domingo, 15 de septiembre de 2019

EL CUENTO DE CHOMPITA


   
         Juventino era zapatero; el más querido del rumbo.
         Se iba directamente a León, Guanajuato a surtirse de mercancía para venir a venderla a la Ciudad de México en los barrios pobres donde vivía gente que no tenía acceso a tiendas de prestigio para adquirir calzado. Claro que otra ventaja era que cuando las personas no tenían para pagarle los zapatos en una sola exhibición, él se los vendía en abonos.
         Lo anterior sin contar que jamás cobraba más allá de lo que él mismo consideraba una ganancia decorosa sin abusar de nadie; incluso, cuando vendía su producto en abonos, era enemigo de cobrar intereses.
         Pero tal vez lo que más conquistaba a la gente era la manera tan amigable que tenía para dirigirse hacia ellos; siempre les hablaba con un tono afectuoso acompañado de su eterna sonrisa.
         Efectivamente; Juventino era un hombre honesto a carta cabal.
         Por eso era apreciado en todas las colonias que acostumbraba visitar donde era conocido afectuosamente como Chompita.
         Chompita sabía de los peligros que acechaban su profesión por lo que siempre que salía a la calle acompañado de su joven ayudante, quien lo auxiliaba cargando las cajas de zapatos, portaba una pistola; afortunadamente nunca se había dado la ocasión de usarla, pero no por eso dejaba de cargar su revolver en el cinto. Eran tiempos en los cuales las personas desesperadas por la falta de educación y  trabajo se veían en la penosa necesidad de delinquir, pero como afortunadamente era muy apreciado por los vecinos, nunca había sido víctima de algún robo.
         Desgraciadamente nadie es monedita de oro para tener el aprecio de todas las personas.
         Los sábados por la tarde al terminar su dura jornada semanal, Chompita le pagaba el sueldo pactado a su ayudante y lo mandaba de regreso a su casa, cargando las cajas de los zapatos sobrantes, mientras que él se iba a una casa donde de manera clandestina se había instalado una cantina; acostumbraba juntarse con los habitantes de la colonia en cuestión para departir en el patio de la casa, donde cuyo dueño había instalado algunas mesas para que los parroquianos se sentaran a consumir cerveza mientras pasaban el tiempo jugando baraja, dominó o simplemente platicando.
         Para desgracia de Juventino, ese lugar de esparcimiento también era frecuentado por el delincuente del barrio a quien todos simplemente conocían como el “Jergas”, individuo a todas luces despreciable pues era capaz de robarle incluso a sus propios vecinos y como siempre portaba un cuchillo metido en el cinturón, nadie se atrevía a confrontarlo, pues el Jergas no tenía empacho de utilizarlo para herir a quien se le pusiera enfrente.
         El Jergas había tomado como víctima personal a Chompita, pues en el fondo le molestaba que todas las personas lo apreciaran; secretamente deseaba ser admirado tal como lo era el humilde zapatero, pero como era de las personas que en lugar de superarse para ganarse el respeto de los demás, prefería inducir miedo entre sus semejantes así como desquitarse de los hombres que de verdad se merecen el afecto de la gente.
         Cada que el Jergas se encontraba con Chompita, inmediatamente se dirigía hacia él para molestarlo; le golpeaba la cabeza a manera de saludo, le tiraba la cerveza y sin importar lo que Juventino estuviera platicando, siempre encontraba la manera de burlarse de sus palabras.
         Todo eso enfurecía a Chompita.
         Trataba de mantener a raya al malhechor, pero aun así había ocasiones en que hubiera deseado reaccionar como cualquier hombre lo hubiera hecho; esto es, con violencia. Incluso sus mismos amigos a veces lo cuestionaban de su actitud tan dócil al recibir los insultos y burlas del Jergas, pero él siempre contestaba con una sonrisa:
         “La vida se encargará de cobrarle su actitud”.
         Lo que pasaba era que nadie conocía la verdadera causa de su falta de reacción a los insultos recibidos.
         Sucedía que a pesar de casi cumplir cuarenta años, Chompita jamás se había casado, pues al ser hijo único vivía con su mamá, una anciana víctima de las enfermedades propias de su avanzada edad, por lo que el zapatero había dejado su vida personal para cuidar de su progenitora a quien le tenía un amor infinito, como el que solo puede tenerle un hijo a la autora de sus días. Juventino tenía muy buena comunicación con la señora, por lo que incluso le había contado en innumerables ocasiones acerca de los abusos del Jergas y hasta le había comentado las ganas que le daban de darle una lección a tan desagradable persona, pero su mamá siempre lo tomaba de la mano y le decía suavemente:
         “Prométeme que jamás lo vas a lastimar; me moriría de la pena que te metieras en problemas por alguien así”.
         Juventino sonreía y le reiteraba dicho compromiso, pues en el fondo él tampoco estaba dispuesto a que su madre sufriera al saber que el zapatero fuera a la cárcel por culpa del Jergas o incluso mucho peor, que tuviera que salir huyendo sin que la enferma señora supiera de su paradero nunca más.
         No; Chompita jamás se atrevería a dejar desamparada a su madre a causa de su venganza, por muy justa que ésta fuera.
         El Jergas por su parte, sin conocer el verdadero motivo de la pasividad de Juventino, simplemente se lo achacaba a su falta de carácter, por lo que se sentía confiado en que jamás le iba a responder, lo cual daba pie a seguir con su abuso en contra del zapatero.
         Desgraciadamente, las circunstancias cambiaron de un día para otro.

