En
la universidad donde estoy estudiando conocí a un chico del cual, con el paso
del tiempo, nos hicimos amigos hasta el punto de hacernos inseparables; Alberto
y yo andábamos juntos por todas partes, desde ir a los antros cerca de la
escuela, asistir a conciertos y cuando alguno de los dos tenía alguna compra
que realizar, el otro siempre lo acompañaba.
Alberto,
a diferencia de mí, que vivo en la Ciudad de México, venía de las afueras de la
misma ciudad; eso no era obstáculo para que siempre acudiéramos a las mismas
fiestas y lugares, pues en varias ocasiones, después de la juerga, él se
quedaba en mi casa o yo me quedaba en la suya.
Estábamos
por terminar el periodo que estábamos cursando, por lo que esperábamos con
ansia el periodo vacacional de fin de año, pues aunado a nuestras arduas
obligaciones escolares, sufríamos de los fríos decembrinos que ya se sentían en
el ambiente.
Una
gélida mañana estaba yo en los jardines de la universidad tratando de estudiar
para un examen, tiritando del frío y maldiciendo a todas las autoridades
escolares, pues la biblioteca que normalmente utilizaba para el repaso de mis
apuntes, estaba en remodelación.
Me
subí el cierre de mi gruesa chamarra para intentar calmar mi congelamiento,
cuando sentí una mano extremadamente fría en mi cuello que me provocó un
sobresalto; me levanté rápidamente y cuando volteé, me di cuenta con alegría
que la helada extremidad que me había tocado era la mano de Alberto y antes de
que dijera algo, mi amigo exclamó:
-¿Qué
onda Valentín? Brincaste como si debieras algo-.
Ambos
reímos y nos dimos la mano, practicando nuestro personal saludo, mientras le
contestaba:
-Es
que ya no aguanto este maldito frío; estos últimos días me la paso contando
incluso las horas para que ya termine el cuatrimestre-.
Él
hizo una mueca de desagrado y gimió:
-No
eres el único; todos estamos igual-.
Y
añadió, sentándose a mi lado:
-Estaba
pensando si estas vacaciones haríamos el acostumbrado viaje de fin de
cuatrimestre-.
Ahora
yo fui el que dijo a manera de queja:
-Suena
bien, pero como te había platicado, no me he podido reponer de lo que pagué de
los exámenes extraordinarios del anterior cuatri; el aguinaldo que me van a dar
en mi trabajo no me alcanzará para gran cosa-.
Alberto
me secundó:
-Yo
estoy igual, por eso estaba pensando en alternativas-.
Como
mi amigo siempre había sido más aventurero que yo, lo que me dijo no me
sorprendió; sabía que con él nunca faltaban opciones de diversión, por lo que
sonreí y le pregunté:
-¿Y
que tiene pensado el maestro y amo de las artes del sano esparcimiento?-.
Él
se carcajeo y dijo:
-No
seas barbero; ya sabes que en todos mis planes estás incluido-.
Y
completó:
-Y
no solo tú-.
Mi
sonrisa se hizo más amplia y cuestioné emocionado:
-¿A
dónde vamos a ir y con quién?-.
Cruzó
los brazos para protegerse del frío y comenzó a explicar:
-Tengo
un tío que tiene una casa en las afueras del estado de México; no la habita,
pero está en muy buenas condiciones porque la renta en los veranos a los visitantes
de ese lugar. Después de mucho rogarle me la prestó por una semana con la
condición de que tengamos cuidado y no rompamos nada-.
Dado
que por nuestra economía no podíamos estar de remilgosos, pensé que era una
buena idea, por lo que no protesté, pero en eso recordé sus otras palabras y le
dije con malicia:
-¿Y
quiénes serán nuestros acompañantes?-.
Alberto
rio fuertemente, llamando la atención de los demás estudiantes que pasaban
frente a nosotros y contestó:
-No
son “ellos”; soy de mente abierta, pero me siguen gustando las mujeres-.
