domingo, 1 de noviembre de 2020

LA AMANTE SOLITARIA

         En la universidad donde estoy estudiando conocí a un chico del cual, con el paso del tiempo, nos hicimos amigos hasta el punto de hacernos inseparables; Alberto y yo andábamos juntos por todas partes, desde ir a los antros cerca de la escuela, asistir a conciertos y cuando alguno de los dos tenía alguna compra que realizar, el otro siempre lo acompañaba.

         Alberto, a diferencia de mí, que vivo en la Ciudad de México, venía de las afueras de la misma ciudad; eso no era obstáculo para que siempre acudiéramos a las mismas fiestas y lugares, pues en varias ocasiones, después de la juerga, él se quedaba en mi casa o yo me quedaba en la suya.

         Estábamos por terminar el periodo que estábamos cursando, por lo que esperábamos con ansia el periodo vacacional de fin de año, pues aunado a nuestras arduas obligaciones escolares, sufríamos de los fríos decembrinos que ya se sentían en el ambiente.

         Una gélida mañana estaba yo en los jardines de la universidad tratando de estudiar para un examen, tiritando del frío y maldiciendo a todas las autoridades escolares, pues la biblioteca que normalmente utilizaba para el repaso de mis apuntes, estaba en remodelación.

         Me subí el cierre de mi gruesa chamarra para intentar calmar mi congelamiento, cuando sentí una mano extremadamente fría en mi cuello que me provocó un sobresalto; me levanté rápidamente y cuando volteé, me di cuenta con alegría que la helada extremidad que me había tocado era la mano de Alberto y antes de que dijera algo, mi amigo exclamó:

         -¿Qué onda Valentín? Brincaste como si debieras algo-.

         Ambos reímos y nos dimos la mano, practicando nuestro personal saludo, mientras le contestaba:

         -Es que ya no aguanto este maldito frío; estos últimos días me la paso contando incluso las horas para que ya termine el cuatrimestre-.

         Él hizo una mueca de desagrado y gimió:

         -No eres el único; todos estamos igual-.

         Y añadió, sentándose a mi lado:

         -Estaba pensando si estas vacaciones haríamos el acostumbrado viaje de fin de cuatrimestre-.

         Ahora yo fui el que dijo a manera de queja:

         -Suena bien, pero como te había platicado, no me he podido reponer de lo que pagué de los exámenes extraordinarios del anterior cuatri; el aguinaldo que me van a dar en mi trabajo no me alcanzará para gran cosa-.

         Alberto me secundó:

         -Yo estoy igual, por eso estaba pensando en alternativas-.

         Como mi amigo siempre había sido más aventurero que yo, lo que me dijo no me sorprendió; sabía que con él nunca faltaban opciones de diversión, por lo que sonreí y le pregunté:

         -¿Y que tiene pensado el maestro y amo de las artes del sano esparcimiento?-.

         Él se carcajeo y dijo:

         -No seas barbero; ya sabes que en todos mis planes estás incluido-.

         Y completó:

         -Y no solo tú-.

         Mi sonrisa se hizo más amplia y cuestioné emocionado:

         -¿A dónde vamos a ir y con quién?-.

         Cruzó los brazos para protegerse del frío y comenzó a explicar:

         -Tengo un tío que tiene una casa en las afueras del estado de México; no la habita, pero está en muy buenas condiciones porque la renta en los veranos a los visitantes de ese lugar. Después de mucho rogarle me la prestó por una semana con la condición de que tengamos cuidado y no rompamos nada-.

         Dado que por nuestra economía no podíamos estar de remilgosos, pensé que era una buena idea, por lo que no protesté, pero en eso recordé sus otras palabras y le dije con malicia:

         -¿Y quiénes serán nuestros acompañantes?-.

         Alberto rio fuertemente, llamando la atención de los demás estudiantes que pasaban frente a nosotros y contestó:

         -No son “ellos”; soy de mente abierta, pero me siguen gustando las mujeres-.

         Sabía por dónde iba a la cosa, pero quise confirmar:

         -¿Entonces?-.

         Alberto guardó un silencio lleno de suspenso y dijo:

         -Convencí a Karen y a Adriana para que nos acompañaran-.

         Inmediatamente sentí como me brincaba el corazón de la emoción, pues las chicas a las que se referían eran un par de estudiantes también de la universidad, amigas entre sí, con las cuales pretendíamos ser más que amigos, pero hasta la fecha no habíamos tenido éxito.

         Lo cual podía cambiar durante este viaje.

