domingo, 31 de marzo de 2019

EL PEREGRINO



         Arturo era un tipo como tantos que existen en los poblados; un bueno para nada a quien solo le importaba emborracharse sin importarle la situación económica de su familia. Su esposa María lo aguantaba debido a que como buena católica que era, consideraba que ese era el destino que le había designado Dios: sufrir la irresponsabilidad de su marido y ver ella misma por la supervivencia de su propia familia, compuesta por ellos y un par de menores de diez años. En ese sentido, se mantenían debido a que la joven mujer tenía un puesto de comida el cual, debido a su perseverancia, les daba para vivir si no cómodamente, por lo menos tenían para lo básico. Por su parte, Arturo nunca se había interesado por la religión y solo consideraba los festejos de los santos como un pretexto más para poder embriagarse algunos días.
         Por esos días acercaba el otoño el cual vaticinaba los clásicos fríos de Octubre; la situación no tendría importancia a no ser que para finales de ese mes se estaba programando una peregrinación para visitar el templo de San Horacio Mártir, un santo considerado como muy milagroso, debido al tormento del que fue víctima sin negar su fe en Jesucristo.
         La mayor parte de los habitantes del pueblo de Arturo planeaban ir, por lo que su esposa no sería la excepción, pues a fuerza de duro trabajo, había juntado lo suficiente para la travesía: algo de comida para el camino, el costo del hotel donde descansarían la noche siguiente de la llegada, el pasaje de regreso hacia su pueblo y lo más importante para ella que eran muchas monedas que había ido juntando para dejarlas como limosna en la alcancía de la iglesia. Planeaba dejar a sus pequeños hijos al cuidado de su anciana madre e ir acompañada de su ebrio marido hacia el destino religioso; claro, siempre y cuando lo pudiera convencer de hacer la travesía a pie.
         Arturo se hacía del rogar, pero como a final de cuentas no tenía otra cosa que hacer, decidió acompañar a su mujer, principalmente porque sabía que al llegar a su destino, daba por hecho que su joven esposa pagaría todos los gastos, así como el costo de cualquier cosa que se le antojara en dicho paseo.
         La peregrinación iba a salir aproximadamente como a las diez de la noche para llegar antes del amanecer al templo; caminarían al lado de la carretera, sabiendo que no había peligro alguno, debido al poco tráfico que circulaba a esas horas. Arturo, a pesar de ir quejándose del incesante frío, lo consolaba el hecho de que había podido convencer a su esposa de que le diera una cantidad de dinero suficiente para comprar un par de botellas de aguardiente, so pretexto de que eran necesarias para aguantar el frio nocturno, por lo que con esa dotación estaba seguro que no se iba a pasar el viaje tan aburrido.
         A la hora programada se juntaron con los demás peregrinos que en su conjunto casi llegaban a la centena; las mujeres se fueron a la delantera, mientras los hombres caminaban más despacio, cosa que al borrachín le vino de perlas, pues pensaba ir con sus amigos de parranda y hacer más entretenida la trayectoria; desgraciadamente el plan no resultó como esperaba, pues ninguno de sus compinches quiso un trago de su primera botella, considerando que era una falta de respeto al santo, por lo que no querían llegar borrachos a su destino. Arturo, con evidente molestia se fue rezagando para por lo menos poder disfrutar de su bebida preferida él solo; siguió caminando y entre trago y trago, le dio por reflexionar acerca de su vida, pensando que la existencia que llevaba era la manera como le gustaba vivir: completamente ebrio. Pensaba que era la vida que le había tocado vivir y no se cuestionaba si había algo más por lo cual justificar su existencia, así que prefirió decidió ir cavilando acerca de los recuerdos de sus incontables parrandas, sonriendo cada que le llegaban a su mente episodios chuscos llevados a cabo por sus amigos de aventuras etílicas o las que incluso él mismo había protagonizado.
         Llegó un momento en que de tan despacio que caminaba se fue quedando solo; a Arturo rara vez le atacaba el miedo, ya que siempre le acompañaba el valor imprudente del alcohol, pero aun así, pensó que no era seguro quedarse sin compañía, así que decidió apurar el paso. Camino algunos minutos más hasta que vio delante de él una sombra que caminaba también por la orilla de la carretera; no pasaba vehículo alguno para poder identificar la figura que se movía, pero como de todos modos era un ser humano, aceleró el paso para alcanzar a su repentino acompañante.
         Cuando alcanzó a la misteriosa figura, se dio cuenta que era un anciana quien con andar cansino, se movía lentamente en medio de la noche; conforme se acercaba, Arturo pudo ver más detalles de la peregrina, por lo que entre las sombras de la oscuridad notó las ropas viejas y raídas de su compañera y que cargaba un costal sobre su hombro derecho de manera trabajosa. Cuando llegó junto a la mujer, la saludó contento de escuchar una voz humana, pero le sorprendió el hecho de que la señora volteó a verlo con una mirada triste y le respondió el saludo con un susurro melancólico; Arturo no reconoció a la mujer, ya que no recordaba haberla visto en su pueblo y dado que a raíz de sus juergas conocía a la mayoría de sus vecinos, pensó que era alguna persona que vivía en los alrededores. Intentó entablar conversación con el extraño personaje por lo que le preguntó animadamente:
         -Buenas noches; ¿Está bueno el frío verdad doña?-.
         La anciana simplemente contestó:
         -Sí-.
         Arturo insistió en hacerle la plática y exclamó:
         -Usted no es de mi pueblo ¿Verdad? ¿De dónde es?-.
         Su solitaria acompañante le dijo tristemente:
         -De muy lejos-.
         Arturo pensó en ser cortés por lo que le ofreció:
         -¿No quiere que le cargue su costal? Se ve muy pesado-.
         Pero la señora le contestó:
         -Gracias, pero no hace falta. Cada quien debe llevar su propia carga-.
         El borrachín quiso analizar lo que le acababa de decir la extraña anciana, pero ésta añadió:
         -Si quiere adelántese, yo lo alcanzo-.
         Arturo decidió obedecerla y siguió caminando como media hora entre trago y trago de su segunda botella, extrañándole no poder alcanzar a la gente de su pueblo; sentía que caminaba y caminaba y que no avanzaba, como si anduviera en círculos por lo que intentó casi correr. Anduvo así por un buen tramo y cuando comenzaba a desesperarse, en la distancia alcanzó a ver una persona que se encontraba sentada en una enorme piedra a la orilla del camino y pensando que ya había alcanzado a los peregrinos más lentos, apretó el paso, pero cuando pudo distinguir la figura que había visto, la sangre se le heló en la venas al notar que era la misma anciana del costal la que se encontraba descansando; al verlo, le volvió a dirigir la misma sonrisa triste y Arturo sin saber por qué, se sentó junto a la vieja pensando de qué manera le iba a preguntar como lo había alcanzado en el camino e incluso lo había rebasado. Le dio un trago a la botella y antes de que pudiera articular palabra la señora dijo de manera enigmática:
-Todos vamos en la vida a nuestro propio paso-.
Arturo se sentía extrañamente fatigado, por lo que decidió quedarse a hacerle compañía a la extraña anciana, mientras ésta seguía callada. El ebrio sujeto por lo regular se consideraba una persona callada, de las que solo abren la boca para decir lo necesario, pero llego un momento en que no pudo soportar el incesante silencio de la noche y comenzó a preguntar:
-Platíqueme algo de su vida ¿Tiene familia?-.
La señora volteó a verlo de forma enigmática y comenzó a hablar:
-Tenía, pero a mi marido lo mataron los soldados y mis dos hijos me abandonaron hace mucho tiempo-.
Arturo se sentía confundido, pues las últimas historias que había escuchado acerca de soldados eran las que contaban los viejos del pueblo de los tiempos de la Revolución, pero mejor prefirió seguir con su interrogatorio:
-¿Y no tiene papas, hermanos o alguien más?-.
La vieja contestó con un tono cansino:
-No conocí a mi mamá y de mi papá lo único que recuerdo es que una vez me llevó a un poblado y me dejo encargada con una señora que tenía un puesto de sombreros en el mercado; lo estuve esperando por horas hasta que yo misma me convencí de que jamás regresaría-.
Arturo, quien estaba a punto de darle un trago a su botella se quedó con la misma cerca de la boca sin moverse, debido al impacto que le provocó lo que le acababa de contar su extraña acompañante y solo atinó a decir:
-¿Entonces se quedó a vivir con la señora del puesto?-.
-Así es-.
-¿Pero por lo menos la trataba bien?-.
-Tan bien como se puede tratar a una niña ajena-.
Volvieron a guardar silencio.
Después de cavilar un poco, el borracho siguió con su interrogatorio:
-Pero estoy seguro que una persona de su edad tiene muchas historias interesantes que contar ¿O no?-.
La señora tardó unos instantes en contestar, y cuando lo hizo le dijo:
-¿Las quiere oir?-.
Arturo exclamó animadamente:
-¡Pero claro!, comience-.
Y la taciturna anciana comenzó a contarle episodios de su vida; le habló de su niñez, de cómo conoció a su marido y la vida que llevaba con sus hijos.
El borracho se sentía emocionado por la manera que tenía de platicar su acompañante; incluso recordó a su propia madre a quien solo conoció algunos años de su vida, pues ésta había fallecido cuando Arturo apenas tenía doce años de edad; de su padre no recordaba más que una nebulosa imagen pues se había ido de la casa cuando él apenas era un bebé.
Tal vez por eso se sentía de alguna extraña manera, cercano a la anciana que le contaba su vida.
Siguió escuchando lo que le contaba, sonriendo con las anécdotas tiernas que su acompañante le platicaba acerca de sus hijos e incluso lloró cuando le contó la ocasión en que los soldados llegaron a su casa para buscar a su marido y fusilarlo enfrente de ella y como, al ser extremadamente pobres, solo le pudo conseguir la caja más barata que pudo encontrar para enterrarlo, la cual a las primeras paladas de tierra comenzó a romperse, en medio de los sollozos de la viuda.
Arturo comenzó a darse cuenta del sufrimiento por el cual tienen que pasar muchas personas a lo largo de la vida por lo que siguió llorando de manera más y más desconsolada, mientras la misteriosa anciana pacientemente lo contemplaba, dejándolo desahogarse.
Una vez que el borracho se calmó, la señora  le dijo:
-Ya le quité demasiado tiempo-.
Arturo, enjuagándose las lágrimas le contestó:
-No se preocupe; me pasaría toda la noche escuchándola-.
Ella dijo comprensivamente:
-Se lo agradezco, pero estoy segura que su familia lo va estar esperando en la iglesia de San Horacio-.
Fue entonces que Arturo recordó cual era el fin de la travesía en la cual se encontraba a medio camino, por lo que contestó resignadamente:
-Sí, tiene razón-.
Se iba a levantar para seguir caminando y en eso su extraña acompañante le dijo:
-¿Le puedo preguntar algo?-.
Él contestó inmediatamente:
-¡Pero claro!-.
La misteriosa dama le solicitó con una tímida sonrisa:
-¿Todavía quiere ayudarme con mi costal?-.
El borracho dijo:
-¡Si señora! Démelo y yo lo llevo-.
E inclinándose levantó la vieja bolsa haciendo fuerza para poder aguantarla y cuando la llevó a sus hombros, extrañado se dio cuenta que dicho costal no pesaba casi nada; no quiso comentar algo al respecto así que comenzó a caminar, pero al notar que la anciana no lo imitaba, se volteó y le preguntó:
-¿No viene?-.
La señora dijo con un tono profundamente triste:
-Yo solo quiero descansar; pero no se preocupe, le prometí a San Horacio que iba a llegar a su iglesia y se cumpliré. Claro, con la ayuda de usted-.
Arturo sonrió complacido y le dijo:
-No se preocupe; yo le ayudaré en lo que pueda para que cumpla su promesa-.
Y añadió:
 -Entonces nos vemos en la entrada del pueblo-.
Pero la anciana ya no le contestó.