         El zapatero dejó de presentarse en la colonia durante dos semanas completas para extrañeza y preocupación de los vecinos, pero como nadie sabía dónde vivía exactamente, lo único que hacían era conjeturas acerca del paradero de Juventino; algunos decían confiados que simplemente estaba enfermo, otros decían que tal vez había sufrido un accidente y los más pesimistas afirmaban que había fallecido.
         Cuando el siguiente sábado los amigos cerveceros del zapatero se encontraban en el lugar de siempre, se alegraron al ver entrar a un Chompita, quien a diferencia de otras ocasiones no llegó con su eterna sonrisa, sino que su rostro mostraba un gesto adusto; se sentó solitariamente en una meza y pidió una cerveza por lo que todos corrieron a saludarlo y cuestionarlo acerca de su ausencia, a lo que él simplemente contestó:
         “Mi madre ha muerto”.
         Todos inmediatamente trataron de consolarlo de tan irreparable pérdida, lo cual extrajo una tierna sonrisa al zapatero, pues se daba cuenta de la verdadera amistad y solidaridad que había construido a lo largo de los años debido a su comportamiento noble y desinteresado; escuchó pacientemente las palabras de aliento de los presentes, agradeciéndoles a todos su genuino interés hasta que de repente, todos guardaron silencio.
         Había llegado el Jergas.
         En cuanto el delincuente localizó a Juventino, una sonrisa siniestra pintó su rostro y empujando a los presentes, se le sentó enfrente y le dijo con burla:
         -¿Qué pasó Chompita; porque no habías venido?-.
         El aludido dijo seriamente:
         -Tuve asuntos pendientes-.
         El Jergas continuó con su mofa diciendo:
         -Puede ser, pero no por andar de parrandero en otros lados debes de olvidarte de los “amigos”-.
         Y antes de que el zapatero contestara, el delincuente volteo a ver al dueño de la cantina y gritó fuertemente para que todos lo oyeran:
         -¡Pepe; dame una cerveza y apuntala a la cuenta de Chompita!-.
         El cantinero, más por miedo que por otra cosa, inmediatamente le llevó lo solicitado; cuando el Jergas tuvo la botella frente a sí, le dio un largo trago y encendiendo un cigarro, contempló largamente a Juventino y le dijo despectivamente:
         -¿Sabes que pienso Chompita?-.
         Juventino simplemente dijo:
         -¿Qué?-.
         Jergas exclamó:
         -Que te habías ido porque eres un maldito cobarde-.
         El zapatero dijo tranquilamente:
         -No, no lo soy-.
         El malhechor dijo amenazadoramente:
         -Eso lo veremos-.
         Y para sorpresa de todos le soltó una sonora bofetada, que simplemente hizo que Juventino volteara la cara sin inmutarse.
         Chompita dejó tranquilamente su cerveza en la mesa y se puso de pie, por lo que el Jergas lo imitó diciendo:
         -¿Te vas a ir como el cobarde que eres?-.
         Con una mirada de desafío, Juventino le dijo:
         -No; eso ya se acabó-.
         El delincuente sacó su cuchillo y lo reto diciendo:
         -¿Y qué vas a hacer, méndigo zapatero muerto de hambre?-.
         Chompita lo miró directamente a los ojos y sentenció:
         -Cuando mi madre vivía me hizo prometer que jamás te contestara, pues no soportaría lo que me sucediera si yo hiciera algo así; ahora ella está muerta por lo que estoy libre de esa promesa-.
         Sacó lentamente la pistola de su cintura y apuntando directamente a la cara del Jergas, apretó el gatillo.

         Como era de esperarse, se llevaron a cabo las investigaciones por parte de las autoridades, pero tomando en consideración que el difunto era un “pájaro de cuenta” debido a sus múltiples crímenes y que todos los amigos de Chompita declararon que el zapatero simplemente había actuado en defensa propia, a los dos meses de lo sucedido, a Juventino se le volvió a ver en la colonia con su eterna sonrisa, cargando sus cajas de zapatos para ofrecerlos a los lugareños.
         Todos los que se cruzaban con él, inmediatamente lo saludaban con genuino afecto, orgullo e incluso admiración; no faltaba quien, al no conocerlo, preguntara cuál era la historia de tan peculiar personaje por lo que sus amigos, quienes no tenían empacho en platicar lo que Juventino había hecho platicaran lo sucedido y siempre, al terminar el relato, alguien exclamaba:
         “A toda capilla le llega su misa”.
         Y efectivamente, al Jergas le llegó su misa.

         Pero su misa de difunto.

domingo, 1 de septiembre de 2019

ZOMBIE RITUAL

      

         Inició una tarde de primavera.

         Los muertos comenzaron a levantarse de sus tumbas.

         Hubo casos en que, en el mismo velorio el difunto al que velaban salía violentamente de su féretro para atacar a los aterrados dolientes sin respetar amigos, familiares, visitantes.

         Los panteones se fueron quedando vacíos, pues multitud de espectros salían de dentro de la tierra para atacar a los vivos; los recién enterrados que tenían sus cuerpos completos corrían con una velocidad aterradora arrojándose sobre de cualquier ser humano que encontraban a su paso, mientras que los que ya llevaban años enterrados caminaban con una tétrica lentitud, pero en cuanto tenían a alguien cerca de ellos, comenzaban a morderlos desesperadamente.

         Al principio se pensó que se trataba de una enfermedad desconocida; las religiones hablaron de un castigo de Dios, otros decían que simplemente eran alucinaciones, pero en términos generales nadie supo la causa, por lo que la gente cansada de buscar respuestas se dejó llevar por el pánico.

         Los más ilusos se refugiaron en iglesias y lugares considerados “sagrados” pero los recién salidos zombis no respetaron nada; en cuanto llegaban al lugar atraídos por el ruido de los vivos, se arremolinaban ante las puertas hasta derribarlas para espanto de los pobres que se habían ocultado los cuales sucumbían bajo las feroces mordidas de estos seres de ultratumba.