         Casi grité emocionado:

         -Pues esto promete ¿Eh?, y más tomando en cuenta que donde me dices que está la cabaña, hace más frío que aquí por lo que podemos compartir habitaciones con las chicas y tal vez “algo más”-. Dije recalcando esto último.

         Alberto rio y comentó:

         -Más o menos; la casa sí está alejada de la civilización y solo la rodean los cerros y la vegetación del lugar, pero no vamos a llegar a dormir en una tienda de campaña, porque la casa está construida como cualquiera de por aquí; tiene todos los servicios, agua, luz e incluso internet-.

         Y para consolarme finalizó:

         -Pero ya veremos cómo nos las arreglamos con las damas-.

 

         Una vez que terminamos el periodo de estudio, preparamos todo lo necesario para el viaje, por lo que, a mediados de diciembre, los cuatro chicos y chicas nos dirigimos emocionados a nuestro desino de descanso, pensando en todo lo que nos íbamos a divertir, sin saber que este viaje cambiaría por completo nuestra percepción de la vida.

         Como me había dicho Alberto, al llegar a la casa, contemplamos que ésta era como cualquier otra, pues estaba construida con tabiques y cemento; contaba con dos recámaras, una cocina y una estancia. Al fondo del enorme terreno donde se encontraba, había una pequeña vivienda donde su tío guardaba herramientas y cosas inservibles, mientras que toda la edificación se hallaba rodeada de una alambrada de aproximadamente dos metros y medio de alto.

         En general estaba muy bien e incluso se veía atractiva, dado el estilo campirano con el que había sido diseñada.

         Incluso nuestras acompañantes estaban encantadas con el lugar.

         En cuanto bajamos del coche del papá de Alberto, Karen exclamó:

         -¡Qué bonita casa; pensaba que íbamos a llegar a una especie de cabaña, pero esto está mucho mejor!-.

         Mi amigo dijo con arrogancia:

         -Para que vean; tengo buenos contactos para tener unas buenas vacaciones-.

         Comenzamos a bajar lo que habíamos llevado; comida, ropa abrigadora y lo más importante: varios paquetes de cerveza.

         Cuando entramos a las primeras habitaciones pudimos comprobar que la casa era muy cómoda, pues los muebles estaban en muy buen estado y todo se veía limpio, pues el tío de Alberto contrataba a uno de los lugareños para que hiciera regularmente la limpieza.

         Como salimos a media tarde de la ciudad, cuando terminamos de instalarnos en la casa ya era completamente de noche; nos sentamos en la sala para descansar del trayecto y Adriana, quien había salido para explorar la parte exterior, entró y comentó con voz seria:

         -La casa está muy bonita, pero ahorita que ya oscureció, lo alrededores se ven muy lúgubres-.

         Guardó silencio unos instantes hasta que se animó a preguntar:

         -Por lo regular todos estos lugares guardan muchos misterios. ¿No espantan aquí?-.

         Alberto dijo tranquilamente:

         -Sí; en el patio se aparece una mujer por las noches-.

         Inmediatamente Karen brincó y casi gritó:

         -¡No digas tonterías, tan bien que estábamos hasta ahorita, como para que nos asustes con cosas así!-.

         Como mi amigo no contestó nada, yo dije para aliviar la tensión del ambiente:

         -Bueno; cenamos y nos vamos a dormir para levantarnos temprano y ver cómo podemos pasar estos días de la mejor manera-.

 

         Después de una opípara cena, nos fuimos a nuestras respectivas habitaciones; cada una de ellas contaba con dos camas, por lo que yo reposaba en la mía, mientras Alberto curioseaba su cuenta de Facebook en su celular, hasta que lo interrumpí para decirle:

         -Oye; eso que les dijiste a las chicas de la mujer que se aparece. ¿Lo hiciste para que tangan miedo y terminen durmiendo con nosotros?-.

          Alberto, sin dejar de contemplar la pantalla de su teléfono, comentó:

         -Tú sabes que nosotros no somos abusivos con las chavas; si algo se va a dar entre ellas y nosotros, será porque ellas así lo quieren. Sí utilizamos algunos trucos como todos los hombres para acelerar las cosas, pero a final de cuentas no las queremos para un rato, sino para una relación-.

         Apagó su aparato y mirándome directamente a los ojos, dijo con voz seria:

         -Pero lo del fantasma es cierto-.

         Comencé a sentir como si una pequeña espinita se me fuera clavando en el pecho.