Sabía
por dónde iba a la cosa, pero quise confirmar:
-¿Entonces?-.
Alberto
guardó un silencio lleno de suspenso y dijo:
-Convencí
a Karen y a Adriana para que nos acompañaran-.
Inmediatamente
sentí como me brincaba el corazón de la emoción, pues las chicas a las que se
referían eran un par de estudiantes también de la universidad, amigas entre sí,
con las cuales pretendíamos ser más que amigos, pero hasta la fecha no habíamos
tenido éxito.
Lo
cual podía cambiar durante este viaje.
Casi
grité emocionado:
-Pues
esto promete ¿Eh?, y más tomando en cuenta que donde me dices que está la
cabaña, hace más frío que aquí por lo que podemos compartir habitaciones con
las chicas y tal vez “algo más”-. Dije recalcando esto último.
Alberto
rio y comentó:
-Más
o menos; la casa sí está alejada de la civilización y solo la rodean los cerros
y la vegetación del lugar, pero no vamos a llegar a dormir en una tienda de
campaña, porque la casa está construida como cualquiera de por aquí; tiene
todos los servicios, agua, luz e incluso internet-.
Y
para consolarme finalizó:
-Pero
ya veremos cómo nos las arreglamos con las damas-.
Una
vez que terminamos el periodo de estudio, preparamos todo lo necesario para el
viaje, por lo que, a mediados de diciembre, los cuatro chicos y chicas nos
dirigimos emocionados a nuestro desino de descanso, pensando en todo lo que nos
íbamos a divertir, sin saber que este viaje cambiaría por completo nuestra
percepción de la vida.
Como
me había dicho Alberto, al llegar a la casa, contemplamos que ésta era como
cualquier otra, pues estaba construida con tabiques y cemento; contaba con dos
recámaras, una cocina y una estancia. Al fondo del enorme terreno donde se
encontraba, había una pequeña vivienda donde su tío guardaba herramientas y
cosas inservibles, mientras que toda la edificación se hallaba rodeada de una
alambrada de aproximadamente dos metros y medio de alto.
En
general estaba muy bien e incluso se veía atractiva, dado el estilo campirano con
el que había sido diseñada.
Incluso
nuestras acompañantes estaban encantadas con el lugar.
En
cuanto bajamos del coche del papá de Alberto, Karen exclamó:
-¡Qué
bonita casa; pensaba que íbamos a llegar a una especie de cabaña, pero esto
está mucho mejor!-.
Mi
amigo dijo con arrogancia:
-Para
que vean; tengo buenos contactos para tener unas buenas vacaciones-.
Comenzamos
a bajar lo que habíamos llevado; comida, ropa abrigadora y lo más importante:
varios paquetes de cerveza.
Cuando
entramos a las primeras habitaciones pudimos comprobar que la casa era muy
cómoda, pues los muebles estaban en muy buen estado y todo se veía limpio, pues
el tío de Alberto contrataba a uno de los lugareños para que hiciera
regularmente la limpieza.
Como
salimos a media tarde de la ciudad, cuando terminamos de instalarnos en la casa
ya era completamente de noche; nos sentamos en la sala para descansar del
trayecto y Adriana, quien había salido para explorar la parte exterior, entró y
comentó con voz seria:
-La
casa está muy bonita, pero ahorita que ya oscureció, lo alrededores se ven muy
lúgubres-.
Guardó
silencio unos instantes hasta que se animó a preguntar:
-Por
lo regular todos estos lugares guardan muchos misterios. ¿No espantan aquí?-.
Alberto
dijo tranquilamente:
-Sí;
en el patio se aparece una mujer por las noches-.
Inmediatamente
Karen brincó y casi gritó:
-¡No
digas tonterías, tan bien que estábamos hasta ahorita, como para que nos asustes
con cosas así!-.
