miércoles, 15 de mayo de 2019

EL LIBRO MALDITO



         Andrés era un niño de nueve años que se dedicaba a las labores propias del campo, principalmente cuidar del exiguo ganado que poseía su humilde familia; no eran más de una docena de vacas que debía llevar a pastar al llano durante gran parte del día y a media tarde regresarlas a su establo.
         No iba a la escuela pues en esos tiempos las personas pensaban que los estudios eran una pérdida de tiempo así como consideraban que lo que pudieran aprender no les iba a dar de comer por lo que le daban prioridad al cuidado de sus animales pues de la leche y las crías era de donde sacaban difícilmente lo suficiente para vivir.
         El pequeño Andrés vivía con su mama viuda, dos tías de menos de treinta años así como con un tío de diecinueve años llamado Darío, familiar que debido a su edad era con el que más convivía y mejor se llevaba.
         Darío era de las personas que a pesar de tener la vitalidad propia de la edad, no le gustaba mucho el trabajo, por lo que lo eludía cada que podía; de las tareas que le encomendaban sus hermanas, algunas las cumplía a medias, otras simplemente no las hacía y en las ocasiones que acompañaba al pequeño Andrés a cuidar las vacas, prácticamente le dejaba toda la responsabilidad a su sobrino, pues en cuanto los animales llegaban a los pastizales él mejor se dedicaba, en el mejor de los casos, a vagar por la sierra o a dormir entre la hierba mientras el pequeño se encargaba del cuidado de los vacunos.
         Un día, en los momentos en que Andrés estaba disfrutando de su raquítico almuerzo a media mañana, llegó Darío presa de una extraña excitación por lo que el chico lo interrogó curiosamente:
         -¿Y ahora tú, que es lo que te pasa? Parece que encontraste un tesoro-.
         Darío completamente sofocado le contestó:
         -Creo que encontré algo mejor; me metí en una cueva que está cerca del Cerro de las Angustias-.
         Antes de que siguiera, Andrés exclamó con miedo:
         -Pero ya sabes que mi mamá nos ha prohibido que vayamos para allá porque dicen que ese lugar está embrujado-.
         Sin darle importancia a lo que escuchó, el tío prosiguió:
         -Pues no sé si estará embrujado; la cosa es que me metí no sin un poco de miedo y comencé a caminar hasta donde casi no llegaba la luz del sol-.
         -¿Y no viste nada extraño?-.
         Darío experimentó un ligero estremecimiento cuando los recuerdos llegaron a su mente y dijo:
         -Pues hay una parte donde vi unos como huesos, veladoras y otras cosas raras; pero lo mejor de todo es que sobre una enorme piedra que parece una mesa llena de manchas rojas hallé esto-.
         Y jalando el morral que siempre cargaba, sacó un enorme libro forrado de piel negra; en cuanto se lo mostró a Andrés una gran cantidad de nubes comenzó a tapar el cielo azul propio de la primavera, mientras seguía platicando su aventura.
         -Te juro que cuando lo tomé se empezaron a oír unos aullidos y una especie de risas que venían del fondo de la cueva, pero aun así me lo traje-.
         Andrés, cada vez más asustado exclamó:
         -Pues no sé, pero creo que aquí hay algo malo-.
         Darío dijo con orgullo, mientras señalaba el libro:
         -Puede ser, pero de lo que si estoy seguro es que esta cosa puede valer mucho pues se ve muy antiguo; yo creo que me darán mucho dinero por él-.
         Cuando dijo esto último, comenzó a caer una sorprendente lluvia que rápidamente llenó el valle de un agua helada por lo que los dos jovencitos juntaron sus vacas para llevarlas de regreso a su establo; estuvieron a punto de perder a dos de ellas debido a la rapidez con la que la extraña lluvia crecía en intensidad. Pero lo más sorprendente de todo fue que cuando llegaron a su casa, con la misma velocidad que empezó a llover salió otra vez el sol; tal parecía que el mismo astro rey se había dado cuenta que algo maligno había aparecido en el ambiente por lo que había cerrado los ojos ante tal diabólico espectáculo.