         Se intentó combatirlos como era de esperarse; el ejército y fuerzas armadas recibieron la orden de defender a las multitudes de los zombis, pero en cuanto un muerto vivo se infiltraba entre ellos, como si fuera una enfermedad contagiosa uno a uno todos los combatientes caían entre sus hambrientas fauces, para minutos después también lanzarse sobre de los que aún estaban con vida.

Claro, se podía acabar con ellos; desgraciadamente aprendimos demasiado tarde como hacerlo.

Al principio la gente utilizó armas de fuego y cuchillos, pero con las balas no caían y en cuanto a las armas blancas, si mutilabas a un zombi, sus partes aún se movían buscando alguien a quien atacar.

         Lo peor era la cabeza; muchos ingenuos al cortarle esa parte del cuerpo al muerto viviente pensaban estar a salvo, pero en cuanto se acercaban a la testa cercenada, ésta inmediatamente comenzaba a lanzar mordidas, contagiando de su estado a quien tenía la desgracia de sufrir una herida de sus dientes. Con el tiempo pudimos darnos cuenta que a final de cuentas eran seres físicos por lo que comenzamos a combatirlos aplastándolos, haciéndolos estallar e incluso quemándolos; esto último se hacía con mucha precaución pues si el zombi era veloz, aun con las llamaradas que brotaban de su cuerpo seguía embistiendo a los vivos, algunos de los cuales, si no murieron de sus agresiones, si lo hicieron al ser alcanzados por las llamas de fuego de su atacante.

         Como es de esperarse el sistema se colapsó; las personas dejaron de ir a trabajar e ir a las escuelas para dedicarse a saquear tiendas y supermercados a fin de abastecerse de víveres y refugiarse en sus casas. Fueron los primeros en caer pues al llegar la multitud de zombis a sus hogares, era prácticamente imposible escapar de ellos.

         Debido a lo anterior, la gente comenzó a refugiarse en especies de comunas que al menos durante algunos meses les sirvió de protección, pero en cuanto llegaban los muertos, ahora por cientos, caían también bajo su embestida, sumándose momentos después al ejército de esos seres infernales.

         Lo más horrendo de todo es que los zombis atacaban a las personas a mordidas, pero en realidad lo que buscaban era arrancarles el corazón a los vivos para devorarlo, como si de caníbales se tratase. Como es de imaginarse, el corazón de una persona no alcanzaba a alimentar a tantos muertos, de ahí la fiereza con la que se arrojaban sobre de las aterradas personas; solo los más rápidos obtenían lo que querían para dejar a los más lentos desesperadamente hambrientos.

         El número de vivos descendía rápidamente mientras el de muertos subía vertiginosamente.

         Y ahí fue cuando comenzó mi historia.

 

         Me llamo Erick y tengo veinte y tres años; decidí escribir este diario de vida esperado que alguien lo encuentre y si eres tú el que lo está leyendo ahora, quiero que aprendas de mi experiencia.

Hace ya un par de años que comenzó el ataque zombi y hasta la fecha soy de los pocos que sobreviven; he tenido suerte de seguir vivo, si es que se le puede llamar suerte a estar en este horrible mundo en el que se ha convertido nuestro planeta. Trabajaba en un supermercado por lo que en cuanto se desató la hecatombe fui de los primeros en saquear mi antiguo centro de trabajo; me refugié en el departamento que rentaba, pero una noche en cuanto escuché los gritos de terror de los vecinos, inmediatamente salí corriendo para buscar el cobijo de un bosque que circunda la ciudad donde anteriormente vivía.

         Afortunadamente soy huérfano lo cual es las circunstancias actuales es una ventaja pues no tuve que matar a nadie de mi familia con mis propias manos como algunos otros se vieron obligados a hacerlo; muchos se resistieron, pero en cuanto el hermano o la madre se levantaba para arrojarse sobre de ellos, ni siquiera los más patéticos ruegos podían detenerlos.

         Viví un tiempo en el bosque alimentándome de algunos pequeños animales que encontré y en cuanto escuchaba los alaridos de los zombis inmediatamente corría a subirme a lo más alto de algún árbol sin hacer el menor ruido y rogándole a Dios que no se rompiera alguna rama que delatara mi escondite; era horrendo y a la vez fascinante ver marchar el ejercito de los muertos vivos, principalmente cuándo pasaban durante el día cuando la luz me permitía contemplarlos a mis anchas desde las alturas. Los de hasta delante caminaban con paso seguro lanzando horrendos gemidos seguidos de los que carecían de algún miembro o que cojeaban; pero lo más aterrador era cuando pasaban los últimos que incluso dentro de mi miedo me provocaban una inmensa lástima; cuerpos mutilados o podridos que avanzaban penosamente secundados por niños que apenas podían caminar e incluso torsos sin piernas que se arrastraban con las manos descarnadas. Todos estos últimos eran los que emitían los quejidos más horribles que ser humano alguno haya podido escuchar; esperaba hasta que ya no se oía sonido alguno y bajada de mi precario refugio para inmediatamente recargarme en el árbol y volver el estómago, pues la horda satánica dejaba un hedor a podredumbre francamente insoportable, producto de la sangre y vísceras de sus últimas víctimas así como de su propia descomposición.

         Siempre terminaba llorando.

         A veces dudaba si valía la pena seguir vivo; habitaba un lugar donde el infierno había ascendido para no abandonarlo jamás. Incluso llegué a pensar en entregarme a su horripilante gula y convertirme en uno de ellos.

         Al menos así no me sentiría tan solo.

         Pero mi instinto de conservación siempre fue más fuerte que mi soledad por lo que seguía ocultándome en cuanto veía a la nueva especie que ahora dominaba al mundo.

