domingo, 13 de diciembre de 2020

LA PIRÁMIDE AZTECA

 

            

            Manolo y yo habíamos sido amigos desde la primaria hasta la universidad, por lo que nos encantó la idea de trabajar en la misma empresa.

            Como todos los amigos, teníamos algunos gustos que diferían entre sí, como nuestros equipos de futbol favoritos, pero en muchas otras cosas, nos aficionábamos en lo mismo.

            En especial la arqueología.

            Nos emocionaban en especial las pirámides que habían sido levantadas por nuestros antepasados, por lo que siempre que había una exhibición de la cultura azteca, maya o de cualquier otra de aquellos tiempos, inmediatamente íbamos a verla, pasando horas en los museos, contemplando las reliquias antiguas, hasta que casi nos echaban a patadas al final del horario.

            Ni que decir de las zonas arqueológicas, pues habíamos ido en incontables ocasiones a Teotihuacán, el Templo Mayor, entre muchos otros lugares donde se encuentran vestigios prehispánicos alrededor de la ciudad de México.

            Obviamente, ninguno de los dos había cursado estudios formales al respecto; simplemente lo considerábamos una afición, como quien colecciona playeras de equipos de futbol o es aficionado a las exhibiciones de coches.

            Hasta que nos dimos cuenta que nuestro hobby era más peligroso que los coches.

 

            Estaba yo viendo pasar el tiempo restante para salir de la oficina una aburrida tarde de martes, cuando entró Manolo de forma sigilosa, pues no noté su presencia hasta que sentí una mano que se aferraba fuertemente a mis espaldas.

            -¡Qué pasó Bernardo; a qué se dedica el contador más inútil de esta empresa!-.

            Prácticamente brinqué en mi silla, por lo que solo atiné a reclamar:

            -¡Pedazo de idiota; estuve a punto de golpearte!-.

            Manolo dijo relajadamente:

            -Pues mira, con lo que vengo a decirte en lugar de golpearme, me vas a abrazar-.

            Y empujándome para sentarse en mi silla, abrió google maps, mientras explicaba:

            -¿Te acuerdas que hemos platicado que hay incontables zonas arqueológicas que todavía no se han descubierto?-.

            Continuó:

            -Y me acuerdo que decías que sería fantástico encontrar una zona desconocida-.

            Sin convencerme del todo, protesté:

            -Pero para eso se requieren más estudios de arqueología, y ni tú ni yo llegamos a tanto; ¿Qué posibilidades hay de que un par de aficionados como nosotros encuentren algo así?-.

            Manolo dijo triunfalmente:

            -Después de lo que te diga, te darás cuenta que muchas-.

            Comencé a sentir curiosidad y exclamé:

            -A ver; ¿De qué estás hablando?-.

            Manolo dejó de contemplar la pantalla de mi computadora y girando hacia mí, me dijo confiadamente:

            -¿Recuerdas al guía que una vez nos platicó que había muchos pueblitos en todo el país, donde se encuentran reliquias prehispánicas, pero la gente no le avisa a las autoridades por miedo a que les expropien sus casas, y que mejor se dedican a vender lo que encuentran de manera clandestina?-.

            Hice memoria y contesté:

            -Sí me acuerdo, pero en realidad lo que encuentran son ollitas de barro y pequeños idolitos; nada del otro mundo-.

            Manolo, quien seguía sentado cómodamente en mi silla, se reclinó en ésta, y mientras cruzaba una pierna sobre la otra, entrelazó las manos en su nuca y dijo con tono triunfal:

            -Pues yo encontré una pirámide-.

            Cuando pude hablar contesté emocionado:

            -¿De verdad? Imagínate, visitar un lugar tan antiguo y ser las primeras personas que pisan un lugar así, después de cientos de años de estar abandonado-.

            Manolo sonrió satisfecho de mi respuesta y comentó:

            -Efectivamente; seremos los primeros en entrar ahí-. Hizo una dramática pausa y añadió con orgullo. -¿Quién sabe? A lo mejor y hasta le ponen nuestro nombre-.

            Ahora yo reí a carcajadas y repliqué:

            -Pues a menos que te llames Quetzalcóatl o algo así, lo dudo mucho-.

