Manolo
y yo habíamos sido amigos desde la primaria hasta la universidad, por lo que
nos encantó la idea de trabajar en la misma empresa.
Como
todos los amigos, teníamos algunos gustos que diferían entre sí, como nuestros
equipos de futbol favoritos, pero en muchas otras cosas, nos aficionábamos en
lo mismo.
En
especial la arqueología.
Nos
emocionaban en especial las pirámides que habían sido levantadas por nuestros
antepasados, por lo que siempre que había una exhibición de la cultura azteca,
maya o de cualquier otra de aquellos tiempos, inmediatamente íbamos a verla,
pasando horas en los museos, contemplando las reliquias antiguas, hasta que
casi nos echaban a patadas al final del horario.
Ni
que decir de las zonas arqueológicas, pues habíamos ido en incontables
ocasiones a Teotihuacán, el Templo Mayor, entre muchos otros lugares donde se
encuentran vestigios prehispánicos alrededor de la ciudad de México.
Obviamente,
ninguno de los dos había cursado estudios formales al respecto; simplemente lo
considerábamos una afición, como quien colecciona playeras de equipos de futbol
o es aficionado a las exhibiciones de coches.
Hasta
que nos dimos cuenta que nuestro hobby era más peligroso que los coches.
Estaba
yo viendo pasar el tiempo restante para salir de la oficina una aburrida tarde
de martes, cuando entró Manolo de forma sigilosa, pues no noté su presencia
hasta que sentí una mano que se aferraba fuertemente a mis espaldas.
-¡Qué
pasó Bernardo; a qué se dedica el contador más inútil de esta empresa!-.
Prácticamente
brinqué en mi silla, por lo que solo atiné a reclamar:
-¡Pedazo
de idiota; estuve a punto de golpearte!-.
Manolo
dijo relajadamente:
-Pues
mira, con lo que vengo a decirte en lugar de golpearme, me vas a abrazar-.
Y
empujándome para sentarse en mi silla, abrió google maps, mientras explicaba:
-¿Te
acuerdas que hemos platicado que hay incontables zonas arqueológicas que
todavía no se han descubierto?-.
Continuó:
-Y
me acuerdo que decías que sería fantástico encontrar una zona desconocida-.
Sin
convencerme del todo, protesté:
-Pero
para eso se requieren más estudios de arqueología, y ni tú ni yo llegamos a
tanto; ¿Qué posibilidades hay de que un par de aficionados como nosotros
encuentren algo así?-.
Manolo
dijo triunfalmente:
-Después
de lo que te diga, te darás cuenta que muchas-.
Comencé
a sentir curiosidad y exclamé:
-A
ver; ¿De qué estás hablando?-.
Manolo
dejó de contemplar la pantalla de mi computadora y girando hacia mí, me dijo
confiadamente:
-¿Recuerdas
al guía que una vez nos platicó que había muchos pueblitos en todo el país,
donde se encuentran reliquias prehispánicas, pero la gente no le avisa a las
autoridades por miedo a que les expropien sus casas, y que mejor se dedican a
vender lo que encuentran de manera clandestina?-.
Hice
memoria y contesté:
-Sí
me acuerdo, pero en realidad lo que encuentran son ollitas de barro y pequeños
idolitos; nada del otro mundo-.
Manolo,
quien seguía sentado cómodamente en mi silla, se reclinó en ésta, y mientras
cruzaba una pierna sobre la otra, entrelazó las manos en su nuca y dijo con
tono triunfal:
-Pues
yo encontré una pirámide-.
Cuando
pude hablar contesté emocionado:
-¿De
verdad? Imagínate, visitar un lugar tan antiguo y ser las primeras personas que
pisan un lugar así, después de cientos de años de estar abandonado-.
Manolo
sonrió satisfecho de mi respuesta y comentó:
-Efectivamente;
seremos los primeros en entrar ahí-. Hizo una dramática pausa y añadió con orgullo.
-¿Quién sabe? A lo mejor y hasta le ponen nuestro nombre-.
Ahora
yo reí a carcajadas y repliqué:
-Pues
a menos que te llames Quetzalcóatl o algo así, lo dudo mucho-.
Mi
amigo ya no contestó y volvió su atención a la pantalla, por lo que yo me
incliné sobre su hombro derecho y empezó su explicación:
-Como
verás por la dirección que puse en maps, es un pequeño pueblo que está a las
afueras del Estado de México; ya hemos andado por ahí en otras ocasiones por lo
que sabemos que efectivamente, hay vestigios arqueológicos sin importancia,
pero según mis fuentes, hay algo más grande-.