         Todavía era de noche cuando Arturo llegó a la entrada del pueblo de San Horacio encontrándose a algunos de sus vecinos a quienes les encargó que le avisaran a su esposa que la vería en la iglesia una vez que entregara su carga a la anciana; sus paisanos lo miraron extrañados, pero obedecieron y se encaminaron hacia el templo mientras el borracho se sentaba en una piedra que estaba a la orilla del camino, para esperar a su nueva amiga, mientras se terminaba la última de sus botellas.
         Pasaban más y más contingentes de personas que se dirigían alegremente a la iglesia en medio de cánticos en honor al santo patrono, y cada que alguien se acercaba, Arturo levantaba la cabeza para ver si en medio de la gente veía llegar a la misteriosa anciana, pero para su frustración, ésta no aparecía.
         Pasaron las horas, salió el sol y llegó el medio día, mientras Arturo en medio del incesante calor seguía esperando; no hacía caso del cansancio, el hambre y la inmensa sed que le atacaba la garganta, producto de todo el aguardiente que había ingerido. Llegó la tarde y con ésta regresó María, acompañada de dos amigos, todos preocupados por la actitud del ebrio; solo pudieron convencerlo con el razonamiento lógico de que si la anciana había llegado al pueblo, seguramente la encontrarían en la iglesia y si no, le preguntarían al cura si sabía algo al respecto.
         Se dirigieron al templo y al platicarle al sacerdote la aventura de Arturo, notaron inmediatamente cómo el clérigo iba abriendo más y más los ojos sorprendido del relato y cuando terminaron, les dijo que abrieran el costal.
Arturo presintiendo algo extraño en el resultado de su aventura comenzó a desatar las cuerdas que aprisionaban la boca de la bolsa y cuando la abrió, todos se asomaron para brincar asombrados pues el contenido de la bolsa eran un montón de huesos raídos por el tiempo.
         El borracho volteó a ver al cura con mirada interrogante y éste le dijo a manera de explicación:
        -Lo que pasa es que hay personas que prometen visitar el templo de algún santo en pago por algún favor pero antes de que puedan cumplir, la muerte se los impide, por lo que se pasan la eternidad caminando sin llegar a ninguna parte, intentando saldar su deuda con Dios-.
         Todos enmudecieron.
         El sacerdote añadió:
         -Dejen el costal aquí; tomando en cuenta que la iglesia es tierra santa, podemos dejar los huesos en un buen lugar para que su dueña pueda descansar en paz-.
         Y se persignó, siendo imitado por todos los presentes. Rezaron un par de oraciones y el padre les dijo que se podían retirar; todos dieron la media vuelta, pero en eso Arturo le preguntó al religioso:
         -¿Hice bien o mal al ayudar a la anciana?-.
         El padre simplemente dijo:
         -Depende de si te has portado bien o mal en la vida-.
         Y se retiró de su presencia.
        