Como
mi amigo no contestó nada, yo dije para aliviar la tensión del ambiente:
-Bueno;
cenamos y nos vamos a dormir para levantarnos temprano y ver cómo podemos pasar
estos días de la mejor manera-.
Después
de una opípara cena, nos fuimos a nuestras respectivas habitaciones; cada una
de ellas contaba con dos camas, por lo que yo reposaba en la mía, mientras
Alberto curioseaba su cuenta de Facebook en su celular, hasta que lo interrumpí
para decirle:
-Oye;
eso que les dijiste a las chicas de la mujer que se aparece. ¿Lo hiciste para
que tangan miedo y terminen durmiendo con nosotros?-.
Alberto, sin dejar de contemplar la pantalla
de su teléfono, comentó:
-Tú
sabes que nosotros no somos abusivos con las chavas; si algo se va a dar entre
ellas y nosotros, será porque ellas así lo quieren. Sí utilizamos algunos
trucos como todos los hombres para acelerar las cosas, pero a final de cuentas
no las queremos para un rato, sino para una relación-.
Apagó
su aparato y mirándome directamente a los ojos, dijo con voz seria:
-Pero
lo del fantasma es cierto-.
Comencé
a sentir como si una pequeña espinita se me fuera clavando en el pecho.
La
cual me acompañaría todo el tiempo en los días siguientes.
Quise
aminorar la impresión y reclamé:
-Pues
mira, yo no creo en esas cosas; nunca he visto un fantasma y no creo que cuando
una persona se muera, ande vagando entre nosotros para hacernos ¡Bu! Porque eso
se me hace ilógico-.
Y
acabé diciendo con un tono inseguro:
-¿O
tú la has visto?-.
Mi
acompañante medio sonrió y contestó:
-Haberla
visto no; pero sé que la leyenda existe y que algunas personas se lo llegaron a
comentar a mi tío. No todos los que han venido aquí la han visto; no sé si solo
algunos tienen la facultad de ver aparecidos, pero algunos miembros de mi
familia comentan de cosas “raras” que ocurren aquí-.
No
sabía si enojarme con él, por lo que mi voz sonó muy dura al preguntar:
-¿Y
si sabías eso por qué no me lo dijiste antes de venir aquí?-.
Alberto
dijo a manera de disculpa:
-Porque
tú mismo me acabas de decir que no crees en esas cosas y como yo nunca he visto
nada, no le di importancia-.
Y
de manera conciliadora, completó:
-Duérmete
y mañana en el día les platico la historia a todos-.
Intenté
hacer lo que me dijo mi amigo, pero fue punto menos que imposible.
A
diferencia de las grandes ciudades, donde en todo momento se escuchan los
sonidos propios de las grandes urbes, en el campo todo está molestamente
callado; escuchaba algunos ruidos que identificaba como propios de la
naturaleza, pero dado el silencio reinante del lugar, cuando se oía el ulular
del viento en las ramas de los árboles cercanos, mi imaginación se disparaba.
Y
más después de escuchar lo que había dicho Alberto.
Al
otro día me levanté de mal humor por la falta de sueño, pero después de
desayunar, nos fuimos todos a un lugar cercano donde rentaban caballos, por lo
que mi ánimo mejoró.
Prácticamente
todo el día lo pasamos fuera, pues después del paseo a caballo, nos fuimos a un
mercado de artesanías que estaba como a media hora de trayecto; curioseamos y
comimos ahí mismo, regresando a media tarde.
Alberto
y yo sacamos unas sillas y nos sentamos los cuatro en el patio, pues afortunadamente
no hacía mucho frío. Contemplamos en silencio los árboles plantados en la
vivienda, hasta que Karen dijo:
-¿Estos
árboles son frutales?-.
Mi
amigo contestó:
-Sí;
todos ellos dan fruta, pero por la temporada de frío, ahorita no se encuentra casi
nada-.