         La cual me acompañaría todo el tiempo en los días siguientes.

         Quise aminorar la impresión y reclamé:

         -Pues mira, yo no creo en esas cosas; nunca he visto un fantasma y no creo que cuando una persona se muera, ande vagando entre nosotros para hacernos ¡Bu! Porque eso se me hace ilógico-.

         Y acabé diciendo con un tono inseguro:

         -¿O tú la has visto?-.

         Mi acompañante medio sonrió y contestó:

         -Haberla visto no; pero sé que la leyenda existe y que algunas personas se lo llegaron a comentar a mi tío. No todos los que han venido aquí la han visto; no sé si solo algunos tienen la facultad de ver aparecidos, pero algunos miembros de mi familia comentan de cosas “raras” que ocurren aquí-.

         No sabía si enojarme con él, por lo que mi voz sonó muy dura al preguntar:

         -¿Y si sabías eso por qué no me lo dijiste antes de venir aquí?-.

         Alberto dijo a manera de disculpa:

         -Porque tú mismo me acabas de decir que no crees en esas cosas y como yo nunca he visto nada, no le di importancia-.

         Y de manera conciliadora, completó:

         -Duérmete y mañana en el día les platico la historia a todos-.

         Intenté hacer lo que me dijo mi amigo, pero fue punto menos que imposible.

         A diferencia de las grandes ciudades, donde en todo momento se escuchan los sonidos propios de las grandes urbes, en el campo todo está molestamente callado; escuchaba algunos ruidos que identificaba como propios de la naturaleza, pero dado el silencio reinante del lugar, cuando se oía el ulular del viento en las ramas de los árboles cercanos, mi imaginación se disparaba.

         Y más después de escuchar lo que había dicho Alberto.

 

         Al otro día me levanté de mal humor por la falta de sueño, pero después de desayunar, nos fuimos todos a un lugar cercano donde rentaban caballos, por lo que mi ánimo mejoró.

         Prácticamente todo el día lo pasamos fuera, pues después del paseo a caballo, nos fuimos a un mercado de artesanías que estaba como a media hora de trayecto; curioseamos y comimos ahí mismo, regresando a media tarde.

         Alberto y yo sacamos unas sillas y nos sentamos los cuatro en el patio, pues afortunadamente no hacía mucho frío. Contemplamos en silencio los árboles plantados en la vivienda, hasta que Karen dijo:

         -¿Estos árboles son frutales?-.

         Mi amigo contestó:

         -Sí; todos ellos dan fruta, pero por la temporada de frío, ahorita no se encuentra casi nada-.

         Adriana se acercó a un árbol que estaba al fondo del enorme patio, seguida por los demás y cuando llegó a él, dijo molesta:

         -El único que podría dar algo es este naranjero, pero las naranjas se ven muy chicas e incluso tienen un aspecto oscuro, como si estuvieran podridas; debe ser por el frío-.

         La sangre se nos heló en las venas, cuando mi amigo exclamó:

         -Lo que pasa es que aquí es donde se aparece la mujer que les había dicho-.

         Adriana, quien estaba tocando una de las ramas, inmediatamente apartó la mano asustada, mientras Karen reclamaba:

         -¡Ay! Tan bonita que está la casa y ahora nos sales con esto-.

         Yo trataba de aminorar el impacto de la noticia diciendo:

         -Bueno, en todos estos lugares se cuentan cosas así; es parte de la cultura de los pueblos antiguos y la idiosincrasia de los lugareños-.

         Pero ni yo mismo lo creía.

         Y los demás tampoco, pues nadie dijo nada, por lo que solo nos dedicamos a contemplar el árbol, el cual se levantaba tristemente a unos dos metros del suelo. Efectivamente, las pequeñas y escasas naranjas que sobresalían de las ramas se veían de color oscuro, así como las hojas, que estaban carcomidas y mostraban una tonalidad grisácea.

         Sentimos como una enorme melancolía nos invadía, por lo que Alberto dijo seriamente:

         -Mejor regresamos a la casa-.

        

         El resto del día lo pasamos con aspecto serio, pues todos sentíamos lo mismo; no era miedo de que pudiera haber algo fuera de este mundo, sino que estábamos invadidos por una enorme congoja, como si en ese lugar hubiera ocurrido algo extremadamente triste.