Puso
la opción de vista aérea en la pantalla y comenzó a mover el cursor sin dejar
de hablar:
-Aquí
se alcanza a ver una pequeña casa que está más alejada de las demás, por lo que
está abandonada; conseguí que un lugareño nos diera acceso y de ahí nada más es
cosa de encontrar nuestro destino-. Finalizó con gesto arrogante, mientras se
recargaba en la silla, entrelazando los dedos de ambas manos en su nuca.
Me
le quedé contemplando todavía incrédulo:
-¿Y
así nada más? Pero si es una casa como las demás-. Señalé la pantalla y
continué. –Además; del otro lado no hay más que vegetación y cerros, ¿Cómo me
dices que ahí hay una pirámide?-.
Manolo
sonrió confiadamente y contestó:
-Tú
confía en mí; ¿Alguna vez te he fallado?-.
Le
iba a enumerar todas las bromas que me había hecho en el pasado, pero preferí
decir:
-¿Y
cómo te enteraste de que ahí hay una pirámide?-.
Mi
amigo sonrió enigmáticamente y simplemente dijo:
-Es
mejor que no lo sepas-.
El
sábado, después de una noche sin poder dormir de la emoción, me levanté a las
siete para prepararme, pues Manolo había quedado de pasar por mí a las ocho.
Aparte de mi “uniforme” de explorador, consistente en un pantalón tipo cargo
con bolsas laterales, botas de montaña, playera de algodón y un chaleco lleno
de bolsas, llené un morral con un pequeño pico, una lámpara de mano enorme que
me había comprado en alguna ocasión y otras cosas pequeñas. A la hora acordada
llegó Manolo; corrió hacia mi recámara, mientras yo metía varias botellas de
agua a mi morral. Cuando nos vimos, ambos reímos, pues estábamos vestidos
exactamente iguales.
Y salimos alegres por
ir en busca de “nuestra pirámide”.
Tardamos una hora en
atravesar la Ciudad de México hasta llegar al Estado del mismo nombre, mientras
platicábamos de cosas sin importancia, pero cuando comenzamos a avanzar por
caminos de terracería, dejamos de hablar, pues la emoción nos embargaba hasta
el infinito de saber que no faltaba mucho para llegar a nuestra meta. Siempre
auxiliados por el gps de nuestros celulares, avanzamos por una vereda hasta
atravesar el pequeño poblado que habíamos visto en maps, y en pocos minutos
dejamos las casas atrás, para recorrer una larga vereda hasta llegar a la casa.
Bajamos rápidamente
nuestras cosas y nos acercamos a la vieja construcción para contemplarla en
silencio.
Decir construcción era
demasiado, pues en realidad eran paredones que se levantaban trabajosamente del
suelo; la vivienda en sí era muy grande, pero solo algunos cuartos tenían
techos, pues los de la entrada solo tenían frente a sí una reja, unida a un
alambrado.
A pesar de estar
abandonada, la casa no inspiraba temor.
Más bien olía a
tristeza.
Iba a decir algo al
respecto, cuando vimos a un anciano salir de detrás de la casa, por lo que
Manolo sonrió y dijo a modo de saludo:
-Don Anselmo; ya
estamos aquí como quedamos-.
El viejo sin contestar,
sacó una llave y con manos temblorosas por la edad, abrió el candado de la reja
y camino de regreso a la casa, seguido por nosotros.
Como yo iba detrás de
Manolo, le susurré al oído:
-Oye, si la casa está
casi en ruinas, ¿Por qué tiene candado?-.
Mi compañero contestó
con igual tono de voz:
-También pensé lo
mismo; yo creía que simplemente nos iba a indicar el camino a la pirámide-.
Caminamos los tres por
un par de habitaciones, hasta que don Anselmo dijo:
-Hasta aquí es donde
llego yo; ustedes pueden seguir-.
Inmediatamente
repliqué:
-Pero, ¿Cómo vamos a
encontrar… lo que estamos buscando?-.
El viejo exclamó:
-Simplemente sigan
andando a lo largo de la casa y encontrarán el camino-.
Manolo sacó un billete
de alta denominación para entregárselo a nuestro guía y después de que éste se
lo guardó, nos dijo seriamente:
-Nada más les doy un
consejo; tengan mucho cuidado-.