Adriana
se acercó a un árbol que estaba al fondo del enorme patio, seguida por los
demás y cuando llegó a él, dijo molesta:
-El
único que podría dar algo es este naranjero, pero las naranjas se ven muy
chicas e incluso tienen un aspecto oscuro, como si estuvieran podridas; debe
ser por el frío-.
La
sangre se nos heló en las venas, cuando mi amigo exclamó:
-Lo
que pasa es que aquí es donde se aparece la mujer que les había dicho-.
Adriana,
quien estaba tocando una de las ramas, inmediatamente apartó la mano asustada,
mientras Karen reclamaba:
-¡Ay!
Tan bonita que está la casa y ahora nos sales con esto-.
Yo
trataba de aminorar el impacto de la noticia diciendo:
-Bueno,
en todos estos lugares se cuentan cosas así; es parte de la cultura de los
pueblos antiguos y la idiosincrasia de los lugareños-.
Pero
ni yo mismo lo creía.
Y
los demás tampoco, pues nadie dijo nada, por lo que solo nos dedicamos a
contemplar el árbol, el cual se levantaba tristemente a unos dos metros del
suelo. Efectivamente, las pequeñas y escasas naranjas que sobresalían de las
ramas se veían de color oscuro, así como las hojas, que estaban carcomidas y mostraban
una tonalidad grisácea.
Sentimos
como una enorme melancolía nos invadía, por lo que Alberto dijo seriamente:
-Mejor
regresamos a la casa-.
El
resto del día lo pasamos con aspecto serio, pues todos sentíamos lo mismo; no
era miedo de que pudiera haber algo fuera de este mundo, sino que estábamos
invadidos por una enorme congoja, como si en ese lugar hubiera ocurrido algo
extremadamente triste.
En
los siguientes tres días tratamos de olvidar lo que nos había contado Alberto,
por lo que pasábamos el tiempo lo mejor que podíamos, divirtiéndonos en lo que
fuera; explorando los alrededores, yendo a comer donde se pudiera y al final
del día nos dedicábamos a jugar juegos de mesa, tomábamos algunas cervezas o
simplemente platicábamos entre los cuatro, notando con satisfacción de parte de
mi amigo y de mí, que cada vez nos sentíamos más unidos a las chicas.
Lo
malo eran las noches.
Cada
que me iba a dormir, inmediatamente me sentía atormentado de los extraños
ruidos que se escuchaban, desde pasos fuera de la casa, sollozos lejanos e
incluso gemidos; en un par de ocasiones cuando estaba a punto de dormir, en
medio de la somnolencia creía incluso ver una sombra que pasaba enfrente de la
ventana de nuestra habitación. Trataba de achacarlo a lo influenciado que
estaba por el relato de Alberto y me confundía el hecho de que al parecer era
el único al que le pasaba todo esto, pues por las mañanas todos los demás se
levantaban sonrientes y de buen humor.
Pero
aún faltaba algo más.
A
la siguiente noche cuando nos fuimos a dormir, una vez más comencé a sentir la
pesadez y angustia de las noches pasadas; en esta ocasión, pude dormirme
inmediatamente, pero solo para verme atacado de horribles y desconcertantes
pesadillas.
Soñaba
que una mujer extremadamente hermosa de pelo negro y piel morena se hallaba
sentada en una de las ramas del naranjero y mientras degustaba una jugosa
naranja, me miraba con una cálida sonrisa y me invitaba a acompañarla, pero en
cuanto me acercaba, el árbol crecía más y más; lo escalaba desesperadamente
mientras ella reía burlona al contemplar como nunca la alcanzaba, hasta que
desesperado, me agarré de una rama, rompiéndose ésta y cayendo al vacío. Cuando
llegaba al suelo, este se convertía en un mar de lodo, desde donde yo aterrado,
intentaba salir sintiendo la humedad de éste y como un inmenso frío me
abrazaba, sin dejar de escuchar las infernales carcajadas.