         En alguna ocasión intenté unirme a alguna comuna para así, por lo menos tener algo de compañía, pero como en situaciones desesperadas la naturaleza humana saca a relucir lo peor de ella no fui aceptado, debido al temor de que sus provisiones no alcanzaran para alimentar una boca más. Regresé frustrado por el rechazo recibido para seguir viviendo en el bosque, aunque más delante pude comprobar que fue la mejor decisión, pues a los tres días regresé al refugio a fin de hacer otro intento de unirme a ellos y lo encontré vacío.

         Los zombis habían atacado.

         A entrar en la bodega donde esos supervivientes del apocalipsis se habían refugiado me di cuenta de la carnicería que ahí había tenido lugar; sangre por todos lados, órganos humanos desparramados por el suelo así como algunos miembros que se movían grotescamente al caminar entre ellos. Al bode del desmayo caminé hacia la habitación habilitada como cocina para tomar todos los alimentos que cupieran en un enorme saco que encontré; cargué con él en mis hombros así como con un enorme machete que estaba tirado en el suelo y me regresé al hogar en el que ahora vivía en el mundo de los muertos vivientes.

         Me sentía cansado de no tener un momento de paz; durante el día caminaba sigilosamente entre la vegetación con la esperanza de encontrar a otro ser humano que al igual que yo, que también buscara a sus congéneres, pero nunca tuve éxito. Por las noches me subía a unas ramas donde había colocado un saco de dormir para intentar descansar pero en realidad nunca podía abandonarme al sueño como debiera de ser, pues siempre me encontraba en guardia en caso de que pasaran los zombis por ahí; las primeras semanas definitivamente no dormía pues a lo lejos escuchaba los gemidos guturales de las bestias y peor aún, hubo ocasiones en que incluso llegaba a escuchar los gritos de terror de hombres, mujeres y niños al ser atacados por los muertos vivos.

         Vivía al borde del colapso.

         Hay un dicho que dice: “Dios no te da más de lo que no puedas soportar”; no sé si sea cierto, pero en mi caso al parecer sí se aplicaba, pues con el paso del tiempo comencé a darme cuenta que había un par de horas antes del anochecer en que los zombis desaparecían. No me pregunten qué hacían en ese lapso de tiempo; no soy científico y nunca he profesado religión alguna, simplemente aprovechaba esas ocasiones para regresar a la cercana ciudad a fin de conseguir comida. Con todo, trataba de moverme cautelosamente sin descuidarme; entraba a los supermercados para sacar botellas de agua para beber así como la poca comida que todavía había, principalmente alimentos enlatados pues lo que se vendía fresco hacía mucho que estaba tan podrido como los muertos vivientes. Llegué a entrar a casas donde los depósitos de agua estaban llenos por lo que cada que podía utilizaba el agua para asearme; salía del lugar después de revisar la ropa y si encontraba algo que me quedaba, simplemente me lo ponía. No me llevaba más de lo que podía cargar y en cuanto a la ropa, solo me llevaba lo necesario, pues no tenía sentido estar acarreando prendas a mi refugio, pues en realidad dudaba que hubiera alguien que me las quisiera robar.

         En cuanto a las armas, en tiendas, casas e incluso en las calles, he encontrado un sinfín de ellas, desde pistolas y rifles, hasta sables y ballestas, incluso algunas fabricadas caseramente; al principio pensé en acumularlas, pero inmediatamente deseché la idea, pues por un lado solo podía utilizar un arma a la vez y por otro, como ya he comentado, solo se puede acabar con los zombis al cortarles la cabeza, así que creo que mi machete es más que suficiente. Lo que sí he llegado a transportar a mi refugio fueron varios garrafones de gasolina los cuales utilicé para fabricar un buen número de cocteles molotov, pues en caso de un ataque masivo serían de gran utilidad.

         Es tanta la tranquilidad de ese lapso del día que incluso en algunas ocasiones me he aventurado a vagar por las zonas comerciales; camino por las banquetas otrora llenas de gente en medio del más absoluto silencio sintiendo como si estuviera en otro planeta pues no escucho los sonidos que normalmente inundan esas partes de las grandes ciudades tales como los ruidos de los motores de los autos, la música de los almacenes, así como las conversaciones y gritos humanos. Me paro frente a los aparadores de artículos de lujo reflexionando hasta donde ha llegado la humanidad; ropa y enseres personales obscenamente caros, pomposos coches, así como un sinfín de aparatos eléctricos que el ser humano ha inventado a lo largo de su existencia.

         Cosas que ahora no tienen ningún significado para mí, pues solo me siento contento cuando encuentro alimentos en buen estado y nada más.

         Después de todo, un hombre solo necesita comida, un refugio y algo con que tapar el cuerpo.

         Todo eso lo tengo yo.

         Sonrío al pensar que, si no fuera por los zombis, tal vez ahora yo sería el rey del mundo pues tengo todo lo que necesito para vivir.

         Aun así, estoy tan domesticado que extraño mi teléfono celular, mi televisión, así como mis muebles los cuales, si bien no eran de gran calidad, me daban la comodidad a la cual me había acostumbrado toda mi vida.

         He recogido un par de periódicos del suelo de días antes de que los muertos se levantaran y me he dado el lujo de hojearlos tranquilamente en alguna de las bancas del parque que adorna la ciudad; rio con carcajadas que hacen eco en los muros de los altos y desolados edificios que me rodean al leer las noticias de la primera plana donde hablan de conflictos políticos, economía e incluso chismes de artistas. Me doy cuenta como el ser humano se preocupa y se ocupa de puras estupideces; si hubieran sabido que estaban condenados a morir estoy seguro que absolutamente todos hubieran disfrutado de verdad la vida. Saco una botella de refresco de mi saco de provisiones y lo tomo lentamente, saboreándolo hasta la última gota; estos pequeños placeres son los que la humanidad debió de haber apreciado en su momento.