            Mi amigo ya no contestó y volvió su atención a la pantalla, por lo que yo me incliné sobre su hombro derecho y empezó su explicación:

            -Como verás por la dirección que puse en maps, es un pequeño pueblo que está a las afueras del Estado de México; ya hemos andado por ahí en otras ocasiones por lo que sabemos que efectivamente, hay vestigios arqueológicos sin importancia, pero según mis fuentes, hay algo más grande-.

            Puso la opción de vista aérea en la pantalla y comenzó a mover el cursor sin dejar de hablar:

            -Aquí se alcanza a ver una pequeña casa que está más alejada de las demás, por lo que está abandonada; conseguí que un lugareño nos diera acceso y de ahí nada más es cosa de encontrar nuestro destino-. Finalizó con gesto arrogante, mientras se recargaba en la silla, entrelazando los dedos de ambas manos en su nuca.

            Me le quedé contemplando todavía incrédulo:

            -¿Y así nada más? Pero si es una casa como las demás-. Señalé la pantalla y continué. –Además; del otro lado no hay más que vegetación y cerros, ¿Cómo me dices que ahí hay una pirámide?-.

            Manolo sonrió confiadamente y contestó:

            -Tú confía en mí; ¿Alguna vez te he fallado?-.

            Le iba a enumerar todas las bromas que me había hecho en el pasado, pero preferí decir:

            -¿Y cómo te enteraste de que ahí hay una pirámide?-.

            Mi amigo sonrió enigmáticamente y simplemente dijo:

            -Es mejor que no lo sepas-.

 

            El sábado, después de una noche sin poder dormir de la emoción, me levanté a las siete para prepararme, pues Manolo había quedado de pasar por mí a las ocho. Aparte de mi “uniforme” de explorador, consistente en un pantalón tipo cargo con bolsas laterales, botas de montaña, playera de algodón y un chaleco lleno de bolsas, llené un morral con un pequeño pico, una lámpara de mano enorme que me había comprado en alguna ocasión y otras cosas pequeñas. A la hora acordada llegó Manolo; corrió hacia mi recámara, mientras yo metía varias botellas de agua a mi morral. Cuando nos vimos, ambos reímos, pues estábamos vestidos exactamente iguales.

Y salimos alegres por ir en busca de “nuestra pirámide”.

Tardamos una hora en atravesar la Ciudad de México hasta llegar al Estado del mismo nombre, mientras platicábamos de cosas sin importancia, pero cuando comenzamos a avanzar por caminos de terracería, dejamos de hablar, pues la emoción nos embargaba hasta el infinito de saber que no faltaba mucho para llegar a nuestra meta. Siempre auxiliados por el gps de nuestros celulares, avanzamos por una vereda hasta atravesar el pequeño poblado que habíamos visto en maps, y en pocos minutos dejamos las casas atrás, para recorrer una larga vereda hasta llegar a la casa.

Bajamos rápidamente nuestras cosas y nos acercamos a la vieja construcción para contemplarla en silencio.

Decir construcción era demasiado, pues en realidad eran paredones que se levantaban trabajosamente del suelo; la vivienda en sí era muy grande, pero solo algunos cuartos tenían techos, pues los de la entrada solo tenían frente a sí una reja, unida a un alambrado.

A pesar de estar abandonada, la casa no inspiraba temor.

Más bien olía a tristeza.

Iba a decir algo al respecto, cuando vimos a un anciano salir de detrás de la casa, por lo que Manolo sonrió y dijo a modo de saludo:

-Don Anselmo; ya estamos aquí como quedamos-.

El viejo sin contestar, sacó una llave y con manos temblorosas por la edad, abrió el candado de la reja y camino de regreso a la casa, seguido por nosotros.

Como yo iba detrás de Manolo, le susurré al oído:

-Oye, si la casa está casi en ruinas, ¿Por qué tiene candado?-.

Mi compañero contestó con igual tono de voz:

-También pensé lo mismo; yo creía que simplemente nos iba a indicar el camino a la pirámide-.

Caminamos los tres por un par de habitaciones, hasta que don Anselmo dijo:

-Hasta aquí es donde llego yo; ustedes pueden seguir-.

Inmediatamente repliqué:

-Pero, ¿Cómo vamos a encontrar… lo que estamos buscando?-.

El viejo exclamó:

-Simplemente sigan andando a lo largo de la casa y encontrarán el camino-.