Sentía
cada vez más frío, hasta que las risas se convirtieron en un tono masculino que
yo conocía muy bien.
Era
Alberto, quien gritaba:
-¡Valentín,
Valentín!-.
Cuando
recuperé la conciencia, inmediatamente noté extrañado que debajo de mí no
estaba la suavidad de mi cama, sino la dureza del piso de tierra.
El
alma se me cayó al suelo al darme cuenta donde me encontraba.
Estaba
acostado al pie del árbol de naranjas.
Me
incorporé asustado mientras veía a Alberto y le preguntaba:
-¿Qué
pasó; como llegué aquí?-.
Mi
amigo, más espantado que yo, gritó:
-¿Y
cómo voy a saberlo yo animal? Me desperté cuando amaneció y como no te vi en la
cama salí y fue cuando te encontré en este lugar-.
Nos
quedamos en silencio, mientras tratábamos de entender que había sucedido. Alberto
me ayudó a levantarme por completo y me dijo preocupado:
-Mejor
no le decimos a las chicas lo que pasó-.
Y
regresamos a la casa sin decir una palabra más.
Aún
faltaba la aterradora conclusión.
Pasamos
el día con nuestras compañeras de paseo divirtiéndonos lo mejor que podíamos,
pero había momentos en que las miradas de Alberto se cruzaban con la mía,
contemplándonos con complicidad, pues ambos nos sentíamos asustados por lo que
había sucedido.
Para
mi temor, llegó la siguiente noche durante la cual, después de cenar, nos
pusimos a jugar un juego de mesa; casi había olvidado los sucesos de la noche
anterior, cuando sonó un aterrador trueno que hizo que Karen soltara los dados
que tenía en la mano y gritara asustada:
-¿Qué
fue eso?-.
Adriana
sonrió y dijo burlonamente:
-Es
un trueno de esos que suenan antes de llover. ¿No los conocías?-.
Karen
dijo con un tono tétrico:
-En
Diciembre no llueve-.
La
sonrisa de Adriana se congeló en sus labios, y fue cuando todos escuchamos el
sonido de la lluvia.
Los
demás se quedaron extrañados, pero yo comencé a temblar, pues presentía que
algo estaba por ocurrir.
Y
no era precisamente algo bueno.
Alberto
comentó:
-Bueno,
bueno; es una lluvia atípica, así que sigamos jugando-.
Pero
en eso se escuchó otro trueno, aún más fuerte que el anterior, lo que provocó
que el agua cayera más estrepitosamente.
Intentábamos
seguir jugando, sintiendo como el ambiente se tornaba más y más pesado, cuando
el viento comenzó a ulular en los árboles de afuera hasta que el ruido se hizo
insoportable, por lo que Karen exclamó:
-Yo
creo que mejor nos vamos a acostar porque esto se…-.
No
pudo terminar la frase, pues sonó un trueno que parecía que se había producido
dentro de la casa y que hizo estallar el vidrio de una de las ventanas,
provocando que las chicas gritaran asustadas ocultándose debajo de la mesa
donde teníamos el tablero de juego.
Alberto
y yo no sabíamos que hacer, si consolar a las mujeres que habían comenzado a
llorar presas del miedo o tratar de tapar la abertura de la ventana; me decidí por
esto último, pero cuando intenté acercarme sonó otro relámpago que abrió
violentamente la puerta mientras yo sentía como si una fuerza descomunal, me
arrojaba hacia atrás, cayendo de espaldas en la alfombra.
Mis
acompañantes se levantaron y Adriana gritó:
-¡Vámonos
de esta casa, porque si está embrujada!-.
Alberto
dijo angustiado:
-¿Y
cómo vamos a irnos en medio de la tormenta?-.
Efectivamente;
lo que había comenzado como una lluvia, ahora se había convertido en una tempestad.
Karen
lloraba mientras decía:
-¡Por
favor, que alguien cierre la puerta!-.