         Solo me hubiera gustado haber estado con alguien para compartir el momento.

         Pero ahora ya es demasiado tarde.

 

         Me doy cuenta que el ser humano se acostumbra a todo, pues poco a poco me he ido adaptando a mis nuevas condiciones de vida; incluso por las noches cada vez duermo mucho mejor. Me subo al árbol que he elegido de recámara amarrándome a mi saco de dormir y en cuanto cierro los ojos el sueño me invade; cuando escucho algún ruido ya no despierto sobresaltado como antaño, pues tal parece que mi subconsciente me avisa cuando de verdad hay peligro ya que cuando solo es el ruido de un animal me vuelvo a acomodar en mi saco para seguir durmiendo y si son los zombis los que pasan bajo mi lecho, simplemente me quedo inmóvil evitando producir cualquier ruido que pueda delatar mi presencia.

         Aun así, he pasado algunos sustos, como una ocasión que estaba preparando mi desayuno y levanté la mirada del lugar donde estaba sentado para encontrarme de frente con una zombi a la cual le faltaba un pie y el brazo izquierdo; en cuanto me vio comenzó a gruñir de forma horrible por lo que corrí hacia mi árbol para subir hasta las ramas más altas y como la mujer se movía muy lentamente no pudo alcanzarme, dado lo cual comenzó a arañar el tronco del árbol para intentar subir sin lograrlo. Sabía que en las alturas estaba a salvo del monstruo, pero me preocupaba que sus gritos alertaran a los demás zombis. Sabía lo que tenía que hacer así que con aprensión dentro de mí fui bajando por las ramas y cuando estuve a un par de  metros del suelo brinqué cayendo detrás de la muerta; ella intentó voltear pero en eso le lancé un par de machetazos de los cuales el primero le mutiló la única mano con la que contaba pero el segundo golpe le dio de lleno en el cuello por lo que su cabeza salió volando a un metro de donde nos encontrábamos. El torso cayó pesadamente entre la maleza para no moverse más pero la cabeza aún seguía aullando; con toda la repulsión del mundo empuñé mi arma con ambas manos y lancé un fuerte machetazo que le dio directamente en medio de la cara partiéndole el cráneo en dos, haciéndola callar. El corazón parecía salírseme del pecho debido al miedo que experimentaba así como mi agitada respiración me hacía sentir que me ahogaba; volteé hacia el suelo para ver como la mano que le había arrancado se arrastraba hasta llegar a la punta de mi zapato por lo que con todo mi desprecio la alejé de una violenta patada. Pensé en quemar el cuerpo de la muerta viviente para evitar cualquier tipo de sorpresa pero no sabía si eso atraería a los demás seres infernales, por lo que preferí mudarme a un lugar más alejado del bosque, pues no tenía la menor intención de dormir bajo el cuerpo de mi víctima; aun cuando había matado un zombi, pensaba que dicha criatura alguna vez había sido un ser humano como yo, por lo que me sentí como un asesino.

         Me fui llorando del lugar con un sentimiento de culpa que no me dejó en varios días.

         Fue algo de lo peor que tuve que vivir en este planeta de muertos.

 

         Cuando pasaron aproximadamente tres años del inicio del apocalipsis (no he podido llevar la cuenta exacta del paso del tiempo), comenzó a ocurrir algo extraño.

         Habían pasado ya muchos meses desde la última vez que vi o escuche a algún ser humano y las casas que visité así como los refugios se encontraban todos en el mismo estado; sangre y vísceras por todos lados e incluso en algunos de ellos llegue a encontrar cuerpos de personas  las cuales, víctimas de la desesperación habían decidido suicidarse ya sea ahorcándose o en casos extremos, familias enteras recostadas en la sala de su hogar o en las recámaras, todos con tiros en la cabeza.

         Ni siquiera esos cadáveres habían sido respetados, pues en todos los casos los cuerpos tenían un hoyo en el esternón, donde inmediatamente se les notaba que al encontrarlos los zombis los habían abierto para comerse sus corazones.

         Al menos esos muertos no habían resucitado también.

         Pero lo excepcional no era eso, sino que comenzaba a notar que también la presencia de los muertos vivos iba escaseando con el paso del tiempo. Al principio pensé que habían emigrado en busca de nuevas víctimas pero en una ocasión que exploraba algunas calles por las cuales nunca había transitado, me encontré con varias de estas criaturas tiradas en el piso sin moverse; cautelosamente me acerqué para corroborar si se encontraban sin vida, si se le puede llamar vida a la existencia de estos horrendos seres. Pateé algunos de ellos para comprobar que efectivamente no se movían e incluso un par de ellos al tocarlos se hicieron polvo.

         Mientras los contemplaba comencé a preguntarme qué había pasado.

¿Había más seres humanos como yo que habían encontrado una nueva manera de aniquilarlos?; Si esto era cierto, ¿Dónde estaban y por qué no los había visto?

Reflexionaba en ello cuando otra opción llegó a mi mente.

¿Y si los zombis también tenían un ciclo de vida que finalmente se había acabado?

Eso me llenaba de optimismo pues entonces solo sería cuestión de tiempo para que se fueran extinguiendo uno a uno hasta que la tranquilidad regresara al mundo. Quise sonreír cuando una horrenda idea invadió mi mente:

         Tal vez murieron de hambre debido a que ya habían acabado con todos los seres vivos.

         ¿Sería yo el último de mi especie?

         Decidí dejar de pensar en esa horrenda idea hasta encontrar una mejor respuesta.