Manolo sacó un billete de alta denominación para entregárselo a nuestro guía y después de que éste se lo guardó, nos dijo seriamente:

-Nada más les doy un consejo; tengan mucho cuidado-.

Viendo las desvencijadas paredes, exclamé:

-Tiene razón; en cualquier momento parece que la casa se va a venir abajo-.

Don Anselmo contestó:

-No me refería a eso-.

Manolo dijo distraído:

-¿Entonces?-.

El anciano nos vio y con voz lúgubre dijo:

-Es que aquí espantan-.

Y se dio la media vuelta, caminando lo más rápido que se lo permitía su pierna lastimada, mientras Manolo y yo nos veíamos a los ojos, entre asombrados y emocionados por las palabras del misterioso personaje.

Exclamé:

-Y a todo esto; ¿Quién es este viejito?-.

Manolo dijo:

-Es un pariente de los últimos dueños de esta casa-.

Abrí los ojos y pregunté:

-Y si él también es dueño, ¿Por qué no se viene a vivir aquí?-.

Mi amigo lo pensó unos instantes y contestó desesperado:

-¡Pues yo que sé!, a lo mejor no tiene dinero, no le gusta la panorámica o quien sabe!-.

Y comenzó a caminar, mientras yo repliqué a sus espaldas:

-O a lo mejor sí espantan-.

Y nos metimos en lo profundo del lugar.

 

Caminamos por varias habitaciones, algunas de las cuales contenían una silla rota por aquí, una tabla mohosa de madera por allá e incontables bloques de adobe que se habían caído de las paredes.

¿O alguien las había tirado?

Cuando llegamos a los cuartos que sí tenían techo, encendimos nuestras lámparas para seguir avanzando; a pesar de ser verano, en cuanto entramos en esas habitaciones comenzó a sentirse un extraño frio en el ambiente. Seguimos caminando hasta que después de varios metros nos encontramos de frente con algo que nunca nos hubiéramos imaginado.

Una escalera de piedra que descendía en medio de la oscuridad.

Volteamos a vernos, entre confundidos y curiosos.

Hablé, sobresaltándome del siniestro eco que ocasionaban mis palabras:

-Si lo que buscamos es una pirámide, ¿Por qué tenemos que ir hacia abajo?-.

Manolo calló unos momentos y dijo:

-La verdad no lo sé, ¿No será una entrada secreta?-.

No muy convencido, dije:

-¿No será que vamos a dar a un refugio o algo así, construido en otras épocas que no sea la prehispánica? De la revolución o algo así-.

Mi amigo se alumbró su propia cara y dijo con tono dramático:

-La única manera de averiguarlo es bajando las escaleras-.

Inmediatamente sentí como si mi corazón pegara un brinco, pero cuando Manolo pisó los primeros escalones, lo seguí decididamente, al tiempo que él decía para aligerar el ambiente:

-Además; recuerda que podemos encontrar un tesoro-.

Pero antes de darse la media vuelta, yo reclamé.

-O una momia-.

Y seguimos bajando.

 

Bajamos por no sé cuánto tiempo; a veces sentía que me faltaba el aire, por lo que pensaba que estábamos en lo más profundo de la Tierra, pero tal vez en realidad era producto de la claustrofobia que comenzaba a atacarme, pues la escalera era tan estrecha que solo cabía una persona a la vez; los escalones, si bien eran de piedra, algunos de ellos al pisarlos se desmoronaban, todo lo cual hacía que nuestro descenso fuera más tardado, el cual era alumbrado por las insignificantes luces de nuestras linternas, que parecían negarse a participar en los eventos de los que eran parte, como si la misma luz tuviera miedo de abrazar ese lugar tan extraño.

Pero lo peor era el olor.

Desde los primeros escalones, mis fosas nasales se vieron invadidas por un olor a humedad, lo cual, en varias ocasiones, me hizo girar mi mirada hacia la entrada de la escalera, pensando en volver, pero cada vez que volteaba, la luz de dicha entrada se hacía más y más insignificante, hasta que mis ojos ya no la pudieron distinguir.

El olor que sentía en mi nariz comenzó a hacerse insoportable, cosa que también Manolo notó, pues sacó un pañuelo para taparse la cara, acción que imité, pero de forma inútil, pues dicha pestilencia atravesaba la delgada tela, provocando que se nos revolviera el estómago.