         A partir de ese suceso, Arturo jamás volvió a probar una gota de alcohol y cada que se festeja la fiesta de San Horacio Mártir, es el primero que se encarga de organizar la peregrinación, siendo el más entusiasta participante, pues siempre camina a la cabeza del contingente de peregrinos para asombro de todos y beneplácito de su mujer, quien se siente feliz de ver el cambio que el suceso vivido provocó en su marido pues éste, aparte de dejar de tomar, se volvió un responsable padre de familia quien incluso comenzó a ayudarle con la venta de comida, para convertirse en parte del sostén de sus hijos.
         Arturo por su parte, participa en la peregrinación como una forma de reconciliarse con la religión; sin embargo, cada año camina con la secreta esperanza de encontrarse con su amiga para decirle que la deuda que tenía con Dios ya está saldada.
         Pero muy en lo profundo, el antiguo borracho sabe que nunca la volverá a encontrar, ya que su antigua compañera de peregrinación ahora ya descansa en la iglesia de San Horacio Mártir.

viernes, 15 de marzo de 2019

EL CONVENTO


A mediados del siglo XX, falleció el Obispo que se encargaba de la administración de una Diócesis ubicada en el norte de México, por lo que inmediatamente el Vaticano buscó cubrir dicha vacante enviando a Monseñor De Talamante, persona de probada honradez. En cuanto llegó el prelado a su territorio comenzó a hacer un inventario de posesiones y clérigos a su cargo; se dio cuenta que había muchos archivos extremadamente antiguos de los que nadie sabía absolutamente nada. Le llamó la atención sobremanera una construcción llamada Convento de las Lágrimas que se encontraba a las afueras del poblado de San Pablo Apóstol, lugar que según los datos recabados, estaba abandonado desde finales del siglo XIX, sin ninguna otra indicación al respecto. La poca información que encontró al respecto y que databa de los tiempos de la Revolución le indicaba que dicho convento tenía mucho tiempo de no ser ocupado por representantes de la iglesia católica; era como si simplemente se había desocupado y nadie más se había hecho cargo de él, así que estaba en sus manos volver a habilitarlo para las tareas propias de la Santa Iglesia.
Monseñor decidió habilitar dicho edificio mandando a un grupo de diez monjas al mando de la Madre Juanita para poder dar servicios religiosos a la población aledaña; le encargó a la clériga que se encargara de poner en funcionamiento el convento, haciendo las reparaciones necesarias para inmediatamente comenzar con sus labores de adoctrinamiento a los habitantes de San Pablo y poblados vecinos.
La Madre Juanita aceptó el encargo como todos los que le habían encomendado: con la docilidad que se esperaría de una monja con más de cuarenta años al servicio de Dios, por lo que reunió a su grupo de monjas y les informó acerca de su próxima tarea; les comentó que serían días difíciles, pues habría mucho trabajo por hacer tanto físico como espiritual pero que confiaba en ellas para poder llevar a cabo su cometido. Todas recogieron sus escasas pertenencias y se pudieron en marcha alquilando una carreta que las llevara a su destino; la travesía no era nada del otro mundo pero cuando llegaron se sorprendieron de lo que encontraron. En realidad, no era tanto la triste fachada derruida que esperaban encontrar, sino que al abrir las pesadas puertas después de mucho batallar con la cerradura, la cual parecía negarse a dar entrada a las nuevas visitantes, se dieron cuenta que inmediatamente las acompañó un sentimiento de tristeza profunda, como si llegaran a su última morada para jamás salir de ahí.
El convento se encontraba en las condiciones que le había descrito: paredes derrumbadas, ventanas sin vidrios y todos los pisos con una gruesa capa de polvo, por lo que las hermanas inmediatamente se pusieron manos a la obra limpiando el monasterio a conciencia.
Todo iba según lo planeado, sin embargo no dejaba de llamarles la atención a las religiosas que, cuando iban al mercado de San Pablo a comprar víveres y les decían a los habitantes que iban a habitar el Convento de las Lágrimas, todo mundo se persignaba y las veía con respeto e incluso con temor, pero la Madre Juanita lo atribuyó al hecho de que dicho Convento había estado abandonado por muchas décadas.
Después de un par de semanas dedicadas a la limpieza del lugar, las hermanas comenzaron a elaborar los productos cuya venta ayudaba a mantener al grupo de religiosas; rompope y galletas dulces que se vendían muy bien, sobre todo cuando la gente veía que se las ofrecía una monja. Por otro lado, cada semana llegaba un cura a oficiar la misa del domingo; la gente al principio acudió de manera tímida y en números pequeños, pero con el paso del tiempo acudió cada vez más y más gente lo cual dejaba una cantidad mayor de limosnas para poder salir adelante, por lo que la Madre Juanita se regocijaba de entregar buenas cuentas al Obispo. La única dificultad que había encontrado era que en el pueblo de San Pablo no habían podido conseguir a alguien que quisiera acudir a realizar algunas reparaciones mayores que eran necesarias para darle un mejor aspecto al edificio; intentaron conseguir albañiles de los poblados vecinos, pero estos llegaban y trabajaban un par de días y prácticamente desaparecían, dejando material de construcción y herramientas olvidadas. La religiosa consideraba que esto se debía a la ignorancia de la gente, lo que provocaba una gran irresponsabilidad para dedicarse al trabajo.
Nunca imaginó que la causa era algo completamente inesperado.