         La cual me llegaría de forma inesperada.

 

         Los días siguientes, al notar que la horda zombi prácticamente había desaparecido, pensé en construir una pequeña cabaña en el bosque donde hacía años habitaba; tiempo me sobraba pues a pesar de que siempre trataba de estar ocupado buscando comida, explorando o buscando muertos vivos, de todos modos contaba con horas de ocio las cuales podía dedicar a fabricarme una vivienda pues no me animaba aun a irme a vivir en alguna casa abandonada; en cuanto al material de construcción, bien podría acarrearlo de las tiendas de la ciudad.

         Otra cosa era la herramienta, pero como sabía que las fábricas utilizan mejores máquinas que las caseras que se venden en las tiendas de construcción, decidí visitar la zona industrial de la ciudad; quedaba algo lejos pero como me había apoderado de una bicicleta, planeaba ir a explorar y dependiendo de lo que encontrara, ya me las ingeniaría para transportar lo necesario para mi obra.

         Como precaución, decidí seguir utilizando el lapso de tiempo antes del anochecer para evitar en lo posible encontrar zombis, aun cuando como ya había comentado, éstos prácticamente habían desaparecido; llegué a la zona donde las grandes empresas habían construido enormes naves industriales las cuales se hallaban abiertas pues se notaba que los muertos vivientes habían atacado en horario de trabajo, haciendo huir a los pocos empleados que pudieron hacerlo y matando a la mayoría.

         Entré a un par de fábricas para notar con desanimo que no había nada útil pues habían pertenecido a compañías que se dedicaban a confeccionar ropa por lo que las máquinas y herramientas que ahí había no me servían para nada; seguí revisando las siguientes construcciones cuando noté que comenzaba a oscurecer, pero aun así me sentí confiado por lo que salí a la avenida principal para comprobar la llegada de la noche.

Levanté mi mirada al cielo y descubrí un mundo espectacular.

         Las estrellas comenzaban a brillar tan intensamente y se veían tan cerca que parecía que si estiraba las manos podía tocarlas; lleno de alegría me acosté a media calle a contemplar la insólita demostración de la belleza universal. Me daba cuenta que los astros se veían tan deslumbrantes debido a que no eran opacados por la obscena brillantez de las luces artificiales de la ciudad; recordé que había leído en alguna ocasión que debido a la luz provocada por la electricidad que alumbraba las urbes, el cielo había perdido su natural nitidez y si le añadíamos la falta de agentes contaminantes que acompañan a las grandes metrópolis, ahora la claridad del cielo era un espectáculo sorprendente.

         Me recosté plácidamente y sentí como si mi cuerpo se elevara en el cielo y flotara en medio de las estrellas; imaginaba como se atravesaban cometas y estrellas fugaces por entre mis piernas.

         Comprendí la magnitud del universo.

         Pensé sonriendo que a comparación del cosmos, yo simplemente era una gota de agua en la inmensidad del océano.

         Tal vez era el único ser vivo en todo el espacio sideral.

         Eso me llenó de una inmensa felicidad.

         Yo, el único habitante; el universo, mi enorme casa.

         Solo para mí.

         De repente, la sonrisa se congeló en mis labios pues me llegó a la mente lo que eso significaba.

         La completa soledad.

         Una inmensa tristeza comenzó a apoderarse de mí mientras sentía como mi cuerpo comenzaba a temblar; mi respiración se hacía cada vez más entrecortada y mis ojos se llenaban de lágrimas.

         Quería levantarme pero no podía pues los violentos temblores me lo impedían; sentía como las piedras del pavimento sobre el cual me había acostado me raspaban la espalda de forma tan dolorosa que incluso me sangraban; traté de respirar suavemente para tranquilizarme y fue solo hasta que los latidos de mi corazón se regularizaron que la calma regresó a mi cuerpo.

         Y a mi atormentada alma.

         Trabajosamente levanté mi torso para quedar sentado en el suelo secándome los ojos cuando comencé a escuchar ruidos; miré al horizonte para contemplar con espanto que como a unos cincuenta metros de mí se encontraba una horda de zombis caminando hacia mí. Los de adelante caminaban más rápido que los últimos, pero aun así sus movimientos eran lentos; quedé paralizado por el terror, pero cuando comenzaron a aullar fuertemente me levanté para intentar darme la media vuelta y huir; desgraciadamente enfrente otra multitud de muertos vivientes se dirigía también hacia mí.

         Corrí hacia la primera fábrica que tenía a mi alcance y antes de entrar me di cuenta que arriba de la puerta había un letrero con el nombre de la compañía y entonces se me ocurrió una idea salvadora.

         Me introduje hacia la nave principal mientras los zombis cada vez se acercaban más y más, como depredadores que huelen la presencia de su presa; llegué al final de la enorme estancia hasta que volteando hacia arriba encontré lo que buscaba.

         Había entrado en una fábrica de pinturas y en la cima de unos andamios de metal frente a los cuales me encontraba había enormes barriles de productos químicos; con una sonrisa malévola vi el inconfundible signo que anunciaba que las sustancias que contenían eran flamables.

         Los iba a quemar a todos los malditos.

         Subí por una escalera de aproximadamente tres metros y cuando llegué a mi destino volteé para ver que algunos muertos vivientes también habían comenzado a subir trabajosamente, por lo que derribé la escalera que cayó con sus ocupantes sobre de sus compañeros.

         Le quité las tapas a los barriles de metal rogando al cielo que estuvieran llenos; cuando miré hacia dentro de ellos suspiré aliviado pues efectivamente estaban colmados de solvente, así que haciendo acopio de todas mis fuerzas los empujé por la orilla del andamio cayendo todo su contenido sobre los zombis los cuales ni se inmutaron al ser bañados por el peligroso líquido. Mi plan estaba saliendo a la perfección, pero en eso me di cuenta con espanto que mis enemigos comenzaban a agitar violentamente los tubos que fijaban el andamio a la pared haciéndolo balancear amenazadoramente.