Viendo las
desvencijadas paredes, exclamé:
-Tiene razón; en
cualquier momento parece que la casa se va a venir abajo-.
Don Anselmo contestó:
-No me refería a eso-.
Manolo dijo distraído:
-¿Entonces?-.
El anciano nos vio y
con voz lúgubre dijo:
-Es que aquí espantan-.
Y se dio la media
vuelta, caminando lo más rápido que se lo permitía su pierna lastimada,
mientras Manolo y yo nos veíamos a los ojos, entre asombrados y emocionados por
las palabras del misterioso personaje.
Exclamé:
-Y a todo esto; ¿Quién
es este viejito?-.
Manolo dijo:
-Es un pariente de los
últimos dueños de esta casa-.
Abrí los ojos y
pregunté:
-Y si él también es dueño,
¿Por qué no se viene a vivir aquí?-.
Mi amigo lo pensó unos
instantes y contestó desesperado:
-¡Pues yo que sé!, a lo
mejor no tiene dinero, no le gusta la panorámica o quien sabe!-.
Y comenzó a caminar,
mientras yo repliqué a sus espaldas:
-O a lo mejor sí
espantan-.
Y nos metimos en lo
profundo del lugar.
Caminamos por varias
habitaciones, algunas de las cuales contenían una silla rota por aquí, una
tabla mohosa de madera por allá e incontables bloques de adobe que se habían
caído de las paredes.
¿O alguien las había
tirado?
Cuando llegamos a los
cuartos que sí tenían techo, encendimos nuestras lámparas para seguir
avanzando; a pesar de ser verano, en cuanto entramos en esas habitaciones
comenzó a sentirse un extraño frio en el ambiente. Seguimos caminando hasta que
después de varios metros nos encontramos de frente con algo que nunca nos
hubiéramos imaginado.
Una escalera de piedra
que descendía en medio de la oscuridad.
Volteamos a vernos,
entre confundidos y curiosos.
Hablé, sobresaltándome
del siniestro eco que ocasionaban mis palabras:
-Si lo que buscamos es
una pirámide, ¿Por qué tenemos que ir hacia abajo?-.
Manolo calló unos
momentos y dijo:
-La verdad no lo sé,
¿No será una entrada secreta?-.
No muy convencido,
dije:
-¿No será que vamos a
dar a un refugio o algo así, construido en otras épocas que no sea la
prehispánica? De la revolución o algo así-.
Mi amigo se alumbró su
propia cara y dijo con tono dramático:
-La única manera de
averiguarlo es bajando las escaleras-.
Inmediatamente sentí
como si mi corazón pegara un brinco, pero cuando Manolo pisó los primeros
escalones, lo seguí decididamente, al tiempo que él decía para aligerar el
ambiente:
-Además; recuerda que podemos
encontrar un tesoro-.
Pero antes de darse la
media vuelta, yo reclamé.
-O una momia-.
Y seguimos bajando.
Bajamos por no sé cuánto
tiempo; a veces sentía que me faltaba el aire, por lo que pensaba que estábamos
en lo más profundo de la Tierra, pero tal vez en realidad era producto de la
claustrofobia que comenzaba a atacarme, pues la escalera era tan estrecha que
solo cabía una persona a la vez; los escalones, si bien eran de piedra, algunos
de ellos al pisarlos se desmoronaban, todo lo cual hacía que nuestro descenso
fuera más tardado, el cual era alumbrado por las insignificantes luces de
nuestras linternas, que parecían negarse a participar en los eventos de los que
eran parte, como si la misma luz tuviera miedo de abrazar ese lugar tan
extraño.
Pero lo peor era el
olor.
Desde los primeros
escalones, mis fosas nasales se vieron invadidas por un olor a humedad, lo
cual, en varias ocasiones, me hizo girar mi mirada hacia la entrada de la
escalera, pensando en volver, pero cada vez que volteaba, la luz de dicha
entrada se hacía más y más insignificante, hasta que mis ojos ya no la pudieron
distinguir.
El olor que sentía en
mi nariz comenzó a hacerse insoportable, cosa que también Manolo notó, pues
sacó un pañuelo para taparse la cara, acción que imité, pero de forma inútil,
pues dicha pestilencia atravesaba la delgada tela, provocando que se nos
revolviera el estómago.
Pero había algo más en
ese olor que me provocaba escalofríos; era algo que jamás había palpado mi
nariz en alguna ocasión.