         A partir de entonces las cosas no volvieron a ser las mismas.

         Darío les anunció a sus hermanas que se iba a vender algo que había encontrado por lo que ellas accedieron, pero cuando pasaron tres días y notaron que su pariente no había regresado, comenzaron a preocuparse por lo que fueron al pueblo a preguntar si alguien sabía algo de él pero nadie les dio razón del joven.
         Sin saber que hacer decidieron esperar un poco más pues como no sabían que era lo que esperaba vender, pensaban que tal vez no había encontrado comprador en el poblado por lo que se había ido a los alrededores en busca de alguien que adquiriera el objeto que llevaba consigo.
         Andrés era el único que sabía que era lo que en realidad pensaba vender su tío pero muy dentro de él, el miedo le decía que era mejor guardar silencio.
         Y más aún; desde que Darío se había ido, el pequeño sufría de pesadillas que todas las noches lo despertaban en medio de un mar de terror, pues siempre soñaba lo mismo; que un demonio venía a verlo para reclamar la devolución de su libro y cuando el pequeño le decía que él no lo tenía, el extraño ser se le arrojaba encima y justo cuando estaba a punto de tocarlo, despertaba presa de un terror indescriptible.
         Pero aún faltaba lo peor.

         Cuando Darío regreso a su humilde casa apareció convertido en otra persona; esto es, en alguien más siniestro. Vestía una playera de algodón y un pantalón de tela sencilla, todo de color oscuro; lo extraño es que no era ropa precisamente negra, sino más bien oscurecida como si la hubiera atacado el humo de un gran fuego, dejándola macabramente ennegrecida. En cuanto a su físico, estaba más delgado que de costumbre y si anteriormente había sido un hombre no mal parecido ahora se veía repugnante, pues tal parecía que todo la maldad del mundo se había acumulado en su cara llena de verrugas, tez pálida y ojos hundidos; como si alguna fuerza extraña le hubiera chupado la esencia de la vida. Pero lo más macabro era su actitud; tenía un aire macabro y taciturno y si antes le encantaba burlarse de todo y de todos, ahora jamás sonreía y solo observaba a las personas con una mirada llena de maldad sin decir una sola palabra.
         Los hermanas quisieron interrogarlo acerca de donde había andado pero él simplemente contestaba: “Por ahí” sin dar ninguna otra información al respecto.
         La vida en la antes alegre casa cambió por completo, pues cuando las hermanas y Andrés se encontraban solos, platicaban alegremente acerca de cualquier cosa, pero de repente sentían como les llegaba a sus olfatos un olor parecido al azufre e inmediatamente las sonrisas se borraban de sus rostros pues era cuando aparecía el joven Darío y cuando éste se sentaba junto de ellas, el ambiente se tornaba pesado pues sentían como si algo malvado visitase su humilde morada.
         Pero lo que más les asustaba era que el anteriormente inquieto muchacho, ahora siempre andaba con una apariencia lúgubre y a pesar de haber tenido siempre buen apetito desde que regresó ahora casi no comía y por las noches siempre era el último en acostarse.
         ¿A qué se dedicaba?
         Todo el tiempo se la pasaba leyendo el libro que había encontrado.
         Sus parientas le llegaron a preguntar de que se trataba el texto, pues les extrañaba que Darío, quien apenas sabía leer, ahora se mostraba muy interesado en la lectura del libro el cual se había convertido en su inseparable compañero; cuando eso sucedía, él siempre contestaba con tono distraído:
         -Son cosas que ustedes no pueden entender-.
         Las mujeres prefirieron dejarlo en paz al ver la actitud tan perversa que había adoptado el joven.
         Hasta que una noche hablaron entre ellas para tratar de entender y solucionar la situación.
         Se reunieron todas en la habitación donde dormía Andrés y su mamá para discutir acerca de la actitud de Darío; se habían dado cuenta que todo había cambiado a partir de que había llevado el extraño libro del que ahora no se despegaba por lo que pensaban que si desaparecían dicho objeto todo volvería a ser como antes.