Pero había algo más en ese olor que me provocaba escalofríos; era algo que jamás había palpado mi nariz en alguna ocasión.

Hasta que lo identifiqué.

Era el olor del miedo.

Y fue como si todos mis pensamientos funestos se hubieran liberado de sus ataduras para atormentar mi cerebro.

¿Qué pasaría si alguno de los dos cayera por las escaleras y se rompiera un hueso?

Era prácticamente imposible que el otro lo cargara de regreso.

¿Pedir ayuda?

No tendría yo el corazón para dejar a Manolo en ese horrible lugar hasta que llegara dicha ayuda.

Por inercia, saqué mi celular para comprobar lo que sospechaba.

No le llegaba señal.

En eso pensé:

¿Y si fuera yo el lastimado?

¿Tendría el valor de quedarme ahí yo solo hasta que Manolo fuera por los rescatistas?

A pesar del macabro frío que nos hacía temblar a ambos, mi nuca comenzó a mojarse por unas largas gotas de sudor que bajaban por toda mi espalda, mientras sentía como me sofocaba al igual que mi amigo, de quien se escuchaba su respiración entrecortada.

En eso, otro pensamiento hizo que mis piernas se me doblaran de la impresión.

¿Y si de verdad ahí espantaban?

¿Qué era lo que en realidad nos íbamos a encontrar allá abajo?

Estuve a punto de darme la media vuelta, cuando escuché la voz de Manolo quien, con un tono de triunfo, exclamó:

-¡Finalmente llegamos!-.

Efectivamente; los escalones se habían acabado.

Bañamos la enorme estancia con los halos de nuestras linternas, mientras recuperábamos el aliento; sacamos botellas de agua para tomar desesperadamente de ellas contemplando un enorme pasillo que se veía en la distancia.

Con cautela, caminamos por él y recorrimos unos veinte metros, hasta llegar a otra enorme cueva, donde solo se veían restos de vasijas de barro para disgusto de Manolo, quien replicó:

-¿Y esto es todo? ¡Vaya engaño!-.

Iba a hacer una broma al respecto, cuando mi compañero tensó el cuerpo y exclamó:

-¡Espera! ¿Escuchaste eso?-.

El alma se me fue a los pies al oír esas palabras, por lo que aterrado dije:

-¿Escuchar qué?-.

Él contestó:

-¡Shhh!. Escucha-.

Afortunadamente para mí, seguí sin escuchar nada, pero sabía que mi amigo tenía mejor oído que yo, por lo que, si decía que había oido algo, era cierto.

Caminó por toda la cueva, alumbrando las paredes hasta que su lámpara iluminó una enorme piedra rectangular de aproximadamente uno cincuenta de alto por medio metro de ancho; inmediatamente corrió hacia ella, seguido rápidamente por mí, pues sentía como otra vez me invadía mi supuesto espíritu de “arqueólogo”.

Nos inclinamos frente a la piedra y mientras la alumbraba, Manolo sacó una brocha de su morral y comenzó a limpiarle la tierra que la cubría.

Le dije emocionado:

-¿Cómo es que no la habíamos visto?-.

Manolo me vio y contestó con sorna:

-Si con trabajos nos vemos a nosotros mismos y quieres que veamos esta piedra enterrada en la pared-.

Casi grité:

-¡Mira! Tiene inscripciones que inmediatamente se ven mexicas-.

Mi amigo protestó:

-¿Ya ves? Te dije que tomáramos ese curso de traducción de símbolos antiguos-.

Le contesté:

-En un curso de 5 horas no íbamos a prender gran cosa-. Y añadí. –Sácale una foto y luego la llevamos a traducir-.

Una vez que hizo lo anterior, Manolo se dedicó a palpar las orillas de la piedra, mientras yo lo alumbraba.

Exclamó:

-¿Sabes? No creo que sea una piedra ceremonial o algo decorativo; más bien parece una especie de puerta-.

Sentí el triunfo en nuestras manos cuando dije:

-¡Debe ser la entrada a la pirámide!-.

Manolo volteó a verme con una sonrisa y ordenó:

-¡Pues vamos a abrirla! Yo creo que, si escarbamos con tu pico y mi pala en las orillas, podemos moverla-.

Protesté:

-Si es una puerta, debe pesar toneladas-.