Hasta que lo
identifiqué.
Era el olor del miedo.
Y fue como si todos mis
pensamientos funestos se hubieran liberado de sus ataduras para atormentar mi
cerebro.
¿Qué pasaría si alguno
de los dos cayera por las escaleras y se rompiera un hueso?
Era prácticamente
imposible que el otro lo cargara de regreso.
¿Pedir ayuda?
No tendría yo el
corazón para dejar a Manolo en ese horrible lugar hasta que llegara dicha
ayuda.
Por inercia, saqué mi
celular para comprobar lo que sospechaba.
No le llegaba señal.
En eso pensé:
¿Y si fuera yo el
lastimado?
¿Tendría el valor de
quedarme ahí yo solo hasta que Manolo fuera por los rescatistas?
A pesar del macabro
frío que nos hacía temblar a ambos, mi nuca comenzó a mojarse por unas largas
gotas de sudor que bajaban por toda mi espalda, mientras sentía como me
sofocaba al igual que mi amigo, de quien se escuchaba su respiración
entrecortada.
En eso, otro pensamiento
hizo que mis piernas se me doblaran de la impresión.
¿Y si de verdad ahí
espantaban?
¿Qué era lo que en
realidad nos íbamos a encontrar allá abajo?
Estuve a punto de darme
la media vuelta, cuando escuché la voz de Manolo quien, con un tono de triunfo,
exclamó:
-¡Finalmente
llegamos!-.
Efectivamente; los
escalones se habían acabado.
Bañamos la enorme
estancia con los halos de nuestras linternas, mientras recuperábamos el
aliento; sacamos botellas de agua para tomar desesperadamente de ellas contemplando
un enorme pasillo que se veía en la distancia.
Con cautela, caminamos
por él y recorrimos unos veinte metros, hasta llegar a otra enorme cueva, donde
solo se veían restos de vasijas de barro para disgusto de Manolo, quien
replicó:
-¿Y esto es todo? ¡Vaya
engaño!-.
Iba a hacer una broma
al respecto, cuando mi compañero tensó el cuerpo y exclamó:
-¡Espera! ¿Escuchaste
eso?-.
El alma se me fue a los
pies al oír esas palabras, por lo que aterrado dije:
-¿Escuchar qué?-.
Él contestó:
-¡Shhh!. Escucha-.
Afortunadamente para
mí, seguí sin escuchar nada, pero sabía que mi amigo tenía mejor oído que yo,
por lo que, si decía que había oido algo, era cierto.
Caminó por toda la
cueva, alumbrando las paredes hasta que su lámpara iluminó una enorme piedra
rectangular de aproximadamente uno cincuenta de alto por medio metro de ancho;
inmediatamente corrió hacia ella, seguido rápidamente por mí, pues sentía como
otra vez me invadía mi supuesto espíritu de “arqueólogo”.
Nos inclinamos frente a
la piedra y mientras la alumbraba, Manolo sacó una brocha de su morral y
comenzó a limpiarle la tierra que la cubría.
Le dije emocionado:
-¿Cómo es que no la habíamos
visto?-.
Manolo me vio y
contestó con sorna:
-Si con trabajos nos
vemos a nosotros mismos y quieres que veamos esta piedra enterrada en la
pared-.
Casi grité:
-¡Mira! Tiene
inscripciones que inmediatamente se ven mexicas-.
Mi amigo protestó:
-¿Ya ves? Te dije que
tomáramos ese curso de traducción de símbolos antiguos-.
Le contesté:
-En un curso de 5 horas
no íbamos a prender gran cosa-. Y añadí. –Sácale una foto y luego la llevamos a
traducir-.
Una vez que hizo lo
anterior, Manolo se dedicó a palpar las orillas de la piedra, mientras yo lo
alumbraba.
Exclamó:
-¿Sabes? No creo que
sea una piedra ceremonial o algo decorativo; más bien parece una especie de
puerta-.
Sentí el triunfo en
nuestras manos cuando dije:
-¡Debe ser la entrada a
la pirámide!-.
Manolo volteó a verme
con una sonrisa y ordenó:
-¡Pues vamos a abrirla!
Yo creo que, si escarbamos con tu pico y mi pala en las orillas, podemos
moverla-.
Protesté:
-Si es una puerta, debe
pesar toneladas-.