Como el Convento no contaba con luz eléctrica, por las noches las monjas se alumbraban con velas, por lo que en una ocasión en que la Madre Juanita quiso asegurarse, como encargada del lugar, de que todas las ventanas y puertas estuvieran bien cerradas; caminaba por un pasillo cuando de repente en medio del silencio de la noche, escuchó ruidos como de pequeños pies que corrían; cuando avanzó hacia el lugar del origen de dichos sonidos estos callaron, pero la religiosa al bajar la vela, pudo ver que efectivamente había huellas de pequeñas pisadas y una cuerda de las que usan los infantes para saltar con ella. A pesar de lo extraño del hecho, pensó que los sonidos eran ecos mal interpretados de los ruidos de la noche y las pisadas de niños que durante el día habían ido a curiosear al templo, así que no le dio mayor importancia; más bien le alegraba saber que a pesar del inicial temor de la gente aledaña de acudir al convento, se daba cuenta que los niños, en su bendita inocencia, acudían a jugar en ese lugar, el cual incluso a la religiosa le parecía que tenía un aspecto siniestro, pero confiaba en que cuando se terminara de reparar, iba a dar un aspecto más alegre y digno del lugar del encuentro entre la gente y Dios.
A los dos días, cuando comenzaban a caer las sombras de la noche, se encontraba la Madre Superiora en su oficina redactando un informe, cuando de reojo alcanzó a ver una carita infantil asomarse por la orilla de la puerta; cuando levantó la mirada dicho rostro desapareció, así que tomó su vela y salió a investigar malhumorada, ya que una cosa era que los niños del poblado fueran a asomarse al Convento, pero tanto como llegar hasta sus habitaciones, eso si no estaba dispuesta a permitirlo.
Buscó y buscó sin encontrar a nadie y cuando dio la media vuelta para regresar a sus tareas, escuchó una risa traviesa al fondo del convento, por lo que apuró el paso y encontrar a la intrusa, pero cuando llegó al final del pasillo, ahora escuchó la risa del otro lado, casi corrió de vuelta, pero una vez más al llegar al final del pasillo, ya no escuchó una risa, sino más bien risas en coro de niños y niñas que parecían divertirse con el juego de esconderse. La clériga comenzó a sentir un extraño miedo por lo que se santiguó y prefirió regresar a su habitación para intentar dormir, no sin hacerlo con sobresaltos durante toda la noche.
Al otro día reunió a las demás monjas para interrogarlas al respecto, y se sorprendió cuando una de ellas se echó a llorar, mientras otra decía que le alegraba saber que no era la única que había visto las visitas inesperadas; una a una comenzaron a platicar sus propias anécdotas acerca de los misteriosos hechos.
Una decía que al lavar las sábanas de las camas, al regresar a recoger las prendas las encontraba en el suelo manchadas de pisadas de niños sin nadie a la vista; otra comentó escuchar canticos infantiles por las tardes; una más encontró dibujos hechos con tiza en algunas paredes, pero como no pudo encontrar una explicación lógica, prefirió borrarlos con agua y callar su experiencia vivida;  sin embargo, la más asustada  de las monjas dijo que ella no había oído risas, sino tristes sollozos que gemían de manera lastimera en medio de la oscuridad nocturna y que cuando quiso ir a investigar, comenzó a escuchar los clásicos rezos que se llevan a cabo en un velorio, pero emitido por la mismas voces infantiles.
La Madre Superiora les encomendó que estuvieran atentas y que le notificaran cualquier suceso extraño que ocurriera; todas asintieron silenciosamente y se fueron a dormir con el semblante preocupado.
La Madre Juanita también se retiró a su celda y después de varias horas de caer presa de un sueño inquieto y extraño, en la madrugada se despertó al escuchar ruidos en la pequeña capilla donde el cura oficiaba misa los domingos, por lo que a pesar del temor que sentía, hizo acopio de todo su valor, tomó el rosario que siempre portaba en la cintura y que había sido bendito por el mismo Papa y encendiendo una vela, se encaminó hacia el origen del sonido.
Cuando llegó a la capilla, vio una pequeña sombra inclinada enfrente del altar y cuando se acercó más, le aterró darse cuenta que era la niña que había visto asomarse a su oficina, quien ahora se encontrada arrodillada y cuando llegó junto a ella, la pequeña volteó hacia la religiosa, dejando ver su carita bañada en lágrimas y al preguntarle la Madre Juanita que le ocurría, la niña contestó tristemente:
-“Es que no podemos salir de aquí”-.
Juanita al principio sintió alivio de ver que efectivamente era una niña como la que más, por lo que no se estaba volviendo loca junto con sus demás subalternas, pero en eso cayó en cuenta de lo que le había acabado de contestar la misteriosa visitante y le preguntó:
-¿A quiénes te refieres nena?-.
La pequeña le dijo misteriosamente:
-“A todos los niños que habitamos el Convento”-.
La monja sintió como el pánico la amenazaba así que le cuestionó:
-¿De dónde no pueden salir amor?-.
La niña señaló el altar y en cuanto su pequeño dedo apuntó hacia ese lugar, inmediatamente comenzaron a oírse en coro, desgarradores sollozos de niños y niñas que incluso gritaban por auxilio.
La Madre Juanita se desmayó.