Me
levanté trabajosamente para hacer lo que decía, pero cuando llegué a la
entrada, con espanto me di cuenta que afuera en medio del estruendo de la
lluvia se escuchaban unos tristes sollozos.
Pensé
que me estaba volviendo loco, por lo que volteé hacia los demás y pregunté
desesperado:
-¿Escuchan
eso? Alguien llora allá afuera-.
Me
di cuenta que los demás también escuchaban ese macabro sonido, pues Adriana se
tapó los ojos mientras gritaba:
-¡No;
yo no escucho nada, nadie escucha nada; vámonos de aquí por favor!-.
De
repente, sin saber por qué, salí de la casa.
Escuché
como Alberto me gritaba que regresara, pero algo más fuerte que yo me impulsaba
a avanzar más y más.
Iba
en dirección al árbol de naranjas.
Intentaba
caminar en medio del aterrador viento, tratando de ver entre la lluvia que caía
copiosamente por todo el lugar y cuando estaba como a tres metros, un rayo
cayó, alumbrando el árbol.
Había
una figura debajo de él.
Sin
importarme nada, seguí caminando mientras, sin dejar de llover, el viento se
detuvo.
Cuando
estuve como a un metro de la extraña aparición, me detuve.
Pensé
en decir algo, pero en eso escuché a mis espaldas:
-¡Ave
María purísima!-.
Alberto
y las chicas me habían seguido y se mantenían a la distancia.
Mi
amigo gritaba:
-¡Por
amor del cielo Valentín; no te acerques!-.
Yo
solo contemplaba al ente que estaba parado frente a mí y que era alumbrado por
la débil luz que llegaba de la casa.
Traía
un rebozo descolorido que tapaba una larga cabellera oscura y que caía sobre de
un vestido viejo y raído.
Lo
más aterrador era que, a pesar de la violenta lluvia, la ropa de la mujer
estaba completamente seca.
Pero
toda la figura estaba cubierta de tierra.
Desoyendo
las angustiadas advertencias de mis amigos que no paraban de gritarme, me
acerqué aún más, intentando ver la cara de la enigmática mujer, pero solo podía
apreciar la oscuridad; cuando llegué frente a ella, su cabeza se inclinó hacia
el suelo.
Sabía
lo que tenía que hacer.
Me
hinqué en el lodo y con mis dedos comencé a escarbar desesperadamente, mientras
escuchaba como Alberto exclamaba:
-¡Pero
qué diablos…!-.
Yo
no decía nada, no escuchaba nada, no pensaba nada.
Era
como si dentro de mí una voz me ordenara:
“Escarba”.
No
supe en qué momento se me unió Alberto, quien había ido al fondo de la casa
para sacar un par de palas; seguimos cavando, bañados con el agua de la lluvia
y del lodo, mientras las chicas nos observaban, abrazadas y aterradas.
No
sabía que buscábamos, pero lo sabría cuando lo encontrara.
Mi
pala tocó algo más duro que el lodo, por lo que solté la herramienta y volví a
escarbar con las manos angustiadamente; era un objeto redondo y cuando le quité
toda la tierra que pude, un relámpago alumbró el lugar mostrándome lo que ya
sospechaba.
Era
un cráneo humano.
Lo
contemplé sintiendo como si toda la tristeza y vergüenza del mundo se acumulara
en mi interior.
Comencé
a llorar, confundiéndose mis lágrimas con la lluvia mientras me preguntaba cuanta
maldad debía tener una persona como para enterrar a alguien de esa manera.
Levanté
la mirada y con temblor en la voz le pregunté a la macabra figura:
-Esta
eres tú ¿Verdad?-.
La
imagen frente a mí simplemente movió la cabeza afirmativamente.
Quise
preguntar, pero lo que dije me salió más como una afirmación:
-No
puedes descansar hasta que lleven tus restos a un lugar santo-.