Mi compañero de aventuras, quitándose el chaleco, dijo decididamente:

-Pues comencemos y después veremos cómo moverla-.

Y escarbamos para quitar la extraña estructura de piedra.

 

Fue más tardado de lo que pensamos, pues en algunas partes, las paredes de la caverna donde estaba incrustada la “puerta” eran extremadamente duras; cada uno tomaba turnos con el pequeño pico, mientras el otro lo hacía con la pequeña pala.

Aun así, tardamos casi una hora en terminar.

Una vez que escarbamos una hendidura a lo largo de toda la orilla de aproximadamente unos diez centímetros, nos dimos cuenta que esa era la medida de lo grueso de la piedra, por lo que descansamos un momento, sentándonos en el suelo de la cueva, para beber agua.

Después de limpiarse el copioso sudor que le había escurrido por toda su cara, Manolo comentó:

-¿Y qué vas a hacer con tu parte del tesoro?-.

Me quité la botella que tenía en la boca para decirle extrañado:

-¿Cuál tesoro?-.

Mi amigo se inclinó frente a mí y dijo susurrando, como si cuidara de que nadie nos escuchara en ese solitario lugar:

-¿Por qué crees que está esa piedra ahí? Los mexicas no la pusieron solamente para guardar las fotografías de su último viaje a París y para que nadie las vea, le pusieron una enorme piedra que dijera “recuerdos de nuestras vacaciones”-.

Mientras yo analizaba sus palabras, continuó:

-Ahí dentro debe haber algo tan importante que creyeron necesario poner esta enorme puerta para protegerlo-.

Comenzó a sonreír, mientras la ambición se me reflejaba en el rostro y comente:

-Bueno, tal vez después de todo, sí puede haber un tesoro-.

Nuestra afición por la arqueología siempre había sido desde el punto de vista del entretenimiento, pero a la luz de la nueva situación, comencé a pensar que, una de dos; o nos hacíamos famosos por encontrar un nuevo vestigio antiguo o incluso, podíamos sacar una ganancia de nuestro hobby personal. Manolo se levantó y me dijo:

-Claro que es mejor pensar eso que la otra alternativa-.

La sonrisa se me congeló en la cara cuando exclamó:

-Esta puerta no protege el interior, sino que protege a los que estamos afuera de lo que hay dentro-.

Metiendo el pico de un lado y la pala del otro comenzamos a hacer palanca, a fin de derribar la enorme piedra; nos esforzamos por varios minutos, hasta que empezó a moverse de manera lenta pero constante.

Finalmente, lo logramos.

La formidable roca cayó pesadamente en el suelo, lanzando un rugido estrepitoso que resonó en todo el misterioso lugar, provocando que los vellos de nuestras nucas se erizaran de la impresión.

Nos quedamos callados durante algunos segundos, sin atinar a movernos.

Manolo alumbró con su lámpara y acercamos nuestras caras en el hueco en la pared.

En lo profundo solo se veía oscuridad.

De repente, sentimos como una ardiente brisa chocaba con nuestros rostros.

Dicha brisa me provocó un estremecimiento de lo caliente que se sentía, mientras mi nariz volvía a percibir el mismo olor que ya había notado desde que entramos en ese horrendo lugar, pero multiplicado por diez.

Esta caverna olía a puro miedo.

Miedo y terror.

Mi amigo, siempre más optimista que yo, dijo suavemente:

-Si sale aire de este lugar, quiere decir que más adelante hay una salida; debe ser donde está la pirámide-.

Y comenzamos a avanzar.

 

Recorrimos un largo trecho sin ver nada más que las paredes de tierra que se veían burdamente escarbadas por todo el pasillo que recorríamos, siempre agachados, pues ambos medíamos aproximadamente uno setenta y cinco de altura, mientras que la cueva tenía la misma altura que la piedra que la protegía, uno cincuenta.

Llegó un momento en que comenzó a dolernos el cuello, debido a la posición forzada que debíamos adoptar para poder avanzar mientras el calor se hacía más sofocante; íbamos a protestar, cuando entonces llegamos a una enorme estancia que afortunadamente era más alta que el pasillo, por lo que nos erguimos sobando nuestra dolorida espalda.

Manolo dijo:

-Vamos a tomar un pequeño descanso antes de seguir.