         En los siguientes tres días tratamos de olvidar lo que nos había contado Alberto, por lo que pasábamos el tiempo lo mejor que podíamos, divirtiéndonos en lo que fuera; explorando los alrededores, yendo a comer donde se pudiera y al final del día nos dedicábamos a jugar juegos de mesa, tomábamos algunas cervezas o simplemente platicábamos entre los cuatro, notando con satisfacción de parte de mi amigo y de mí, que cada vez nos sentíamos más unidos a las chicas.

         Lo malo eran las noches.

         Cada que me iba a dormir, inmediatamente me sentía atormentado de los extraños ruidos que se escuchaban, desde pasos fuera de la casa, sollozos lejanos e incluso gemidos; en un par de ocasiones cuando estaba a punto de dormir, en medio de la somnolencia creía incluso ver una sombra que pasaba enfrente de la ventana de nuestra habitación. Trataba de achacarlo a lo influenciado que estaba por el relato de Alberto y me confundía el hecho de que al parecer era el único al que le pasaba todo esto, pues por las mañanas todos los demás se levantaban sonrientes y de buen humor.

         Pero aún faltaba algo más.

         A la siguiente noche cuando nos fuimos a dormir, una vez más comencé a sentir la pesadez y angustia de las noches pasadas; en esta ocasión, pude dormirme inmediatamente, pero solo para verme atacado de horribles y desconcertantes pesadillas.

         Soñaba que una mujer extremadamente hermosa de pelo negro y piel morena se hallaba sentada en una de las ramas del naranjero y mientras degustaba una jugosa naranja, me miraba con una cálida sonrisa y me invitaba a acompañarla, pero en cuanto me acercaba, el árbol crecía más y más; lo escalaba desesperadamente mientras ella reía burlona al contemplar como nunca la alcanzaba, hasta que desesperado, me agarré de una rama, rompiéndose ésta y cayendo al vacío. Cuando llegaba al suelo, este se convertía en un mar de lodo, desde donde yo aterrado, intentaba salir sintiendo la humedad de éste y como un inmenso frío me abrazaba, sin dejar de escuchar las infernales carcajadas.

         Sentía cada vez más frío, hasta que las risas se convirtieron en un tono masculino que yo conocía muy bien.

         Era Alberto, quien gritaba:

         -¡Valentín, Valentín!-.

         Cuando recuperé la conciencia, inmediatamente noté extrañado que debajo de mí no estaba la suavidad de mi cama, sino la dureza del piso de tierra.

         El alma se me cayó al suelo al darme cuenta donde me encontraba.

         Estaba acostado al pie del árbol de naranjas.

         Me incorporé asustado mientras veía a Alberto y le preguntaba:

         -¿Qué pasó; como llegué aquí?-.

         Mi amigo, más espantado que yo, gritó:

         -¿Y cómo voy a saberlo yo animal? Me desperté cuando amaneció y como no te vi en la cama salí y fue cuando te encontré en este lugar-.

         Nos quedamos en silencio, mientras tratábamos de entender que había sucedido. Alberto me ayudó a levantarme por completo y me dijo preocupado:

         -Mejor no le decimos a las chicas lo que pasó-.

         Y regresamos a la casa sin decir una palabra más.

 

         Aún faltaba la aterradora conclusión.

         Pasamos el día con nuestras compañeras de paseo divirtiéndonos lo mejor que podíamos, pero había momentos en que las miradas de Alberto se cruzaban con la mía, contemplándonos con complicidad, pues ambos nos sentíamos asustados por lo que había sucedido.

         Para mi temor, llegó la siguiente noche durante la cual, después de cenar, nos pusimos a jugar un juego de mesa; casi había olvidado los sucesos de la noche anterior, cuando sonó un aterrador trueno que hizo que Karen soltara los dados que tenía en la mano y gritara asustada:

         -¿Qué fue eso?-.

         Adriana sonrió y dijo burlonamente:

         -Es un trueno de esos que suenan antes de llover. ¿No los conocías?-.

         Karen dijo con un tono tétrico:

         -En Diciembre no llueve-.

         La sonrisa de Adriana se congeló en sus labios, y fue cuando todos escuchamos el sonido de la lluvia.

         Los demás se quedaron extrañados, pero yo comencé a temblar, pues presentía que algo estaba por ocurrir.

         Y no era precisamente algo bueno.

         Alberto comentó:

         -Bueno, bueno; es una lluvia atípica, así que sigamos jugando-.

         Pero en eso se escuchó otro trueno, aún más fuerte que el anterior, lo que provocó que el agua cayera más estrepitosamente.