         Pero los planes no siempre salen como uno los imagina.
         Durante gran parte del transcurso del día, el joven se la pasaba leyendo el dichoso libro en la mesa de la cocina y cuando salía al baño, sus hermanas corrían para llevarse el ejemplar malvado, pero siempre que llegaban el libro éste no se encontraba donde lo había dejado Darío lo que confundía y aterraba al mismo tiempo a las tres señoras, pues todas habían comprobado que su hermano había salido de la casa con las manos vacías por lo que no podían entender donde había quedado el infernal objeto.
         Más incomprensibles eran las ocasiones en que, en medio de la noche Darío leía el libro en su cuarto; la mamá de Andrés lo mandaba llamar con cualquier pretexto y en cuanto abandonaba su habitación sus hermanas entraban corriendo para buscar el libro y destruirlo pero lo mismo, no encontraban nada; revisaban el cuarto de arriba abajo y en los únicos muebles que poseía el joven, volteaban la cama de un lado hacia otro, revisando bajo de ella; el pequeño ropero donde guardaba sus escasas prendas de vestir de donde las sacaban una a una para comprobar desencantadas que no había nada. Incluso llegaron a pensar si no estaría oculto en algún recoveco de las paredes pero no había lugar alguno donde se pudiera ocultar un objeto tan grande como el que buscaban; en medio de la desesperación pensaban si no lo había enterrado en el suelo pero cuando buscaban en alguna parte de la habitación donde la tierra hubiera sido removida recientemente seguían sin encontrar lo que buscaban tan afanosamente.
         Todo eso las tenía completamente aterradas.
         Andrés, quien era el único que sabía de donde había sacado el libro Darío, seguía guardando silencio, pues él a su vez también se encontraba tremendamente asustado, como si él mismo hubiera hecho algo malo, por lo que esperaba que en algún momento terminase la pesadilla que estaban viviendo en su casa.
         Presas de la desesperación, las hermanas optaron por llamar a un cura para que fuera a bendecir la casa y así evitar la entrada del maligno, por lo que en cuanto Darío abandonó su morada en una de sus incontables ausencias fueron por el párroco del pueblo, pero en cuanto éste dio un pie dentro la casa cayó desmayado, siendo presa de horribles convulsiones que lograron que el clérigo se desmayara; en cuanto volvió en sí, se levantó para irse corriendo jurando jamás volver a lo que él llamó “Tierra maldita”.
         Pero aún faltaba lo peor.

Al día siguiente de la fallida bendición de la casa, las hermanas de Darío se le acercaron con miedo y le pidieron que acompañara al pequeño Andrés para cuidar a las vacas y cuando esperaban que aquel se negaría, el joven simplemente dijo:
         -Sí, iré con él; tengo algunas cosas que hacer en el campo-.
         Al escuchar lo anterior, al chiquillo le brincó el corazón de miedo, pues desde que su tío había regresado de la supuesta venta del libro, jamás habían vuelto a platicar y dada su actitud, ahora Andrés le tenía un terror que no se atrevía a confesar por lo que ambos caminaron el trecho hasta el llano en completo silencio.
         Pero en el fondo, como todo niño curioso cuando estaban almorzando, el pequeño comenzó a cuestionar a su tío:
         -Oye, y el libro que encontraste, ¿De qué trata?-.
         Darío guardó silencio unos instantes y cuando Andrés pensó que no le iba a contestar, le dijo:
         -Habla de grandes poderes que puedes obtener si sigues al pie de la letra las enseñanzas que te indica-.
         Andrés se sorprendió de lo que le dijo su tío, pero más le aterró la manera tan culta que tenía de expresarse, algo que jamás había hecho antes, pero aun así le preguntó:
         -¿Y qué enseñanzas son esas?-.
         El joven solo dijo:
         -No lo entenderías-.
         Y se acabó la conversación.