Mi compañero de
aventuras, quitándose el chaleco, dijo decididamente:
-Pues comencemos y
después veremos cómo moverla-.
Y escarbamos para
quitar la extraña estructura de piedra.
Fue más tardado de lo
que pensamos, pues en algunas partes, las paredes de la caverna donde estaba
incrustada la “puerta” eran extremadamente duras; cada uno tomaba turnos con el
pequeño pico, mientras el otro lo hacía con la pequeña pala.
Aun así, tardamos casi
una hora en terminar.
Una vez que escarbamos
una hendidura a lo largo de toda la orilla de aproximadamente unos diez
centímetros, nos dimos cuenta que esa era la medida de lo grueso de la piedra,
por lo que descansamos un momento, sentándonos en el suelo de la cueva, para
beber agua.
Después de limpiarse el
copioso sudor que le había escurrido por toda su cara, Manolo comentó:
-¿Y qué vas a hacer con
tu parte del tesoro?-.
Me quité la botella que
tenía en la boca para decirle extrañado:
-¿Cuál tesoro?-.
Mi amigo se inclinó
frente a mí y dijo susurrando, como si cuidara de que nadie nos escuchara en
ese solitario lugar:
-¿Por qué crees que
está esa piedra ahí? Los mexicas no la pusieron solamente para guardar las
fotografías de su último viaje a París y para que nadie las vea, le pusieron
una enorme piedra que dijera “recuerdos de nuestras vacaciones”-.
Mientras yo analizaba
sus palabras, continuó:
-Ahí dentro debe haber
algo tan importante que creyeron necesario poner esta enorme puerta para
protegerlo-.
Comenzó a sonreír,
mientras la ambición se me reflejaba en el rostro y comente:
-Bueno, tal vez después
de todo, sí puede haber un tesoro-.
Nuestra afición por la
arqueología siempre había sido desde el punto de vista del entretenimiento,
pero a la luz de la nueva situación, comencé a pensar que, una de dos; o nos
hacíamos famosos por encontrar un nuevo vestigio antiguo o incluso, podíamos
sacar una ganancia de nuestro hobby personal. Manolo se levantó y me dijo:
-Claro que es mejor
pensar eso que la otra alternativa-.
La sonrisa se me
congeló en la cara cuando exclamó:
-Esta puerta no protege
el interior, sino que protege a los que estamos afuera de lo que hay dentro-.
Metiendo el pico de un
lado y la pala del otro comenzamos a hacer palanca, a fin de derribar la enorme
piedra; nos esforzamos por varios minutos, hasta que empezó a moverse de manera
lenta pero constante.
Finalmente, lo
logramos.
La formidable roca cayó
pesadamente en el suelo, lanzando un rugido estrepitoso que resonó en todo el
misterioso lugar, provocando que los vellos de nuestras nucas se erizaran de la
impresión.
Nos quedamos callados
durante algunos segundos, sin atinar a movernos.
Manolo alumbró con su
lámpara y acercamos nuestras caras en el hueco en la pared.
En lo profundo solo se
veía oscuridad.
De repente, sentimos
como una ardiente brisa chocaba con nuestros rostros.
Dicha brisa me provocó
un estremecimiento de lo caliente que se sentía, mientras mi nariz volvía a
percibir el mismo olor que ya había notado desde que entramos en ese horrendo
lugar, pero multiplicado por diez.
Esta caverna olía a
puro miedo.
Miedo y terror.
Mi amigo, siempre más
optimista que yo, dijo suavemente:
-Si sale aire de este
lugar, quiere decir que más adelante hay una salida; debe ser donde está la
pirámide-.
Y comenzamos a avanzar.
Recorrimos un largo
trecho sin ver nada más que las paredes de tierra que se veían burdamente
escarbadas por todo el pasillo que recorríamos, siempre agachados, pues ambos
medíamos aproximadamente uno setenta y cinco de altura, mientras que la cueva
tenía la misma altura que la piedra que la protegía, uno cincuenta.
Llegó un momento en que
comenzó a dolernos el cuello, debido a la posición forzada que debíamos adoptar
para poder avanzar mientras el calor se hacía más sofocante; íbamos a
protestar, cuando entonces llegamos a una enorme estancia que afortunadamente
era más alta que el pasillo, por lo que nos erguimos sobando nuestra dolorida
espalda.
Manolo dijo:
-Vamos a tomar un
pequeño descanso antes de seguir.