Al día siguiente, la Madre Superiora fue encontrada por las demás monjas quienes la habían encontrado tendida en el piso, exactamente frente al altar; cuando las monjas completamente aterradas intentaron despertarla, la anciana clériga abrió desmesuradamente los ojos y comenzó a llorar desconsoladamente, para sorpresa de sus acompañantes. Se abrazaba a una de ellas como si fuera una niña desamparada, mientras las demás la veían con susto y compasión. Después de varios minutos, pudo reponerse y les contó lo ocurrido la noche anterior, por lo que todas soltaron gritos de susto, pero antes de que perdieron por completo el control de sí mismas, la anciana les dijo que iba a mandar a algunas de ellas para avisar a la Diócesis y esperar instrucciones.
Dos monjas inmediatamente se pusieron en marcha y a mediodía regresaron con un cura, quien se presentó como el Padre Camacho, experto en ciencias ocultas y exorcismos; el clérigo de mirada adusta, comenzó a entrevistar a todas y cada una de las habitantes del Convento de las Lágrimas, y mientras éstas en medio de tristes llantos le relataban sus experiencias, el extraño sacerdote anotaba en una libreta que sacó de una funda de piel que en la portaba tenía dibujada una cruz católica, pero adornada con figuras que ninguna de las monjas había visto en sus largos años al servicio de la Iglesia; el Padre anotaba y preguntaba, anotaba y preguntaba, todo sin expresar ninguna señal de emoción en su rostro.
Finalmente, le tocó a la Madre Juanita, quien cada vez más repuesta le hizo un resumen de todo lo vivido en el convento para después contarle su anécdota de la noche anterior; cuando llegó a la parte del altar, el sacerdote dejó de escribir y le puso toda su atención e incluso en una par de ocasiones levantó ligeramente una ceja en señal de asombro. La Madre Juanita terminó su relato y se quedó callada, mientras el padre Camacho cavilaba, frotando su mentón con la palma de su mano derecha y una mirada pensativa; cuando la anciana pensaba preguntarle a que conclusión había llegado, el clérigo dijo secamente:
-Voy a escribir una carta a Monseñor para informarle de lo ocurrido-.
La Madre Juanita preguntó tímidamente:
-¿Y qué pasará con el Convento? ¿Y nosotras; tendremos que abandonarlo?-.
El Padre Camacho dijo enérgicamente:
-¡Jamás! Ahora es cuando más necesita este lugar de su ayuda-.
Y se dedicó a escribir rápidamente la anunciada carta; una vez que la terminó, mandó llamar a dos monjas para que se le llevaran inmediatamente al Obispo De Talamante y volteando a ver a la anciana, le ordenó:
-Junte a todas las monjas y vengan conmigo-.
Una vez que todos se encontraron reunidos se encaminaron hacia el altar, seguidos de tres hombres que había acompañado al sacerdote, los cuales traían entre sus manos picos y palas y cuando llegaron al lugar señalado, el Padre Camacho inmediatamente les ordenó que escarbaran exactamente donde había señalado la niña.
Todos guardaron un reverencial silencio, el cual solo era interrumpido por los duros golpes de pico que hacían botar pedazos de cemento; los hombres golpeaban decididamente como si ya supieran que es lo que iban a encontrar y no pararon ni siquiera cuando largas hileras de gotas de sudor les bajaba por el cuello hasta mojar las sencillas camisas que vestían; todo lo anterior mientras el Padre Camacho rezaba en latín oraciones que leía de un pequeño libro que había sacado de uno de los bolsillos de su negra sotana.
Después de botar todo el cemento, ahora comenzaron a escarbar con las palas en el duro terreno hasta que al llegar a un metro de profundidad, dándose cuenta todos que la tierra se sentía más suave y entonces vieron que en medio del hoyo cavado surgían pequeños envoltorios de tela raída y cuando sacaron el primero, se lo pasaron al Padre Camacho, quien primero se santiguó seguido de todos los presentes. Dio un triste suspiro y abrió el envoltorio; todos brincaron sorprendidos al ver que éste contenía pequeños huesos carcomidos por el paso del tiempo.
Los trabajadores seguían sacando más y más envoltorios que seguían el mismo ritual que el primero, todo en medio de rezos del Padre Camacho y llantos dolorosos de las monjas presentes.
Contaron hasta veinte y ocho envoltorios y una vez que los juntaron, el Padre Camacho volteó a ver a la Madre Juanita y le dijo:
-Nos vamos a llevar los restos de estos pequeños inocentes para enterrarlos en tierra santa; mientras, el próximo domingo yo oficiaré la misa para rezar por el eterno descanso de estos niños y niñas-.
Y añadió sonriendo de forma melancólica:
-Y no se preocupe Madre Juanita; después de esto, ya no volverán sus inesperadas visitas-.
El sacerdote ordenó a sus hombres que llevaran la macabra carga a la carreta en la que habían llegado y despidiéndose de las habitantes del convento, se fueron tan silenciosamente como habían llegado.
Y efectivamente, tal y como lo había anunciado el Padre Camacho, a partir de ese día las monjas jamás volvieron a ver nada fuera de lo común.

¿Qué fue lo que sucedió en ese lugar? Bueno, la versión oficial dice que hace muchos años a las jovencitas con un comportamiento fuera de lo que indicaban las buenas costumbres, sus familias las mandaban de monjas; pero lo que poca gente sabe es que muchas de esas chicas eran niñas ingenuas seducidas por hombres que no les cumplían sus promesas de matrimonio, por lo que eran recluidas en esos lugares para evitar la vergüenza familiar. De esta manera, ellas llegaban resignadamente a vivir toda su vida dentro de los conventos.
Y llegaban…
Embarazadas.