         Andrés se sentía angustiado pero no sabía bien el por qué; había dejado de disfrutar la compañía de su tío y en ese momento le invadía una incomodidad como si presintiera que algo malo fuera a ocurrir, lo cual aumentó cuando Darío se levantó rápidamente de donde estaba sentado y le dijo:
         -Ahorita regreso, tengo algunas cosas importantes que hacer-.
         Y antes de que el niño le preguntara algo, le ordenó:
         -Y pase lo que lo pase no me sigas-.
         Andrés se dirigió hacia donde estaban sus vacas mientras veía como el joven se dirigía al Cerro de las Angustias de forma decidida.
         El chiquillo se quedó un par de horas arreando a sus animales cuando el cielo comenzó a ser invadido por un sinfín de nubes oscuras y amenazadoras que conforme avanzaban, ocultaban al sol de manera inexplicable mientras el ambiente se enrarecía cada vez más.
         En eso, un viento helado comenzó a soplar mientras el cielo se oscurecía hasta dar la impresión de no ser el medio día pues casi parecía noche cerrada; las vacas mugieron desesperadamente presas del nerviosismo al sentir el viento que circulaba cada vez más rápido.
         Andrés trataba de controlar el ganado lo mejor que podía pero conforme aumentaba la oscuridad y la velocidad del viento se dio cuenta que era tarea menos que imposible, pues todas las vacas se echaron a correr desperdigándose por el campo despavoridas; el pequeño no sabía qué hacer, pues no se decidía entre correr tras los animales y recuperarlos o buscar él también algún refugio.
         Para mayor pavor de Andrés, se escucharon una serie de relámpagos que de repente iluminaban el ambiente de manera grotesca y cuando estaba a punto de echarse a correr pudo ver en medio de los rayos una figura oscura que a lo lejos se acercaba velozmente.
         El chiquillo quiso gritar pero cuando la figura se acercó más, vio con alivio que era Darío que corría con el libro maldito bajo el brazo pero cuando llego junto a él, el terror se volvió a apoderar del niño pues su tío corría desesperado con una expresión de absoluto espanto en sus ojos mientras le gritaba:
         -¡Andrés, Andrés, ayúdame!-.
         Y en cuanto llegó junto a su sobrino, lo abrazó desesperadamente por lo que el pequeño en medio del pánico que experimentaba le contestó también a gritos:
         -¿Qué pasa Darío? ¿Qué está sucediendo?-.
         Darío simplemente gritó:
         -¡Agárrame porque me quiere llevar!-.
         Y el niño exclamó angustiado:
         -¿Llevar? Pero ¿Quién?-.
         Y mientras Darío abrazaba desesperadamente a su sobrino, ambos voltearon hacia el Cerro de las Angustias y con espanto vieron a un hombre vestido con un traje de charro completamente negro que montaba un caballo de igual color que arrojaba fuego por los orificios de la nariz.
         Andrés sentía que estaba a punto de desmayarse pero aun así, le preguntó a su tío:
         -¡Darío! ¿Quién es ese hombre?-.
         El joven en medio de su pavor le contestó:
         -¡Es el Diablo y viene para llevarme con él!-.
         Y antes de que pudieran decir algo más, la siniestra figura les habló con voz estruendosa:
         -¿Así que quieres ser mi aliado Darío? ¡Ya estoy cansado de estúpidos como tú que quieren compartir mi poder pero no quieren pagar el precio: su maldita alma!-.
         Mientras escuchaban lo anterior, Andrés se dio cuenta que al demonio no se le podía distinguir la cara pues solo se veían un par de puntos rojos que al parecer eran sus ojos los cuales miraban con un odio infinito; el caballo brincaba violentamente sobre sus cuartos traseros relinchando de forma horrible mientras el Diablo volvió a hablar:
         -¡Por esta vez la inocencia del niño que abrazas patéticamente te ha salvado pero no quiero volver a saber de ti en lo que resta de tu inmunda vida!-.
         Y dándose media vuelta, desapareció detrás del cerro.