Nos sentamos en un par
de piedras que tenían el tamaño suficiente para que nuestras rodillas no se
doblaran demasiado, cosa que agradecimos.
Saqué una botella de
agua de mi mochila y después de beber, se la pasé a mi amigo, mientras le
comentaba preocupado:
-Es la última-.
Manolo se terminó el
líquido y dijo:
-No hay problema;
descansamos un rato y seguimos un poco más. En el momento que ya no aguantemos
el calor, nos regresamos-. Sonrió emocionado y completó. –De todos modos;
podemos regresar otro día pues ya tenemos ubicado el lugar-.
Mientras descansábamos,
nos entretuvimos vagando la luz de nuestras lámparas por todo el lugar;
esperábamos encontrar más inscripciones aztecas, pero no veíamos nada al
respecto. Cuando dirigí mi luz hacia el techo, le dije a mi compañero:
-Este lugar es muy
extraño; de primera instancia parece una cueva como cualquier otra, pero si ves
más a fondo, se nota que fue construida, pues el techo es completamente liso-.
Manolo dijo nervioso:
-Y eso que no has visto
el suelo-.
Moví rápidamente mi
lámpara y la sangre se me heló en las venas al contemplar lo que había frente a
nuestros pies.
Un sinfín de enormes
hoyos se veían en todo el suelo.
Mi amigo dijo
preocupado:
-Por el tamaño, parecen
tumbas-.
Yo protesté:
-Pero los aztecas
enterraban a sus muertos, no los metían en cuevas-.
Él exclamó:
-Pues la tierra se ve
removida; tal vez sí estaban enterrados, pero alguien los sacó-.
Mientras yo tragaba
saliva, añadió:
-O ellos se salieron-.
Haciendo acopio del
poco valor que nos quedaba, nos dirigimos a los hoyos, por lo que saqué la pala
y escarbé un poco, sacando algunos jirones de lo que parecía tela. Manolo hizo
lo mismo con el pico en otra cavidad, mientras decía ya francamente asustado:
-Éste no alcanzó a
salir-.
Caminé en la dirección
de mi amigo y vi lo que había encontrado.
Era un montón de huesos
ennegrecidos por el paso del tiempo.
Pero lo aterrador no
eran los huesos, sino el cráneo que se encontraba sobre de ellos.
Era más grande de lo
que se pudiera esperar de un ser humano, lo que nos hizo abrir los ojos
desmesuradamente y más cuando mi amigo apuntó su lámpara a la boca.
Tenía colmillos.
Manolo comenzó a
respirar agitadamente e intentó racionalizar la situación:
-Leí en internet que
cuando una persona muere, los dientes y el cabello le siguen creciendo, pero no
sé si eso sea cierto-.
Intenté tranquilizarnos
contribuyendo a la plática:
-Yo leí que en Europa
hace algunos siglos, a varias personas les dio una enfermedad que provocaba que
no soportaran la luz del sol y que les crecieran los colmillos-. Hice una pausa
para limpiarme el sudor y continué. –La gente pensó que se habían convertido en
vampiros, por lo que mataron a muchos-.
Mi amigo dijo:
-Algo sabía de eso,
pero nunca creí que en América también pasara eso-.
Y continuó:
-Y algo más; ¿Notas el
olor a podrido que hay aquí?-.
Aspiré el aire y le
contesté:
-Por el tiempo que se
ve que tiene este cadáver, ya no debería de oler así; ¿Serán los gases que se
acumularon con el paso de los años?-.
Manolo no contestó y comenzó
a revisar una de las paredes de la cueva y gritó:
-¡Mira; aquí se ven
algunos arañazos!-.
Inmediatamente revisé
las manos del cuerpo que tenía frente a mí.
Tenía garras.
Cuando se lo dije a
Manolo, dijo preocupado:
-¿Qué fuerza debía de
tener como para arañar una pared de piedra?-.
Regresamos temerosos a
sentarnos en las piedras, pero antes de hacerlo, las alumbré y lo que vi me
provocó casi un desmayo.
Las rocas estaban
bañadas por unas manchas oscuras.
Dije con un hilo de
voz:
-Creo que es sangre-.
Manolo replicó,
gritando a voz viva:
-¡Imposible; después de
tantos siglos la sangre no se ve así!-.
Yo completé:
-Así de fresca-.
En eso, escuchamos algo
a la distancia; instintivamente, ambos dirigimos las lámparas hacia el fondo de
la cueva donde se veían un sinfín de túneles.