Por eso; ahora el lugar se llama “El Convento de las Lágrimas de los Inocentes”.


viernes, 1 de marzo de 2019

LA BRUJA


       En los tiempos en que comenzaban a desvanecerse las señales de la Revolución Mexicana, en la provincia del estado de Jalisco, aproximadamente a veinte kilómetros de la capital, Guadalajara, vivían Pedro y Silvia, una pareja que no pasaba de los treinta años de edad. Debido a la devastación tanto social como económica que había dejado la pasada conflagración, estos campesinos, como la mayoría de sus vecinos eran extremadamente pobres y vivían de lo poco que les daban las tierras apenas rescatadas de la guerra. Lo anterior, aunado al hecho de que en medio de la batalla habían perdido a los pocos parientes que les quedaban, provocaba el hecho de vivir más que en la miseria económica, en la tristeza de la soledad.
         Pedro era un rudo campesino que trabajaba todos los días en las faenas propias del campo; por su parte Silvia, quien a pesar del mismo origen humilde que el de su marido, tenía una inusual belleza que inspiraba la admiración de los vecinos y amigos con los que contaban. Ella dedicaba su tiempo a las labores del hogar y a diferencia de su esposo, aceptaba el hecho de no poseer dinero o cualquier otro tipo de riquezas materiales; tenía la esperanza de que con el tiempo la situación del país en general iba a mejorar y que se iban a cumplir los ideales por los que todos los desposeídos habían luchado en el cambio del régimen político, lo cual por fuerza traería beneficios a la población, incluyéndolos a ellos.
         Desgraciadamente Pedro no compartía el optimismo de su mujer debido a sus delirios de grandeza. Como a todos, le molestaba la fortuna mal habida de los caciques y terratenientes del país y aun cuando no participó de manera directa en la lucha, creía que tenía el derecho de que le tocaran parte de los bienes confiscados a los ricos por parte del nuevo gobierno y aún más, le frustraba el hecho de que dicha repartición tardara tanto.
Debido a lo anterior, el campesino se la pasaba renegando de todo: su pobreza, su ocupación, su casa y su situación en general por lo que imaginaba ideas disparatadas para hacer dinero fácil, ideas que nunca llevaba a cabo, ya que a Pedro no le gustaba trabajar, sino que él simplemente quería ser rico sin esforzarse para lograrlo.
         Silvia al principio no le daba importancia a los comentarios de su cónyuge, ya que los achacaba al hartazgo del duro trabajo del campo por lo que al principio no hacía casos a sus quejas poniéndole buena cara todos los días cuando llegaba a su pobre casa cansado y de mal humor, pero al seguir escuchando sus lamentos comenzó a preocuparse; le afligía que incluso cuando ella se le acercaba de manera afectuosa, el recio campesino la rechazaba de manera tosca. La señora se pasó varios días pensando en esa situación y con tristeza se dio cuenta que debía hacer algo al respecto; se había jurado a sí misma que jamás iba a volver a realizar lo que estaba a punto de hacer, pero como era tanto el amor que le tenía a Pedro, se convenció que era la única solución a todos sus problemas.
          Esa noche, cuando ambos se acostaron en el sencillo catre que utilizaban para descansar, Pedro se sintió más agotado que de costumbre por lo que de inmediato se durmió; era tanto su cansancio que comenzó a soñar, pero a diferencia de los sueños que normalmente experimentaba dentro de los cuales se veía a sí mismo como un rico hacendado, en esta ocasión las imágenes eran extremadamente extrañas, pues veía figuras distorsionadas de lo que parecían seres humanos, las cuales conforme se le acercaban se convertían en sombras fantasmagóricas, como demonios que revoloteaban de un lado a otro, provocándole un sinfín de sobresaltos. Cuando de manera infantil buscó protección en brazos de su bella esposa al estirar sus manos se dio cuenta que se encontraba solo en la cama. Quiso abrir los ojos para confirmarlo, pero éstos se negaban a abrirse mientras el agricultor sentía una misteriosa debilidad que no le permitía despertar por completo.
         Al otro día se levantó todavía sintiéndose inquieto y confundido, tanto por los extraños sueños como por encontrarse solo en mitad de la noche; no sabía si el hecho de no haber encontrado a su esposa a su lado había sido también parte de sus pesadillas, pero muy en el fondo su corazón le indicaba que lo ocurrido la noche anterior había sido real; aun así trató de convencerse a sí mismo pensando que no había nada de qué preocuparse, ya que se explicó que lo más seguro era que Silvia sencillamente había salido al baño al momento en que la buscó la pasada noche.
         Y más aún, al encontrar a la joven señora a su lado como todas las mañanas, pensó que simplemente había víctima de una pesadilla producto del mal humor que últimamente lo acompañaba a todas horas.
         Se reconfortó a sí mismo con la anterior explicación por lo que aliviado comenzó sus labores del día casi contento de haber encontrado una respuesta coherente a lo que había sucedido la noche anterior y que eso no había sido producto de alguna maldición infernal, ya que como buen católico que era, le habían inculcado la idea de que el Diablo rondaba entre los humanos para provocarles daño.
         Pero esa noche se daría cuenta de que no era precisamente el Diablo el que habitaba su casa.
         Era algo todavía más horrendo.