         Inmediatamente las nubes se fueron abriendo para dejar pasar la luz del sol por lo que Darío soltó a Andrés, dejándose caer de rodillas mientras ambos lloraban entre la hierba.
         Poco a poco las cosas volvieron a la normalidad por lo que se dedicaron a buscar a las vacas que se habían refugiado a la sombra de un grupo de árboles a excepción de una que se hallaba en el suelo gimiendo lastimeramente; cuando se acercaron vieron que la mitad de su cuerpo se encontraba completamente quemado por lo que decidieron sacrificarla poniéndose de acuerdo que a las tías de Andrés les iban a decir que le había caído un rayo.

         Después de ese día, Darío convenció a sus hermanas de que mejor vendieran su ganado e iniciaran una nueva vida en otro lugar; las señoras, al ver que el chico había vuelto a la normalidad y que incluso su físico había vuelto a ser el de antes le hicieron caso, por lo que se deshicieron de sus animales y con el dinero se fueron a vivir a otro estado de la República Mexicana, donde pusieron un comercio que atendían entre todos, lo cual con el tiempo incluso mejoró su nivel de vida.
         Darío, a pesar de que lo había abandonado el aire siniestro que había adoptado, jamás volvió a ser el mismo, pues se volvió una persona muy seria dedicada por completo a su trabajo y como jamás se casó, murió solo casi a los ochenta años.
         En cuanto a Andrés, las pesadillas producto de lo que vivió en el ese fatídico día lo hicieron enfermar, por lo que su mamá tuvo que conseguir un santero para que lo curara de espanto.
         Pero como el tiempo todo lo alivia, años después el mismo Andrés dejó de pensar en lo que había experimentado guardando sus recuerdos en lo más profundo de su alma y solo se atrevió a contar dicha historia a sus nietos a quienes les encantaba reunirse alrededor de su abuelo para que les contara una y otra vez la infernal aventura que había vivido de chiquillo; en una ocasión en que uno de sus descendientes le preguntó qué había pasado con el libro maldito, el experimentado anciano lanzó un suspiro de alivio y simplemente contestó:

         -Jamás se volvió a saber nada de él-.

miércoles, 1 de mayo de 2019

ASESINO SERIAL




         Mi nombre no importa; los medios me llaman monstruo, engendro, aberración. A mí el que me más me gusta es el de asesino serial.
         Sí; me dedico a matar personas.
         ¿Por qué lo hago?
         Ya no lo recuerdo.
         Comencé matando gatos y perros que deambulaban cerca de mi casa cuando tenía como diez años; no entraré en detalles, simplemente diré que me encantaba ver como se convulsionaban cuando la vida huía despavorida de sus cuerpos.
         No los aburriré con historias de familias disfuncionales pues mis papás, cuando vivían, me trataban muy bien; festejos en cumpleaños, vacaciones como premio por mis excelentes calificaciones escolares, entre otros placeres propios de la niñez.
         Nada de maltrato infantil.
         Simplemente me gusta matar.
         Mi primera víctima humana fue a los quince años; una antigua amiga que tuve en una ocasión me hizo enfurecer, ya no recuerdo por qué, y comencé a golpearla hasta que cayó sin vida.
         Me gustó.
         No; de hecho me encantó.
         Así como hay personas que al tocar un lápiz y comenzar a dibujar descubren cuál es su objetivo en la vida, así me sentí yo; me di cuenta que había nacido para matar.
         Obviamente he evolucionado; con mi primera víctima simplemente la llevé a una casa abandonada que conocíamos en mi barrio y ahí la abandoné. Encontraron el cuerpo putrefacto tiempo después, lo que causó todo un revuelo en esos días.
         Pero lo que más me gustó, aparte de la sensación de matar, fue el orgullo que sentí cuando en los periódicos dijeron que el asesino que había matado a la chica había demostrado un elevado nivel de sangre fría y que, dado que no había dejado ningún rastro, era prácticamente imposible que lo atraparan.