Era de dónde venían los
ruidos.
Eran una especie de
lamentos que por momentos se convertían en risas infernales.
Fue cuando nuestras
lámparas se apagaron.
Y todo calló.
Manolo dijo en medio de
la oscuridad total:
-Debe ser por las altas
temperaturas; los leds no aguantaron el calor-.
Rogándole a Dios que me
escuchara, saqué mi celular y encendí la lámpara que trae integrada.
Con alivio,
contemplamos como una tímida luz iluminó el lugar.
Y otra vez escuchamos
ruidos.
Pero ahora era de algo
que se arrastraba desde el fondo de la cueva.
Fue lo último que
pudimos soportar, pues Manolo gritó:
-¡CORRE!-.
Y se dirigió hacia el
túnel por donde habíamos entrado, seguido velozmente por mí.
Fue cuando se desató el
infierno.
Corríamos tratando de
esquivar las piedras que sobresalían en la parte superior del túnel, cosa menos
que imposible dada nuestra velocidad, pues sentía como esas pequeñas rocas
lastimaban mi cabeza, provocando que hilos de sangre comenzaran a escurrir por
mi cara; lo que sea que nos persiguiera al parecer notó el olor a sangre, pues
comenzaron a escucharse los alaridos más espeluznantes que jamás hubiera
escuchado en toda mi vida.
Manolo, quien también
había activado la lámpara de su propio celular no dejaba de correr siempre
seguido por mí, hasta que, en un alarde de imprudencia, volteé con mi celular
para voltear a ver que nos perseguía.
Estuve a punto de
caerme de la impresión.
En medio de la
semiocuridad, alcancé a ver horrendos seres que al principio me parecían perros
enormes, pero cuando la luz les dio de lleno, pude notar figuras humanas.
Pero que corría en
cuatro patas.
Corrían sin dejar de
lanzar estremecedores rugidos, mientras el olor a carne podrida se sentía cada
vez más fuerte, impidiéndonos respirar adecuadamente.
Al punto del desmayo,
llegamos finalmente a la entrada del túnel, brincando la piedra que había
servido de entrada a la cueva; antes de que me preguntara como íbamos a subir
la empinada escalera por la que habíamos llegado, Manolo alumbró a la izquierda
y señaló:
-¡Por ahí se alcanza a
ver algo; debe de ser alguna salida!-.
Y corrimos en esa
dirección.
Después de recorrer
unos doscientos metros, trayectoria durante la cual ambos nos caímos
incontables veces para levantarnos rápidamente, finalmente alcanzamos a ver una
luz que se hacía más y más grande.
Era la salida.
Nos arrojamos sobre de
la luz, atravesando ramas y demás vegetación que la cubría, ocasionándonos un
sinfín de rasguños y heridas menores, mientras rodamos por el suelo.
Nos levantamos jadeando
mientras Manolo me pedía que guardara silencio; al no escuchar nada, comenzamos
a revisar nuestro entorno a fin de saber dónde nos encontrábamos.
Rápidamente me subí en
un pequeño árbol y señalando la distancia, le dije a mi amigo:
-¡Allá se alcanza a ver
tu coche!-.
A pesar del cansancio,
volvimos a correr hasta que llegamos al vehículo y en cuanto nos subimos a él,
mi compañero aceleró para conducir violentamente por el primitivo camino.
No volví a ver a Manolo
hasta el lunes cuando, después de atender mis pendientes matutinos, me dirigí a
su oficina, con una taza de café en la mano.
En cuanto volteó a
verme, inmediatamente comenzamos a reír.
Ambos teníamos las
mismas huellas de la “batalla”.
Nuestras caras
mostraban un sinfín de rasguños y pequeñas cortadas, que tal parecía que nos
habían puesto una golpiza. Yo tenía varios parches en mi cabeza debido a las heridas
provocadas por las rocas del techo de la cueva, mientras que él traía una mano
vendada que se había lastimado en una de sus tantas caídas.
Cuando dejó de emitir
sus escandalosas carcajadas, dijo:
-Vaya aventura, ¿Verdad
compañero?-.
Sin querer,
inmediatamente me estremecí al recordar lo que habíamos vivido el pasado fin de
semana, por lo que intenté bromear:
-Sí; pero lo malo es que
no nos hicimos ni ricos ni famosos-.
