Juventino
era zapatero; el más querido del rumbo.
Se
iba directamente a León, Guanajuato a surtirse de mercancía para venir a
venderla a la Ciudad de México en los barrios pobres donde vivía gente que no
tenía acceso a tiendas de prestigio para adquirir calzado. Claro que otra
ventaja era que cuando las personas no tenían para pagarle los zapatos en una
sola exhibición, él se los vendía en abonos.
Lo
anterior sin contar que jamás cobraba más allá de lo que él mismo consideraba
una ganancia decorosa sin abusar de nadie; incluso, cuando vendía su producto
en abonos, era enemigo de cobrar intereses.
Pero
tal vez lo que más conquistaba a la gente era la manera tan amigable que tenía
para dirigirse hacia ellos; siempre les hablaba con un tono afectuoso
acompañado de su eterna sonrisa.
Efectivamente;
Juventino era un hombre honesto a carta cabal.
Por
eso era apreciado en todas las colonias que acostumbraba visitar donde era
conocido afectuosamente como Chompita.
Chompita
sabía de los peligros que acechaban su profesión por lo que siempre que salía a
la calle acompañado de su joven ayudante, quien lo auxiliaba cargando las cajas
de zapatos, portaba una pistola; afortunadamente nunca se había dado la ocasión
de usarla, pero no por eso dejaba de cargar su revolver en el cinto. Eran
tiempos en los cuales las personas desesperadas por la falta de educación y trabajo se veían en la penosa necesidad de
delinquir, pero como afortunadamente era muy apreciado por los vecinos, nunca
había sido víctima de algún robo.
Desgraciadamente
nadie es monedita de oro para tener el aprecio de todas las personas.
Los
sábados por la tarde al terminar su dura jornada semanal, Chompita le pagaba el
sueldo pactado a su ayudante y lo mandaba de regreso a su casa, cargando las
cajas de los zapatos sobrantes, mientras que él se iba a una casa donde de
manera clandestina se había instalado una cantina; acostumbraba juntarse con
los habitantes de la colonia en cuestión para departir en el patio de la casa,
donde cuyo dueño había instalado algunas mesas para que los parroquianos se
sentaran a consumir cerveza mientras pasaban el tiempo jugando baraja, dominó o
simplemente platicando.
Para
desgracia de Juventino, ese lugar de esparcimiento también era frecuentado por
el delincuente del barrio a quien todos simplemente conocían como el “Jergas”,
individuo a todas luces despreciable pues era capaz de robarle incluso a sus
propios vecinos y como siempre portaba un cuchillo metido en el cinturón, nadie
se atrevía a confrontarlo, pues el Jergas no tenía empacho de utilizarlo para
herir a quien se le pusiera enfrente.
El
Jergas había tomado como víctima personal a Chompita, pues en el fondo le
molestaba que todas las personas lo apreciaran; secretamente deseaba ser
admirado tal como lo era el humilde zapatero, pero como era de las personas que
en lugar de superarse para ganarse el respeto de los demás, prefería inducir
miedo entre sus semejantes así como desquitarse de los hombres que de verdad se
merecen el afecto de la gente.
Cada
que el Jergas se encontraba con Chompita, inmediatamente se dirigía hacia él
para molestarlo; le golpeaba la cabeza a manera de saludo, le tiraba la cerveza
y sin importar lo que Juventino estuviera platicando, siempre encontraba la
manera de burlarse de sus palabras.
Todo
eso enfurecía a Chompita.
Trataba
de mantener a raya al malhechor, pero aun así había ocasiones en que hubiera
deseado reaccionar como cualquier hombre lo hubiera hecho; esto es, con
violencia. Incluso sus mismos amigos a veces lo cuestionaban de su actitud tan
dócil al recibir los insultos y burlas del Jergas, pero él siempre contestaba
con una sonrisa:
“La
vida se encargará de cobrarle su actitud”.
Lo
que pasaba era que nadie conocía la verdadera causa de su falta de reacción a
los insultos recibidos.