         En el momento actual escojo detalladamente a mis futuras presas; las estudio, las sigo y aprendo cuáles son sus rutinas de vida para saber en qué momento puedo atacar.
         Esa espera y planeación es extremadamente excitante.
         No hago distinción entre hombre y mujer, pues eso para mí no es importante; de hecho, cuando escojo a una chica es porque me parecen bellas. Eso es todo.
         ¿Nunca has pensado en destruir algo hermoso?
         No se confundan; no abuso sexualmente de ellas, pues eso me parece asqueroso.
         De hecho, ni siquiera siento necesidades sexuales como todos los demás, pues al matarlas es simplemente como cuando te encuentras una muñeca nueva y la haces pedazos, arrancándoles las piernas de juguete, luego los brazos y finalmente les quitas la cabeza.
         No; mi satisfacción sexual la obtengo al ver el miedo en sus ojos.
         Miedo de saber que van a morir y que no pueden hacer nada para evitarlo.
         Y lo mejor de todo es la expresión de dolor al sentir las “caricias” de mi colección de instrumentos de muerte que ido ampliando con el paso de los años.
         A veces incluso he llegado al orgasmo mientras veo como la vida abandona sus frágiles cuerpos.
         Claro que he cometido errores.
         Hace tres años me encontraba siguiendo a un tipo que iba al mismo gimnasio que yo y tuve la torpeza de primero hacer amistad con él. Cuando encontraron su cuerpo mutilado, inmediatamente recayeron las sospechas sobre de mí; estuve tres meses en la cárcel hasta que se dieron cuenta que no había pruebas que me inculparan por lo que tuvieron que dejarme salir, pero mis huellas y mis datos se quedaron registrados en el sistema.
         Afortunadamente, mis padres ya habían fallecido pues si hubieron visto a su único hijo ir a la cárcel, eso los hubiera derrumbado.
         Supongo que si eso hubiera pasado, me habría causado dolor ver su sufrimiento.
         O al menos, eso es lo que imagino.
         Para evitar otro tropiezo como ese, dejé de hacer amistad con mis “prospectos”.
         Aparte, poseo un arma secreta.
         Tengo un primo de mi edad llamado  Adán, quien tenía la afición de jugar fútbol americano. En una ocasión recibió un golpe tan fuerte en la columna que terminó cuadrapléjico por lo que no puede mover ninguna parte de su cuerpo; incluso le implantaron un respirador para que pueda seguir viviendo.
         Si es que a eso se le puede llamar vida.
         Su cerebro sigue funcionando, pues se le nota la alegría cuando lo visitan mis tíos, pero no puede hablar ni siquiera para saludarlos.
         En una ocasión que lo visité me di cuenta que dado que su existencia no tiene más utilidad que causarle aflicción a sus padres, bien podría servir para mis propósitos, por lo que he llevado varios de mis cuchillos para ponérselos en sus manos muertas y que se les queden grabadas sus huellas digitales; aparte, de vez en cuando si está a solas en la habitación del lujoso hospital donde ese encuentra internado, le inserto una jeringa para sacar algunas gotas de su sangre y así, cuando termino una de mis “travesuras”, impregno el cuerpo de mis víctimas con su líquido hemático; de esta manera, si pierdo mis herramientas las huellas que encuentren en ellas serán las de Adán y la sangre derramada contiene su ADN, no el mío.
         No sé si hasta la fecha al practicar las necropsias de los cuerpos se hayan dado cuenta que hay otro tipo de sangre en los cadáveres, pero prefiero ya no arriesgarme; incluso he dejado algunos cabellos suyos en la escena del crimen que le he arrancado y dado que me he depilado todo el vello de mi cuerpo, incluido mi propio pelo, en ese aspecto también estoy protegido.
         Supongo que todo eso ha funcionado, pues que jamás he vuelto a ser sospechoso de nada.
         Lo mejor de todo lo referente a mi primo es que también tiene otra utilidad para mí.
         Es mi confidente.