Nos sentamos en un par de piedras que tenían el tamaño suficiente para que nuestras rodillas no se doblaran demasiado, cosa que agradecimos.

Saqué una botella de agua de mi mochila y después de beber, se la pasé a mi amigo, mientras le comentaba preocupado:

-Es la última-.

Manolo se terminó el líquido y dijo:

-No hay problema; descansamos un rato y seguimos un poco más. En el momento que ya no aguantemos el calor, nos regresamos-. Sonrió emocionado y completó. –De todos modos; podemos regresar otro día pues ya tenemos ubicado el lugar-.

Mientras descansábamos, nos entretuvimos vagando la luz de nuestras lámparas por todo el lugar; esperábamos encontrar más inscripciones aztecas, pero no veíamos nada al respecto. Cuando dirigí mi luz hacia el techo, le dije a mi compañero:

-Este lugar es muy extraño; de primera instancia parece una cueva como cualquier otra, pero si ves más a fondo, se nota que fue construida, pues el techo es completamente liso-.

Manolo dijo nervioso:

-Y eso que no has visto el suelo-.

Moví rápidamente mi lámpara y la sangre se me heló en las venas al contemplar lo que había frente a nuestros pies.

Un sinfín de enormes hoyos se veían en todo el suelo.

Mi amigo dijo preocupado:

-Por el tamaño, parecen tumbas-.

Yo protesté:

-Pero los aztecas enterraban a sus muertos, no los metían en cuevas-.

Él exclamó:

-Pues la tierra se ve removida; tal vez sí estaban enterrados, pero alguien los sacó-.

Mientras yo tragaba saliva, añadió:

-O ellos se salieron-.

Haciendo acopio del poco valor que nos quedaba, nos dirigimos a los hoyos, por lo que saqué la pala y escarbé un poco, sacando algunos jirones de lo que parecía tela. Manolo hizo lo mismo con el pico en otra cavidad, mientras decía ya francamente asustado:

-Éste no alcanzó a salir-.

Caminé en la dirección de mi amigo y vi lo que había encontrado.

Era un montón de huesos ennegrecidos por el paso del tiempo.

Pero lo aterrador no eran los huesos, sino el cráneo que se encontraba sobre de ellos.

Era más grande de lo que se pudiera esperar de un ser humano, lo que nos hizo abrir los ojos desmesuradamente y más cuando mi amigo apuntó su lámpara a la boca.

Tenía colmillos.

Manolo comenzó a respirar agitadamente e intentó racionalizar la situación:

-Leí en internet que cuando una persona muere, los dientes y el cabello le siguen creciendo, pero no sé si eso sea cierto-.

Intenté tranquilizarnos contribuyendo a la plática:

-Yo leí que en Europa hace algunos siglos, a varias personas les dio una enfermedad que provocaba que no soportaran la luz del sol y que les crecieran los colmillos-. Hice una pausa para limpiarme el sudor y continué. –La gente pensó que se habían convertido en vampiros, por lo que mataron a muchos-.

Mi amigo dijo:

-Algo sabía de eso, pero nunca creí que en América también pasara eso-.

Y continuó:

-Y algo más; ¿Notas el olor a podrido que hay aquí?-.

Aspiré el aire y le contesté:

-Por el tiempo que se ve que tiene este cadáver, ya no debería de oler así; ¿Serán los gases que se acumularon con el paso de los años?-.

Manolo no contestó y comenzó a revisar una de las paredes de la cueva y gritó:

-¡Mira; aquí se ven algunos arañazos!-.

Inmediatamente revisé las manos del cuerpo que tenía frente a mí.

Tenía garras.

Cuando se lo dije a Manolo, dijo preocupado:

-¿Qué fuerza debía de tener como para arañar una pared de piedra?-.

Regresamos temerosos a sentarnos en las piedras, pero antes de hacerlo, las alumbré y lo que vi me provocó casi un desmayo.

Las rocas estaban bañadas por unas manchas oscuras.

Dije con un hilo de voz:

-Creo que es sangre-.

Manolo replicó, gritando a voz viva:

-¡Imposible; después de tantos siglos la sangre no se ve así!-.

Yo completé:

-Así de fresca-.

En eso, escuchamos algo a la distancia; instintivamente, ambos dirigimos las lámparas hacia el fondo de la cueva donde se veían un sinfín de túneles.