         Intentábamos seguir jugando, sintiendo como el ambiente se tornaba más y más pesado, cuando el viento comenzó a ulular en los árboles de afuera hasta que el ruido se hizo insoportable, por lo que Karen exclamó:

         -Yo creo que mejor nos vamos a acostar porque esto se…-.

         No pudo terminar la frase, pues sonó un trueno que parecía que se había producido dentro de la casa y que hizo estallar el vidrio de una de las ventanas, provocando que las chicas gritaran asustadas ocultándose debajo de la mesa donde teníamos el tablero de juego.

         Alberto y yo no sabíamos que hacer, si consolar a las mujeres que habían comenzado a llorar presas del miedo o tratar de tapar la abertura de la ventana; me decidí por esto último, pero cuando intenté acercarme sonó otro relámpago que abrió violentamente la puerta mientras yo sentía como si una fuerza descomunal, me arrojaba hacia atrás, cayendo de espaldas en la alfombra.

         Mis acompañantes se levantaron y Adriana gritó:

         -¡Vámonos de esta casa, porque si está embrujada!-.

         Alberto dijo angustiado:

         -¿Y cómo vamos a irnos en medio de la tormenta?-.

         Efectivamente; lo que había comenzado como una lluvia, ahora se había convertido en una tempestad.

         Karen lloraba mientras decía:

         -¡Por favor, que alguien cierre la puerta!-.

         Me levanté trabajosamente para hacer lo que decía, pero cuando llegué a la entrada, con espanto me di cuenta que afuera en medio del estruendo de la lluvia se escuchaban unos tristes sollozos.

         Pensé que me estaba volviendo loco, por lo que volteé hacia los demás y pregunté desesperado:

         -¿Escuchan eso? Alguien llora allá afuera-.

         Me di cuenta que los demás también escuchaban ese macabro sonido, pues Adriana se tapó los ojos mientras gritaba:

         -¡No; yo no escucho nada, nadie escucha nada; vámonos de aquí por favor!-.

         De repente, sin saber por qué, salí de la casa.

         Escuché como Alberto me gritaba que regresara, pero algo más fuerte que yo me impulsaba a avanzar más y más.

         Iba en dirección al árbol de naranjas.

         Intentaba caminar en medio del aterrador viento, tratando de ver entre la lluvia que caía copiosamente por todo el lugar y cuando estaba como a tres metros, un rayo cayó, alumbrando el árbol.

         Había una figura debajo de él.

         Sin importarme nada, seguí caminando mientras, sin dejar de llover, el viento se detuvo.

         Cuando estuve como a un metro de la extraña aparición, me detuve.

         Pensé en decir algo, pero en eso escuché a mis espaldas:

         -¡Ave María purísima!-.

         Alberto y las chicas me habían seguido y se mantenían a la distancia.

         Mi amigo gritaba:

         -¡Por amor del cielo Valentín; no te acerques!-.

         Yo solo contemplaba al ente que estaba parado frente a mí y que era alumbrado por la débil luz que llegaba de la casa.

         Traía un rebozo descolorido que tapaba una larga cabellera oscura y que caía sobre de un vestido viejo y raído.

         Lo más aterrador era que, a pesar de la violenta lluvia, la ropa de la mujer estaba completamente seca.

         Pero toda la figura estaba cubierta de tierra.

         Desoyendo las angustiadas advertencias de mis amigos que no paraban de gritarme, me acerqué aún más, intentando ver la cara de la enigmática mujer, pero solo podía apreciar la oscuridad; cuando llegué frente a ella, su cabeza se inclinó hacia el suelo.

         Sabía lo que tenía que hacer.

         Me hinqué en el lodo y con mis dedos comencé a escarbar desesperadamente, mientras escuchaba como Alberto exclamaba:

         -¡Pero qué diablos…!-.

         Yo no decía nada, no escuchaba nada, no pensaba nada.

         Era como si dentro de mí una voz me ordenara:

         “Escarba”.

         No supe en qué momento se me unió Alberto, quien había ido al fondo de la casa para sacar un par de palas; seguimos cavando, bañados con el agua de la lluvia y del lodo, mientras las chicas nos observaban, abrazadas y aterradas.

         No sabía que buscábamos, pero lo sabría cuando lo encontrara.

         Mi pala tocó algo más duro que el lodo, por lo que solté la herramienta y volví a escarbar con las manos angustiadamente; era un objeto redondo y cuando le quité toda la tierra que pude, un relámpago alumbró el lugar mostrándome lo que ya sospechaba.

         Era un cráneo humano.