         Sé que suena arrogante, pero me fascina la idea de saber que soy mucho más inteligente que los pseudo investigadores que andan tras de mí, sin encontrarme. Como sería una completa estupidez escribir un diario, prefiero visitar a mi primo y platicarle la última de mis hazañas. Es divertido ver como se le abren desmesuradamente los ojos cuando me ve entrar en su habitación, y más cuando jalo una silla para sentarme a diez centímetros de su cama mientras le tomo su mano derecha entra las mías y le confieso mis crímenes. A veces es tanto el miedo que expresan sus ojos mientras platico con él, que los cierra fuertemente y cuando los abre comienzan a rodar lágrimas por sus mejillas. En una ocasión mis estúpidos tíos entraron cuando eso sucedía y se enternecieron al ver la emoción en sus ojos, y más porque lo atribuyeron al dolor de no poder convivir conmigo como cuando éramos chiquillos.
         Desgraciadamente eso no me duró mucho.
         Después de unos cuantos meses, mi primo empezó a tener un comportamiento extraño, si es que en sus circunstancias puede haber algo más extraño que vivir sin vivir.
Sucedió que los médicos notaron que su mirada ya no tenía la viveza que antes mostraban; se lo atribuyeron al hecho de que se había rendido y que en realidad ya no quería seguir viviendo.
         Una noche su corazón simplemente dejó de funcionar; todo mundo se lo atribuyó a una fuerte depresión que le impidió seguir adelante.
         Los humanos pueden ser tan ingenuos.
         ¿Qué si yo lo maté con mis confesiones?
         No lo sé; lo único que siento es que me quedé sin mi baño.
         ¡Ja!, lo llamo baño porque mi primo se había convertido en el receptor de toda la porquería que sale de mi mente y que he llevado a cabo a lo largo de mi vida.
         Y eso que no le platicaba los detalles de mis aventuras.
         Esos me los guardo para mí mismo.
         Esos me pertenecen solo a mí.
         Hay noches en que no he dormido hasta el amanecer, pues me deleito repasando lo que hice horas antes recreando todo el episodio en mi mente como si fuera una película; desde que comienzo a seguir a mi presa hasta el momento en que me acerco a ella sigilosamente en medio de la noche para inyectarle un tranquilizante que hace que su cuerpo pierda las fuerzas pero no la conciencia; la subo a mi auto y me la llevo a una casa de campo que me heredaron mis padres y que me evita el riesgo de posibles testigos.
         Aun así, en una ocasión me detuvo una patrulla y al ver que la chica que llevaba no se movía, me cuestionaron al respecto por lo que simplemente les dije que veníamos de una fiesta y que como había bebido, la llevaba a descansar a su casa. Como a esa presa le desfiguré la cara, no hubo riesgo de que la identificaran como la mujer que vieron la noche anterior.
         ¡Estúpidos!
         Siguiendo con mis recuerdos, me regodea la parte cuando llegamos a la casa y que los acuesto en una mesa metálica que tengo en la habitación más amplia de la vivienda; sus ojos muestran confusión de no saber que está sucediendo y más cuando comienzo a amarrar sus extremidades al mueble. Después de eso, les corto las ropas para poder divertirme a mis anchas; preparo mi arsenal mientras pasa el efecto del tranquilizante, pues es mejor cuando sienten cada una de las cosas que hago con su cuerpo.
         Para evitar cualquier percance, los amordazo fuertemente pues no quiero que los gritos atraigan a  alguien, a pesar de la lejanía que tiene la casa con la civilización.
         A veces me pregunto; si les quitara la mordaza: ¿Qué gritarían? ¿Pedirían piedad, amenazarían, invocarían a Dios?
         Prefiero no arriesgarme.
         Así que mejor sigo con mi pasatiempo y saco mis juguetes para divertirme con ellos.
         A veces he pensado en conservar un par de “recuerdos”, o trofeos como les llaman los criminólogos, pero eso se me hace demasiado infantil, como cuando coleccionas estampas de los álbumes que venden afuera de las escuelas.