         Seguí empujando más barriles hasta que debido a los movimientos del armatoste en el que me encontraba, uno de ellos se volcó sobre de mí lo que ocasionó que yo mismo terminara bañado en la peligrosa sustancia; aun así, saqué la caja de fósforos que siempre tenía el cuidado de cargar conmigo para terminar mi infernal tarea, pero el corazón se me detuvo al ver que dichas cerillas se hallaban completamente mojadas y por ende, inutilizables.

         Maldecí mi suerte cuando la estructura donde me encontraba subido sufrió una sacudida tan violenta que el último de los barriles que todavía se hallaba cerrado rodara sobre de mí empujándome hacia el vacío; alcancé a agarrarme milagrosamente de uno de los pasamanos mientras uno de mis pies era aplastado por el dichoso barril quedando la mitad de mi cuerpo colgado del andamio.

         No podía estar en peor situación pues los zombis seguían moviendo el andamio el cual con cada sacudida se iba desprendiendo de la pared; volteé a ver mi pie y con espanto me di cuenta que si intentaba sacarlo de debajo del barril, irremediablemente caería al vacío.

         Pero aún; caería en medio de los zombis quienes cada vez gritaban más horrendamente, como anticipándose al festín que estaban a punto de disfrutar.

         Me agarré lo mejor que pude del tubo del pasamanos y miré hacia abajo; en primer plano veía mi pie izquierdo que se balanceaba con cada arremetida de los zombis quienes jalaban los tubos furiosamente. Dirigí la vista hacia ellos para contemplar con un horror indescriptible sus caras deformadas mientras mis oídos se inundaban de sus horribles alaridos; alaridos que solo deberían de existir en el infierno.

         En eso, noté que en medio de los zombis que se empujaban unos a otros hacia el andamio había uno que no bramaba como los demás y simplemente me contemplaba; creí notar en su mirada fija un lejano asomo de inteligencia y cuando nuestras miradas se cruzaron, con una voz cavernosa me gritó:

         -¡Humano!-.

         Inmediatamente los gritos de los demás muertos vivientes se fueron acallando hasta convertirse en un suave coro de gemidos mientras yo no podía creer lo que escuchaba; desde el inicio de toda esta locura había visto zombis de todo tipo pues incluso en una ocasión me encontré con una anciana que me perseguía en una silla de ruedas; a lo largo de todos estos años había matado desde zombis adultos hasta niños de cinco años que corrían detrás de mí como si yo fuera una pelota de futbol y ellos jugaran en el parque, pero jamás me había pasado nada igual a lo que ahora estaba experimentando.

         El zombi insistió preguntándome con una voz autoritaria y llena de amargura:

         -¿A dónde vas a huir? Si analizas la situación no tienes escapatoria-.

         Exclamé, todavía sin creer que estaba hablando con un muerto:

         -¿Por qué tú si puedes hablar y los otros no?-.

         El extraño ser simplemente dijo:

         -Eso no es importante-.

         Me di cuenta que estaba ante la oportunidad que estaba buscando: la explicación del porqué de toda esta aberración del universo.

         Aunque tan vez sería lo último que hiciera en mi vida.

Me sujeté como pude del tubo con mis sudorosas manos y comencé a interrogarlo:

         -¿Por qué se levantaron los muertos de sus tumbas para comer los corazones de los vivos?-.

         Me contempló con una mirada llena de melancolía en sus apagados ojos y dijo:

         -No te gustará la respuesta-.

         Repliqué:

         -Aun así quiero saberlo-.

         Me miró con infinita pena y contestó:

         -Para aliviar la tristeza-.

         Había soñado tanto con este momento imaginándome un sinfín de respuestas tales como extraterrestres, un conjuro infernal o cosas así, pero la que me dio el zombi era algo que jamás hubiera esperado; como estaba tan impactado por sus palabras que no atinaba a decir nada, él continuó hablando:

         -Veras humano; el mundo enfermó-.

         Quiso hacer una mueca como de resignación con su descarnada boca y siguió explicando:

         -Así como el espíritu de una persona se enferma, así le pasó a la humanidad; a lo largo de los siglos hemos construido un sistema de vida que nos ha ido aniquilando el espíritu pues nos hemos vuelto egoístas y solo nos preocupamos por nosotros mismos sin ayudar a los demás; tenemos modos de vida tan horribles que debemos acudir a desahogos que a la larga terminaron siendo peores; utilizamos las drogas, el alcohol y demás sustancias dañinas para evadir la realidad que nosotros mismos hemos contribuido a crear y mantener; nos lastimamos unos a otros en lugar de respetarnos olvidando que la única vía para disfrutar la vida es el amor; amor a nosotros, a lo que hacemos, a nuestros congéneres-.

Suspiró y añadió:

-Y ahora estamos pagando el precio-.

         Mis ojos comenzaron a inundarse de lágrimas al comprender el significado de sus palabras, por lo que dije tristemente:

         -La humanidad enfermó de depresión-.

         El zombi movió la cabeza afirmativamente y dijo con voz firme:

         -Exactamente; lo que los vivos nunca entendieron es que formamos parte de un sistema mucho más grande que nuestro propio planeta; lo que hace una sola persona afecta al universo ya que todos formamos parte de un todo; debido a eso, cuando la humanidad enfermó, su tristeza nos llegó incluso a los muertos pues nos despertó de nuestro descanso eterno y regresamos a comer sus corazones-.

         Y antes de que yo replicara algo, agregó:

         -Después de todo, si no utilizan su corazón de la manera correcta, no merecen tenerlo-.