         Lo contemplé sintiendo como si toda la tristeza y vergüenza del mundo se acumulara en mi interior.

         Comencé a llorar, confundiéndose mis lágrimas con la lluvia mientras me preguntaba cuanta maldad debía tener una persona como para enterrar a alguien de esa manera.

         Levanté la mirada y con temblor en la voz le pregunté a la macabra figura:

         -Esta eres tú ¿Verdad?-.

         La imagen frente a mí simplemente movió la cabeza afirmativamente.

         Quise preguntar, pero lo que dije me salió más como una afirmación:

         -No puedes descansar hasta que lleven tus restos a un lugar santo-.

         Tronó un enceguecedor relámpago que nos hizo cerrar los ojos a todos y cuando los abrimos, la mujer se había ido.

         Y entonces, dejó de llover.

         Las chicas se acercaron para asomarse a la abertura que habíamos cavado Alberto y yo, compartiendo mi tristeza, lo cual trajo un poco de consuelo a mi alma.

         Todos llorábamos, hasta que mi amigo, limpiándose los ojos, salió de la hondura y dijo:

         -Voy a llamar a mi tío-.

 

         En menos de una hora, la casa se llenó de una multitud de gente; junto con el tío de Alberto llegaron las autoridades del lugar, las cuales escarbaron a fin de sacar el cuerpo completo mientras un sinfín de lugareños, que no sé cómo se enteraron del suceso, se arremolinaban alrededor del hoyo, apenas dejando espacio para que los forenses pudieran trabajar.

         Nosotros estábamos en primera fila abrazando a las chicas, quienes también contemplaban la inusual escena, hasta que sentimos empujones a nuestras espaldas y cuando volteamos, vimos cómo la gente le abría paso a un hombre como de mil años de edad, quien avanzaba trabajosamente con un bastón en cada mano.

         Cuando llegó frente a mí, me preguntó ansioso:

         -¿Tú la encontraste?-.

         Yo solo moví la cabeza de arriba hacia abajo, lentamente.

         Me agarró el brazo con una de sus temblorosas manos y exclamó:

         -¿Cómo estaba vestida?-.

         Cuando le dije, el anciano cerró los ojos y suspirando dijo:

         -Sí; sí es ella-.

         El tío de Alberto intervino:

         -¿Usted la conocía?-.

         Todos guardaron un silencio sepulcral para escuchar el relato del viejo, quien trabajosamente comenzó a hablar.

         “Se llamaba Jacinta y era la mujer más hermosa de esos tiempos; tenía una sonrisa radiante y mirada limpia, así como un carácter tan dulce que hacía que todo mundo la apreciara. Cuando cumplió dieciséis años don Fermín, el cacique del lugar, la sedujo con la promesa de matrimonio, por lo que ella le entregó su corazón y su cuerpo. Cuando él no cumplió su juramento, ella vino a reclamarle y nadie más la volvió a ver. Todos sospechamos que él la había matado, pero como jamás se encontró su cuerpo no se pudo hacer justicia, por lo que la familia de Jacinta se fue del lugar y ya no supimos más de ellos.”

         Todos bajaron la cabeza, tristes y asombrados de lo que acababan de escuchar, hasta que Karen cariñosamente le preguntó al anciano:

         -Usted la conocía muy bien ¿Verdad?-.

         El señor enjuagó una tímida lágrima y contestó:

         -Yo estaba enamorado de ella-.

         Y soltando los bastones, se inclinó con mucho esfuerzo a la orilla del hoyo y exclamó:

         -Ahora ya podrás descansar en paz Jacinta; yo me encargaré de eso-.

         E hizo la señal de la cruz con su mano derecha.

         La policía investigó con los habitantes del lugar para corroborar la historia del anciano y cuando se dieron por satisfechos le entregaron el cuerpo, por lo que él mandó abrir una fosa en el panteón de la localidad y organizó una misa de cuerpo presente, a la cual acudieron absolutamente todos los habitantes del pueblo, incluidos nosotros.

 

         Lo último que me platicó Alberto al respecto fue que, a partir de esa ocasión, la mujer jamás volvió a aparecerse en ese lugar. Por su parte, el árbol anteriormente deteriorado, ahora florece resplandeciente, irguiéndose orgulloso en el patio de la casa, brotando de él unas enormes naranjas tan deliciosas como nadie había probado jamás.

         Lo sé, porque cada fin de año le rento la casa a su tío por un par de días y la visito yo solo.

 

         Me encantan esas naranjas.