Manolo contestó:
-Todavía podemos sacar
algo-. Y recargándose en su sillón, continuó. –Nadie nos va a creer lo que
vimos, pero las fotos de la piedra que encontramos se las mandé al doctor
Rosales, el tipo que dictó la última conferencia a la que fuimos, quien nos
podrá traducir las inscripciones-.
Dije con cierto temor
en la voz:
-Es posible que yo
también tenga algo-.
Y saqué mi celular para
decir:
-Cuando salimos
corriendo, volteé para ver lo que nos perseguía y en los movimientos de mis
manos, activé en varias ocasiones la cámara de mi celular-.
Al estar de regreso en
el mundo normal, la confianza de Manolo había regresado, por lo que emocionado
dijo:
-¿Ya viste las fotos?-.
Contesté:
-No me atreví; pero
podemos verlas juntos-.
Y sentándome junto a
él, saqué mi teléfono y abrí la galería de fotos; las imágenes mostraban solo
la oscuridad de la cueva hasta que llegamos a la última.
En esa sí se veía algo.
O alguien.
La cámara había tomado
el lado de derecho de una espeluznante cara; se veía muy borrosa, pero, aun
así, se alcanzaba a ver una figura siniestra con largos colmillos.
Pero había algo
espeluznante.
Al recibir el flash de
la cámara, los ojos de la criatura brillaban de forma maligna.
Manolo suspiró
desencantado y comentó:
-Pues lástima que no se
pueda apreciar bien-.
Le pregunté:
-¿Pero que sería?-.
Mi amigo dijo
despectivamente:
-No sé; una jauría de
perros salvajes que se metieron por donde nosotros salimos o por algún otro
lado; animales rabiosos que comen lo que encuentran. ¡Qué sé yo!-.
Y añadió:
-Pero vaya susto que
nos pegaron ¿No?-.
Yo no contesté, pues
desde que salimos del aquel horrendo lugar había un pensamiento que rondaba mi
cabeza, el cual ahora me restallaba incesantemente.
La puerta que abrimos.
Pensaba compartir mis
temores con Manolo, pero en eso sonó su teléfono; cuando vio el número,
exclamó:
-Es el doctor; no creí
que pudiera traducir las figuras tan rápido. Lo voy a poner en altavoz para que
los dos escuchemos-.
En cuanto activó la llamada,
se escuchó la voz del arqueólogo, quien inmediatamente preguntó preocupado:
-Hola Manolo. Oye, ¿De
dónde sacaste esta imagen que me mandaste?-.
Inmediatamente le hice
la seña de silencio a mi amigo quien contestó:
-Pues verá… este… lo
encontré en una página de internet; parece que es de una película de terror que
están haciendo. ¿Por qué?-.
El doctor, con alivio
en la voz, contestó:
-Ah, muy bien. Te mandé
un correo con la traducción-.
En cuanto terminó la
llamada, Manolo abrió su correo para encontrar el mensaje del doctor; lo abrió
mientras yo me inclinaba detrás de él, sintiendo como un extraño miedo se
apoderaba de mí y apretando fuertemente
mi taza, comenzamos a leer:
“ESTA PUERTA ESTÁ RESGUARDADA POR MICTLANTECUHTLI A FIN DE CONTENER A LOS TZITZIMIMEH, QUIENES HAN SIDO LOS MÁS HORRENDOS DEMONIOS QUE HA CONOCIDO NUESTRO PUEBLO;
SERES QUE NO MERECEN RECIBIR EL CALOR DEL SOL Y ALIMENTARSE DE LA COMIDA QUE EXISTE EN LA SUPERFICIE, POR LO QUE ESTÁN CONDENADOS A VAGAR POR LA OSCURIDAD Y SOBREVIVIR ENTRE LA LOCURA Y LA DESESPERACIÓN.”
Ambos nos miramos
asustados y seguimos leyendo:
MIENTRAS ESTA PUERTA
ESTÉ CERRADA, TODOS ESTAREMOS A SALVO.
PERO DEBEMOS TEMER EL
DESGRACIADO DÍA EN QUE LA ENTRADA SE ABRA PORQUE EL MUNDO QUE AHORA CONOCEMOS
SE TRANSFORMARÁ EN EL MICTLAN.
¡¡Y NADIE ESTARÁ A
SALVO DE LOS TZITZIMIMEH!!
Mi
taza de café cayó al suelo, estrellándose en mil pedazos.
Cris Harris. Todos los derechos reservados.