         Las lágrimas ahora brotaban inconteniblemente por todo mi rostro para caer sobre de los muertos vivos quienes me contemplaban desde el piso; el infernal ser emitió unos extraños sonidos como si también llorara y dijo:

         -La misma humanidad se convirtió en su peor enemigo por lo que debe ser aniquilada-.

         Y antes de que yo protestara algo, completó:

         -Y tú eres la última célula cancerígena-.

         Yo tenía razón.

         Era el último de mi especie.

         Sentí como si toda la soledad del universo se acumulara en mí; sentía como si toda la culpa del mundo se acumulara en mi cansado y adolorido cuerpo.

         Y peor aún; en mi atormentada alma.

         Aun así, quise saber más:

         -¿Y qué pasará cuando mi corazón también sea devorado por ustedes?-.

         El zombi dijo lúgubremente:

         -Entonces el trabajo estará hecho; la humanidad como tal dejará de existir-.

         Protesté:

         -¿Y qué pasará con ustedes?-.

         El muerto viviente pareció tomar aire y dijo resignadamente:

         -En el universo nada es eterno; todo tiene un principio y un final por lo que una vez que se acaben los vivos, los muertos también dejaremos de existir tal y como tú mismo lo has visto; muertos que han dejado de moverse debido a que ya no tienen corazones con los cuales alimentarse-.

         Nadie merecía escuchar esas palabras; nadie merecía sentir toda esa culpa y tristeza como la que ahora embargaba mi agobiada alma.

El zombi tenía razón, pues no tenía sentido seguir viviendo si yo era el último ser vivo de la raza humana.

No me sentía capaz de soportar tal soledad.

Nadie podría y nadie debería vivir solo para siempre.

Pensé que simplemente debía soltar el tubo al cual se aferraban mis manos desesperadamente; era tan sencillo dejarse llevar por aquello que el Creador o quienquiera que tomara las decisiones en el universo ordenara.

Comencé a sollozar y quise confirmar:

-¿Entonces no hay salvación?-.

El zombi intentó sonreír y contestó:

-No; no la hay-.

Y de repente sentí cono si todo el odio y la amargura en el mundo se acumularan en esa criatura al escuchar cuando comenzó a gritar:

-¡SE LOS ADVERTÍ; SE LOS DIJE INCONTABLES VECES PERO NADIE ME ESCUCHÓ; LO SEGUÍ HACIENDO HASTA MI MUERTE PERO TODOS ME IGNORARON!-.

No había defensa contra su explicación, pensé mientras el muerto vivo seguía vociferando todo su sufrimiento a la vez que los demás zombis lo secundaban gritando horriblemente.

La humanidad había enfermado de tristeza y ahora se estaba suicidando tomando a los muertos como una pistola de la cual las mismas personas habían jalado el gatillo.

Cerré los ojos sintiendo como una paz que solo se puede encontrar en los sepulcros me abrazaba cariñosamente mi interior mientras mis dedos comenzaron a aflojarse.

En eso, una sonrisa de esperanza invadió mi rostro pues ahora sabía lo que tenía que hacer.

         Sentí como si toda la energía del universo se acumulara en mí.

         Abracé fuertemente el tubo del cual me sostenía y jalé violentamente el pie que tenía aprisionado el barril de químicos; quedé completamente colgado del barandal mientras el barril rodaba y ocurrió exactamente lo que imaginé: al ser el barril de metal, cuando en su caída golpeó los tubos del andamio, sacó chispas ocasionando que explotara de tal manera que una lluvia de fuego líquido se derramara sobre las infernales criaturas que esperaban mi rendición.

         Se desató el infierno.

         O al menos en mi imaginación siempre pensé que el infierno sería tal y como ahora lo contemplaban mis ojos.

         Seres grotescos bañados en llamas de fuego que los hacían arder mientras gritaban desesperadamente al ser víctimas de tal destrucción; incluso muchos de ellos comenzaron a abrazarse unos a otros propagando la aniquilación que yo había iniciado. Dejé que ardieran lo más que pude hasta que sentí como la gravedad me hacía sentir como si me arrancaran los brazos por lo que utilizando mis últimas fuerzas me impulse hacia arriba hasta finalmente poder llegar a la superficie del andamio para desde ahí contemplar como los zombis terminaban de arder hasta convertirse en cenizas en medio de alaridos de pesadilla.

Lo más horripilante de todo fue que en el pandemónium que se desató incluso llegué a escuchar sonidos parecidos a risas de alegría.

         Después de todo, estaban regresando a su descanso interrumpido por la estupidez humana.

 

         Desde el día de la masacre de zombis, decidí moverme de lugar.

         Tomé una enorme camioneta de una agencia automotriz; la llené con la gasolina que saqué de los demás vehículos y la cargué con todo lo que necesitaba: comida, un poco de ropa, herramientas, cocteles molotov y mi machete que nunca me había abandonado.

         Y desde entonces me he dedicado a recorrer las carreteras buscando vida humana como si fuera un astronauta llegando a un nuevo planeta.

         Hasta ahora no he tenido suerte.

         Pero no pierdo la esperanza.

         Dicen que mientras hay vida habrá esperanza pero yo creo que es al revés, pues la esperanza es lo que hace que valga la pena vivir.

         Precisamente eso es lo que me motiva a levantarme por las mañanas con una sonrisa en el rostro; asearme, desayunar y seguir mi camino:

 

         La esperanza de saber que no soy el último de mi especie.

 

  

         El título de esta historia está inspirado en la canción Zombie Ritual de la banda de Death Metal norteamericana llamada DEATH, por lo que este relato está dedicado a su fundador Chuck Schuldiner (QEPD).