         Cuando se fueron a dormir, Pedro una vez más cayó en la misma extraña somnolencia de la noche anterior, pero en esta ocasión los demonios que visitaban sus sueños se acercaban y alejaban, riendo en infernales carcajadas, provocadas por el miedo que le producían al asustado hombre. Como en la anterior ocasión, Pedro volteó hacia su mujer para abrazarla sin abrir los ojos y cuando hizo el primer movimiento, sintió con alivio que sus piernas tocaban las de Silvia; entre sueños esbozó una tímida sonrisa que se le congeló en los labios cuando al estirar los brazos, una vez más encontró la cama vacía. Su mente se negaba a comprender lo que ocurría; sentía como las piernas de la señora estaban entrelazadas con las suyas, pero en la parte superior no estaba el torso y la cabeza que cualquiera esperaría encontrar en tales circunstancias. Intentó abrir los ojos, pero una fuerza superior a él se lo impedía; por más que forcejeaba no lograba despertar hasta que ya no supo más de sí.
         Al otro día cuando despertó, Silvia ya se encontraba de pie, preparando el frugal desayuno acostumbrado; se veía normal, incluso más alegre que los pasados días, por lo que Pedro cada vez se sentía más confundido. Quiso interrogarla para saber si ella no había notado nada fuera de lo común la noche anterior, pero ella con una sonrisa le dijo que simplemente había tenido una pesadilla, debido a su preocupación por la deprimente situación económica por la que pasaban, pero que todo iba a cambiar pues ella estaba segura que las cosas estaban a punto de mejorar.
         Pedro se pasó todo el día trabajando como de costumbre, pero su mente regresaba una y otra vez a los recuerdos de las noches anteriores, preguntándose si no se estaría volviendo loco; también pensaba en las enigmáticas palabras de su esposa y la seguridad con la que ésta las había pronunciado. Sabía que su esposa era muy optimista, pero esta vez había hablado como si supiera algo que al menos de momento, no le quería comunicar a su marido. Como todos los hombres de esa época, inmediatamente pensó que su esposa andaba en malos pasos, por lo que decidió esa misma noche quedarse despierto a toda costa, hasta dar con la verdad.

         Esa noche se comportó de la manera más normal que pudo aun cuando presentía que lo que iba a encontrar no le iba a agradar, pero sabía cómo solucionar el problema ya que en la tarde se había dedicado a sacarle filo al machete que normalmente usaba en el trabajo de su parcela; cuando se fueron a dormir, el campesino se acostó dándole la espalda a su esposa e  hizo todo lo posible por permanecer despierto a pesar de que por momentos, sentía como si algo lo forzara a cerrar los ojos; aun así, pudo seguir en vela. Cuando escuchó las lejanas campanadas de la iglesia marcando la media noche, sintió como Silvia se movía suavemente a sus espaldas y escuchó como se vestía; le extrañó no escuchar pasos en el piso de su humilde vivienda, por lo que pensó que su esposa hacía el menor ruido posible para evitar despertarlo. Cuando oyó que la puerta se cerraba, todavía esperó unos segundos para darle algo de ventaja, pues pensaba seguirla machete en mano dispuesto a defender su honor, seguro de confirmar lo que estaba ocurriendo.
         Cuando calculó que ya había pasado tiempo suficiente, se volteó sobre sus espaldas para levantarse rápidamente, pero la sangre se le heló en las venas al notar que sus pies rozaban las piernas de su mujer.
Brincó de la cama buscando los cerillos para encender la vela con la que alumbraban su sencillo cuarto, cayéndose todos en el suelo; cuando pudo recuperar uno, con manos temblorosas encendió el pedazo de cera y volteó a la cama solo para notar que no había ningún cuerpo humano en ella; se acercó para revisar con mayor detenimiento y pudo ver que a los pies del catre sobresalía un extraño bulto. Haciendo acopio de todo su valor levantó la cobija y se encontró cara a cara con las piernas de su mujer. Pedro no podía creer lo que sus ojos le revelaban; no había cuerpo, solo un par de piernas que inmediatamente adivinó como las de Silvia. No había sangre, por lo que no había ocurrido algún accidente, pero entonces: ¿Cómo era posible que solo las extremidades inferiores de una persona se encontraran en medio de la cama?
Se dio cuenta con horror que se había casado con una bruja; sabía por los relatos de parientes y amigos que dichos seres son capaces de quitarse partes de su cuerpo para así poder salir a cometer sus fechorías y que la única manera de nulificar su poder era quemar las partes desprendidas de su cuerpo. Comenzó a llorar desconsoladamente  al darse cuenta de la realidad; Silvia, la mujer que lo había acompañado durante los últimos ocho años de su vida, a la que había conquistado a pesar de la enorme competencia de vecinos y amigos debido a su encantadora belleza y buen humor, era un ser diabólico.
Mientras las lágrimas escurrían por su cara se dio cuenta con desolación que solo había una cosa por hacer.
Terminar con ese ser infernal.
Sin que el terror abandonara su corazón encendió con la vela el fogón donde calentaban sus alimentos y tomando con repulsión las extremidades encontradas, las envolvió con la misma cobija para arrojarlas directamente en el fuego, viendo como salía un humo perverso y se desprendía un hedor nauseabundo.
 No pudo aguantar más y cayó desmayado en el suelo.