Era de dónde venían los ruidos.

Eran una especie de lamentos que por momentos se convertían en risas infernales.

Fue cuando nuestras lámparas se apagaron.

Y todo calló.

Manolo dijo en medio de la oscuridad total:

-Debe ser por las altas temperaturas; los leds no aguantaron el calor-.

Rogándole a Dios que me escuchara, saqué mi celular y encendí la lámpara que trae integrada.

Con alivio, contemplamos como una tímida luz iluminó el lugar.

Y otra vez escuchamos ruidos.

Pero ahora era de algo que se arrastraba desde el fondo de la cueva.

Fue lo último que pudimos soportar, pues Manolo gritó:

-¡CORRE!-.

Y se dirigió hacia el túnel por donde habíamos entrado, seguido velozmente por mí.

Fue cuando se desató el infierno.

Corríamos tratando de esquivar las piedras que sobresalían en la parte superior del túnel, cosa menos que imposible dada nuestra velocidad, pues sentía como esas pequeñas rocas lastimaban mi cabeza, provocando que hilos de sangre comenzaran a escurrir por mi cara; lo que sea que nos persiguiera al parecer notó el olor a sangre, pues comenzaron a escucharse los alaridos más espeluznantes que jamás hubiera escuchado en toda mi vida.

Manolo, quien también había activado la lámpara de su propio celular no dejaba de correr siempre seguido por mí, hasta que, en un alarde de imprudencia, volteé con mi celular para voltear a ver que nos perseguía.

Estuve a punto de caerme de la impresión.

En medio de la semiocuridad, alcancé a ver horrendos seres que al principio me parecían perros enormes, pero cuando la luz les dio de lleno, pude notar figuras humanas.

Pero que corría en cuatro patas.

Corrían sin dejar de lanzar estremecedores rugidos, mientras el olor a carne podrida se sentía cada vez más fuerte, impidiéndonos respirar adecuadamente.

Al punto del desmayo, llegamos finalmente a la entrada del túnel, brincando la piedra que había servido de entrada a la cueva; antes de que me preguntara como íbamos a subir la empinada escalera por la que habíamos llegado, Manolo alumbró a la izquierda y señaló:

-¡Por ahí se alcanza a ver algo; debe de ser alguna salida!-.

Y corrimos en esa dirección.

Después de recorrer unos doscientos metros, trayectoria durante la cual ambos nos caímos incontables veces para levantarnos rápidamente, finalmente alcanzamos a ver una luz que se hacía más y más grande.

Era la salida.

Nos arrojamos sobre de la luz, atravesando ramas y demás vegetación que la cubría, ocasionándonos un sinfín de rasguños y heridas menores, mientras rodamos por el suelo.

Nos levantamos jadeando mientras Manolo me pedía que guardara silencio; al no escuchar nada, comenzamos a revisar nuestro entorno a fin de saber dónde nos encontrábamos.

Rápidamente me subí en un pequeño árbol y señalando la distancia, le dije a mi amigo:

-¡Allá se alcanza a ver tu coche!-.

A pesar del cansancio, volvimos a correr hasta que llegamos al vehículo y en cuanto nos subimos a él, mi compañero aceleró para conducir violentamente por el primitivo camino.

 

No volví a ver a Manolo hasta el lunes cuando, después de atender mis pendientes matutinos, me dirigí a su oficina, con una taza de café en la mano.

En cuanto volteó a verme, inmediatamente comenzamos a reír.

Ambos teníamos las mismas huellas de la “batalla”.

Nuestras caras mostraban un sinfín de rasguños y pequeñas cortadas, que tal parecía que nos habían puesto una golpiza. Yo tenía varios parches en mi cabeza debido a las heridas provocadas por las rocas del techo de la cueva, mientras que él traía una mano vendada que se había lastimado en una de sus tantas caídas.

Cuando dejó de emitir sus escandalosas carcajadas, dijo:

-Vaya aventura, ¿Verdad compañero?-.

Sin querer, inmediatamente me estremecí al recordar lo que habíamos vivido el pasado fin de semana, por lo que intenté bromear:

-Sí; pero lo malo es que no nos hicimos ni ricos ni famosos-.