         No; prefiero que esos recuerdos se queden en mi mente y de esa manera, disfrutarlos en cualquier momento y en cualquier lugar, como cuando estoy en mi oficina y a media tarde tomo un pequeño descanso de mis labores. Me recargo cómodamente en mi sillón de piel y comienzo a repasar mis pensamientos mientras veo pasar frente a mi puerta a los demás empleados.
         ¿Qué pensarían si pudieran leer mi mente?
         ¿Quién se imaginaría que un alto ejecutivo como yo se divierte no como ellos, en conciertos y deportes sino que pasa sus ratos libres descuartizando personas?
         Es de dar risa, ¿No?
         Bueno, hoy es viernes y llegó el momento de divertirme.

         Han pasado tres meses desde que hice un recuento de mi vida; en todo este tiempo han sucedido muchas cosas, como que la policía ya encontró la sangre y las huellas de mi primo pero como no tienen con qué comprarlas, no han avanzado en sus investigaciones. En cuanto a los medios de comunicación, se han deleitado con las altas ventas de los periódicos al explicar a detalle mis aventuras mientras la gente horrorizada con los detalles, leen hasta la última palabra a pesar del ambiente de paranoia que se ha desatado en toda la ciudad a causa mía.
         Morbosos como todos los seres humanos.
         Creo que ellos están más locos que yo.
         Yo hago esto porque así nací, ¿Pero ellos?
         ¿Qué les fascina tanto de mis crímenes?
         Todos tenemos nuestro lado oscuro.
         ¿Será que sienten envidia de que yo sí dejo salir al monstruo que tengo dentro y ellos no pueden hacerlo por miedo?
         Tal vez por eso se nutren consumiendo noticias aberrantes.
         Para saciar su propia sed de sangre.
         En fin, todo esto lo pienso mientras estoy preparando el cuerpo de mi nuevo visitante; ya está amarrado en la mesa completamente desnudo; ya encendí el horno que construí para deshacerme de los restos, pues una vez que han encontrado el ADN de mi primo, eso guiará a las autoridades hacia un camino equivocado mientras yo puedo divertirme tranquilamente.
         Me he desnudado yo también pues me causa repulsión terminar con la ropa bañada en sangre; prefiero simplemente bañarme al terminar y así descansar relajadamente.
         Pero algo no anda bien; siento algo extraño en el aire.
         Algo que no debería estar en el ambiente; un intruso que se ha colado en mi casa, en mi vida, en mi diversión.
         Presiento algo inesperado.
         Escucho una fuerte explosión y pierdo el conocimiento.

         Abro mis ojos trabajosamente y la luz de las lámparas me ciega momentáneamente, mientras trato de ubicar en donde me encuentro.
         Escucho sonidos intermitentes de máquinas que están instaladas a los lados de mi cuerpo y mis fosas nasales son invadidas por el olor a alcohol y desinfectante, lo que me indica que estoy en un hospital.
         No puedo moverme lo que debe ser producto de la anestesia ya que ni siquiera siento dolor en mi cuerpo; solo puedo mover mis ojos.
         ¿Sabrán quién soy?
         Supongo que sí, pues puedo leerlo en la mirada de miedo y repulsión que me lanza el doctor que acaba de entrar; detrás de ella una enfermera se acerca para revisar el expediente que está colgado a los pies de mi cama y cuando quiero interrogarla acerca de mi condición, mis labios no se mueven.
         Desisto de hablar y me dedico a escucharlos.
         La enfermera muestra una mirada de terror mientras el médico le informa que yo soy el asesino que habían estado buscando las autoridades desde hace varios años; me encontraron al escuchar una explosión en medio de un paraje desolado y que cuando llegaron vieron que mi horno había estallado provocando un derrumbe que ocasiono que las vigas del techo cayeran sobre de mí.
No sufrí ninguna quemadura lo cual me causa un poco de consuelo pero las lágrimas comienzan a rodar por mis mejillas cuando oigo el diagnóstico:
“Este hombre ha quedado cuadrapléjico”.