Tronó
un enceguecedor relámpago que nos hizo cerrar los ojos a todos y cuando los
abrimos, la mujer se había ido.
Y
entonces, dejó de llover.
Las
chicas se acercaron para asomarse a la abertura que habíamos cavado Alberto y
yo, compartiendo mi tristeza, lo cual trajo un poco de consuelo a mi alma.
Todos
llorábamos, hasta que mi amigo, limpiándose los ojos, salió de la hondura y
dijo:
-Voy
a llamar a mi tío-.
En
menos de una hora, la casa se llenó de una multitud de gente; junto con el tío
de Alberto llegaron las autoridades del lugar, las cuales escarbaron a fin de
sacar el cuerpo completo mientras un sinfín de lugareños, que no sé cómo se
enteraron del suceso, se arremolinaban alrededor del hoyo, apenas dejando
espacio para que los forenses pudieran trabajar.
Nosotros
estábamos en primera fila abrazando a las chicas, quienes también contemplaban
la inusual escena, hasta que sentimos empujones a nuestras espaldas y cuando
volteamos, vimos cómo la gente le abría paso a un hombre como de mil años de
edad, quien avanzaba trabajosamente con un bastón en cada mano.
Cuando
llegó frente a mí, me preguntó ansioso:
-¿Tú
la encontraste?-.
Yo
solo moví la cabeza de arriba hacia abajo, lentamente.
Me
agarró el brazo con una de sus temblorosas manos y exclamó:
-¿Cómo
estaba vestida?-.
Cuando
le dije, el anciano cerró los ojos y suspirando dijo:
-Sí;
sí es ella-.
El
tío de Alberto intervino:
-¿Usted
la conocía?-.
Todos
guardaron un silencio sepulcral para escuchar el relato del viejo, quien
trabajosamente comenzó a hablar.
“Se
llamaba Jacinta y era la mujer más hermosa de esos tiempos; tenía una sonrisa
radiante y mirada limpia, así como un carácter tan dulce que hacía que todo
mundo la apreciara. Cuando cumplió dieciséis años don Fermín, el cacique del
lugar, la sedujo con la promesa de matrimonio, por lo que ella le entregó su
corazón y su cuerpo. Cuando él no cumplió su juramento, ella vino a reclamarle
y nadie más la volvió a ver. Todos sospechamos que él la había matado, pero
como jamás se encontró su cuerpo no se pudo hacer justicia, por lo que la
familia de Jacinta se fue del lugar y ya no supimos más de ellos.”
Todos
bajaron la cabeza, tristes y asombrados de lo que acababan de escuchar, hasta
que Karen cariñosamente le preguntó al anciano:
-Usted
la conocía muy bien ¿Verdad?-.
El
señor enjuagó una tímida lágrima y contestó:
-Yo
estaba enamorado de ella-.
Y
soltando los bastones, se inclinó con mucho esfuerzo a la orilla del hoyo y
exclamó:
-Ahora
ya podrás descansar en paz Jacinta; yo me encargaré de eso-.
E
hizo la señal de la cruz con su mano derecha.
La
policía investigó con los habitantes del lugar para corroborar la historia del
anciano y cuando se dieron por satisfechos le entregaron el cuerpo, por lo que
él mandó abrir una fosa en el panteón de la localidad y organizó una misa de
cuerpo presente, a la cual acudieron absolutamente todos los habitantes del
pueblo, incluidos nosotros.
Lo
último que me platicó Alberto al respecto fue que, a partir de esa ocasión, la
mujer jamás volvió a aparecerse en ese lugar. Por su parte, el árbol anteriormente
deteriorado, ahora florece resplandeciente, irguiéndose orgulloso en el patio
de la casa, brotando de él unas enormes naranjas tan deliciosas como nadie había
probado jamás.
Lo
sé, porque cada fin de año le rento la casa a su tío por un par de días y la
visito yo solo.
Me
encantan esas naranjas.