         Cuando la luz de la mañana despertó al campesino, éste trató de recordar cómo había llegado al suelo; cuando los recuerdos golpearon su cerebro se levantó rápidamente, reviviendo en su mente todo el horror sufrido la noche pasada. Miro hacia la puerta para ver si algo más había sucedido, y en eso escuchó la dulce voz de Silvia detrás de su espalda:
         -¿Por qué me has hecho esto?-.
Pedro casi brincó al escuchar la dulce voz de su esposa, y aunque le repugnaba la idea de voltear a verla lo hizo, y se encontró a una Silvia quien con lágrimas en los ojos se hallaba acostada en el catre, tapando la parte donde anteriormente tenía sus piernas con una sábana.
Contestó asustadamente:
-¿Y tú, porque nunca me dijiste que eres una bruja?-.
Ella le contestó tristemente:
-¿Me hubieras querido por igual si lo hubieras sabido?-.
Él no supo que contestar, por lo que ella prosiguió:
-Siempre he estado contigo como lo haría cualquier mujer que ama a su marido; y ahora tú me has hecho daño, un daño irreparable-.
Mientras Pedro iba recuperando el valor, comenzó a interrogarla:
-Siempre me han dicho que las brujas son malas y que se deben destruir; jamás me imaginé que tú serías una de ellas. ¿Naciste como una bruja o eres víctima de una maldición?-.
Silvia sin dejar de llorar comenzó su explicación:
-Vengo de una estirpe de brujas que han heredado su poder desde hace muchas generaciones; desde pequeña supe que había algo diferente conmigo y cuando tenía diez años mi abuela y mi madre quienes también son brujas me explicaron mi condición. Me dijeron que dentro de mí había un poder como el que ningún ser humano ha soñado siquiera con tener; me platicaron que es algo que traemos en la sangre, por lo que desde que nací soy bruja y que ellas me iban a enseñar a controlar mis poderes pero como yo nunca quise hacerle daño a nadie, me alejé de ellas para siempre pues quería vivir una vida normal-.
Pedro quiso saber más:
-¿Nunca le has chupado la sangre a alguna persona?-.
Ella dijo lacónicamente:
-Jamás, he preferido acostumbrarme a alimentarme como la gente normal, a pesar de las ansias que he tenido de dejar salir mi propia naturaleza en contra de la cual me he rebelado toda mi vida-.
Su marido trató de justificarse diciendo:
-Pues a mí siempre me han dicho que las brujas son malas y que acabar con ellas-.
Ella solo exclamó:
-¿Alguna vez te he lastimado?-.
Pedro bajó la mirada avergonzado, pero entonces volvió al ataque:
-Pero si dices que siempre has estado en contra de ser bruja, ¿Por qué ahora cambiaste de opinión?-.
Silvia se limpió los llorosos ojos con un raído pañuelo y explicó:
-Todo lo hice por ti-.
Su marido casi brincó de la impresión y gritó:
-¿Por mí? ¿Acaso has ido a matar gente solo por mí?-.
Ella lentamente prosiguió:
-No, ya te dije que yo jamás lastimaría a nadie. Lo que pasa es que uno de los poderes que tenemos las brujas es recorrer grandes distancias que a cualquier ser humano normal le tomarían días, pero que nosotras lo podemos hacer en minutos. Conozco un lejano cerro en cuyo interior hay oro, pues me he dado cuenta que eso es muy importante para ti; la riqueza-.
Para decepción de Silvia, en cuanto escuchó la palabra oro, Pedro puso más atención y de forma precipitada preguntó:
-¿Y lo encontraste?-.
Ella solo contestó:
-Mira debajo de la cama-.
El ansioso hombre inmediatamente se arrodilló bajo el catre y extrajo un saco de lona negro; lo jalo con gran dificultad pues pesaba demasiado y cuando lo tuvo frente a él, lo abrió desesperadamente para meter la mano y sacar el contenido.
Los ojos se le iluminaron al contemplar los grandes pedazos de oro del tamaño de la palma de su mano; reflejaban tanto la luz del sol que incluso lo cegaban al seguir admirando el valioso metal.
Casi no escuchó cuando a su esposa cuando ésta dijo suavemente:
-Y ahora lo has echado todo a perder-.

Pedro salió de su pobre vivienda para tratar de aclarar sus ideas.
Le emocionaba saber que ahora era rico, pero le asustaba la manera como había conseguido su tesoro, aparte de que no sabía a qué se refería Silvia cuando le dijo que las cosas habían salido mal; pensó que tal vez el oro se desvanecería en el aire, por lo que entró rápidamente y volvió a abrir el saco, confirmando que su riqueza seguía ahí y cuando volteó para obtener más información de su esposa, vio que ésta respiraba con dificultad y que estaba prácticamente bañada en sudor; el líquido era tan abundante que el catre a todo su alrededor se encontraba empapado de él. Cuando volteó a ver su cara, Silvia lo miró tristemente y solo musito: “Te amo”, mientras que su respiración se iba deteniendo lentamente.
Cerró los ojos y se quedó inmóvil.
         El ahora viudo no sabía si sentirse culpable de lo que le había hecho a Silvia o sentirse aliviado de haber acabado con una bruja; después de todo ellas son malas ¿O no? Incluso racionalizar el hecho pensando que le había hecho un favor a la gente al acabar con un ser maligno y lo más excitante de todo: ahora ya tenía la riqueza que siempre había estado buscando.
         Decidió lo que tenía que hacer; levantó el pesado saco y sin cargar siquiera con su ropa, salió de su casa. Una vez fuera, tomo dos montones de hierba seca para encenderlos y los arrojó sobre del techo de su antigua morada; inmediatamente ardió con sus pocas pertenencias dentro y lo más importante, con el cuerpo de su fallecida esposa.
         Vio quemarse la estructura por algunos segundos, para después colgarse dificultosamente el saco en su hombro derecho y echarse a caminar por la vereda que iba rumbo hacia la ciudad de Guadalajara.
         Mientras caminaba iba haciendo planes para el tesoro recién adquirido; llegó un momento en que el dolor de haber perdido a Silvia le pareció algo muy lejano, como si formara parte de una vida pasada de la cual no quería acordarse jamás, por lo que desechó dichos pensamientos y siguió planeando su nueva existencia.
         Caminaba alegremente pensando en los hijos que iba a tener con su nueva esposa, la cual debía de ser una joven de buena familia; alguien digna para un potentado como el que él estaba destinado a ser; se sentía tan poderoso mentalmente que hasta el cuerpo era más fuerte, ya que el saco que contenía su fortuna ahora le pesaba menos.
Pensó en los nombres de sus futuros cuatro hijos que pensaba tener, los cuales no sufrirían la pobreza que le había acompañado durante toda su vida mientras notaba que el saco le pesaba menos.
Contaba las cabezas de ganado que iba a comprar con su oro; tendrían que ser de la mejor calidad pues quería poseer un rancho donde pasar el tiempo contemplando sus fastuosas posesiones mientras el saco le pesaba menos.
Pensaba en el fino caballo con el que se pasearía por las calles de Guadalajara saludando a sus nuevos vecinos quienes al verlo pasar incluso se quitarían el sombrero en señal de respeto para saludarlo, mientras él de manera magnánima les arrojaría dinero a los desharrapados niños quienes se pelearían entre ellos para ganar las monedas arrojadas mientras el saco le pesaba menos.
         De repente pensó que no era normal el cambio de peso de su carga, por lo que sintió como una atormentadora angustia le iba naciendo en su corazón; no quería mirar dentro, pero sabía que tenía que hacerlo, por lo que se alejó del camino y dejo caer el ahora ligero saco bajo la sombra de un árbol.
Se hincó lentamente frente a él mientras un sudor frio comenzaba a bajarle por su espalda, empapándole la vieja camisa que usaba y desató la cuerda que aprisionaba el saco, mientras respiraba violentamente.
         Presa del pánico buscó en el interior para sacar el contenido esperando ver el oro que había contemplado anteriormente.
Lo único que sus manos encontraron fueron unos huesos humanos.

Completamente carbonizados.