Manolo contestó:

-Todavía podemos sacar algo-. Y recargándose en su sillón, continuó. –Nadie nos va a creer lo que vimos, pero las fotos de la piedra que encontramos se las mandé al doctor Rosales, el tipo que dictó la última conferencia a la que fuimos, quien nos podrá traducir las inscripciones-.

Dije con cierto temor en la voz:

-Es posible que yo también tenga algo-.

Y saqué mi celular para decir:

-Cuando salimos corriendo, volteé para ver lo que nos perseguía y en los movimientos de mis manos, activé en varias ocasiones la cámara de mi celular-.

Al estar de regreso en el mundo normal, la confianza de Manolo había regresado, por lo que emocionado dijo:

-¿Ya viste las fotos?-.

Contesté:

-No me atreví; pero podemos verlas juntos-.

Y sentándome junto a él, saqué mi teléfono y abrí la galería de fotos; las imágenes mostraban solo la oscuridad de la cueva hasta que llegamos a la última.

En esa sí se veía algo.

O alguien.

La cámara había tomado el lado de derecho de una espeluznante cara; se veía muy borrosa, pero, aun así, se alcanzaba a ver una figura siniestra con largos colmillos.

Pero había algo espeluznante.

Al recibir el flash de la cámara, los ojos de la criatura brillaban de forma maligna.

Manolo suspiró desencantado y comentó:

-Pues lástima que no se pueda apreciar bien-.

Le pregunté:

-¿Pero que sería?-.

Mi amigo dijo despectivamente:

-No sé; una jauría de perros salvajes que se metieron por donde nosotros salimos o por algún otro lado; animales rabiosos que comen lo que encuentran. ¡Qué sé yo!-.

Y añadió:

-Pero vaya susto que nos pegaron ¿No?-.

Yo no contesté, pues desde que salimos del aquel horrendo lugar había un pensamiento que rondaba mi cabeza, el cual ahora me restallaba incesantemente.

La puerta que abrimos.

Pensaba compartir mis temores con Manolo, pero en eso sonó su teléfono; cuando vio el número, exclamó:

-Es el doctor; no creí que pudiera traducir las figuras tan rápido. Lo voy a poner en altavoz para que los dos escuchemos-.

En cuanto activó la llamada, se escuchó la voz del arqueólogo, quien inmediatamente preguntó preocupado:

-Hola Manolo. Oye, ¿De dónde sacaste esta imagen que me mandaste?-.

Inmediatamente le hice la seña de silencio a mi amigo quien contestó:

-Pues verá… este… lo encontré en una página de internet; parece que es de una película de terror que están haciendo. ¿Por qué?-.

El doctor, con alivio en la voz, contestó:

-Ah, muy bien. Te mandé un correo con la traducción-.

En cuanto terminó la llamada, Manolo abrió su correo para encontrar el mensaje del doctor; lo abrió mientras yo me inclinaba detrás de él, sintiendo como un extraño miedo se apoderaba de mí  y apretando fuertemente mi taza, comenzamos a leer:

 

 “ESTA PUERTA ESTÁ RESGUARDADA POR MICTLANTECUHTLI A FIN DE CONTENER A LOS TZITZIMIMEH, QUIENES HAN SIDO LOS MÁS HORRENDOS DEMONIOS QUE HA CONOCIDO NUESTRO PUEBLO;

SERES QUE NO MERECEN RECIBIR EL CALOR DEL SOL Y ALIMENTARSE DE LA COMIDA QUE EXISTE EN LA SUPERFICIE, POR LO QUE ESTÁN CONDENADOS A VAGAR POR LA OSCURIDAD Y SOBREVIVIR ENTRE LA LOCURA Y LA DESESPERACIÓN.”

 

Ambos nos miramos asustados y seguimos leyendo:

 

MIENTRAS ESTA PUERTA ESTÉ CERRADA, TODOS ESTAREMOS A SALVO.

PERO DEBEMOS TEMER EL DESGRACIADO DÍA EN QUE LA ENTRADA SE ABRA PORQUE EL MUNDO QUE AHORA CONOCEMOS SE TRANSFORMARÁ EN EL MICTLAN.

 

¡¡Y NADIE ESTARÁ A SALVO DE LOS TZITZIMIMEH!!

 

            Mi taza de café cayó al suelo, estrellándose en mil pedazos.

 


Cris Harris. Todos los derechos reservados.