es más, pediré que dicho
castigo me lo apliquen a mí para que ella pueda estar en el paraíso.
Se lo merece por
salvar un alma atormentada como la mía.
Me colocan una aguja
quirúrgica en cada uno de mis brazos; la primera es para adormecerme y no
sentir dolor y la segunda es la que tiene el líquido que terminará con mi
miserable vida.
Estoy listo; de
hecho, estoy ansioso de irme de este mundo que ya no tiene nada bueno que
ofrecerme, pues después de haber conocido la felicidad con mi Janet, sin ella,
nada tiene importancia.
El sedante comienza a
recorrer mi cuerpo, haciéndome sentir adormilado, pero antes del siguiente
paso, el director del penal, se me acerca y me dice al oído:
-Antes de que te
vayas maldito, quiero saber algo-.
Volteó a verlo y
entre sueños, escucho:
-¿Por qué lo
hiciste?-.
Contesto
trabajosamente, pues siento que la lengua no me responde:
-Por el motivo por el
cual gira el mundo-.
El funcionario frunce
el entrecejo y me dice confundido:
-¿Cuál?-.
Las lágrimas
comienzan a correr por mis mejillas y con el último resquicio de cordura,
respondo:
-LO HICE POR AMOR-.
Y fue cuando el
líquido mortal comenzó a invadir mi cuerpo.