Sucedía
que a pesar de casi cumplir cuarenta años, Chompita jamás se había casado, pues
al ser hijo único vivía con su mamá, una anciana víctima de las enfermedades
propias de su avanzada edad, por lo que el zapatero había dejado su vida
personal para cuidar de su progenitora a quien le tenía un amor infinito, como
el que solo puede tenerle un hijo a la autora de sus días. Juventino tenía muy
buena comunicación con la señora, por lo que incluso le había contado en
innumerables ocasiones acerca de los abusos del Jergas y hasta le había
comentado las ganas que le daban de darle una lección a tan desagradable
persona, pero su mamá siempre lo tomaba de la mano y le decía suavemente:
“Prométeme
que jamás lo vas a lastimar; me moriría de la pena que te metieras en problemas
por alguien así”.
Juventino
sonreía y le reiteraba dicho compromiso, pues en el fondo él tampoco estaba
dispuesto a que su madre sufriera al saber que el zapatero fuera a la cárcel
por culpa del Jergas o incluso mucho peor, que tuviera que salir huyendo sin
que la enferma señora supiera de su paradero nunca más.
No;
Chompita jamás se atrevería a dejar desamparada a su madre a causa de su venganza,
por muy justa que ésta fuera.
El
Jergas por su parte, sin conocer el verdadero motivo de la pasividad de
Juventino, simplemente se lo achacaba a su falta de carácter, por lo que se
sentía confiado en que jamás le iba a responder, lo cual daba pie a seguir con
su abuso en contra del zapatero.
Desgraciadamente,
las circunstancias cambiaron de un día para otro.
El
zapatero dejó de presentarse en la colonia durante dos semanas completas para
extrañeza y preocupación de los vecinos, pero como nadie sabía dónde vivía
exactamente, lo único que hacían era conjeturas acerca del paradero de
Juventino; algunos decían confiados que simplemente estaba enfermo, otros
decían que tal vez había sufrido un accidente y los más pesimistas afirmaban
que había fallecido.
Cuando
el siguiente sábado los amigos cerveceros del zapatero se encontraban en el
lugar de siempre, se alegraron al ver entrar a un Chompita, quien a diferencia
de otras ocasiones no llegó con su eterna sonrisa, sino que su rostro mostraba
un gesto adusto; se sentó solitariamente en una meza y pidió una cerveza por lo
que todos corrieron a saludarlo y cuestionarlo acerca de su ausencia, a lo que
él simplemente contestó:
“Mi
madre ha muerto”.
Todos
inmediatamente trataron de consolarlo de tan irreparable pérdida, lo cual
extrajo una tierna sonrisa al zapatero, pues se daba cuenta de la verdadera
amistad y solidaridad que había construido a lo largo de los años debido a su
comportamiento noble y desinteresado; escuchó pacientemente las palabras de
aliento de los presentes, agradeciéndoles a todos su genuino interés hasta que
de repente, todos guardaron silencio.
Había
llegado el Jergas.
En
cuanto el delincuente localizó a Juventino, una sonrisa siniestra pintó su
rostro y empujando a los presentes, se le sentó enfrente y le dijo con burla:
-¿Qué
pasó Chompita; porque no habías venido?-.
El
aludido dijo seriamente:
-Tuve
asuntos pendientes-.
El
Jergas continuó con su mofa diciendo:
-Puede
ser, pero no por andar de parrandero en otros lados debes de olvidarte de los
“amigos”-.
Y
antes de que el zapatero contestara, el delincuente volteo a ver al dueño de la
cantina y gritó fuertemente para que todos lo oyeran:
-¡Pepe;
dame una cerveza y apuntala a la cuenta de Chompita!-.
El
cantinero, más por miedo que por otra cosa, inmediatamente le llevó lo
solicitado; cuando el Jergas tuvo la botella frente a sí, le dio un largo trago
y encendiendo un cigarro, contempló largamente a Juventino y le dijo
despectivamente:
-¿Sabes
que pienso Chompita?-.
Juventino
simplemente dijo:
-¿Qué?-.
Jergas
exclamó:
-Que
te habías ido porque eres un maldito cobarde-.
El
zapatero dijo tranquilamente:
-No,
no lo soy-.
El
malhechor dijo amenazadoramente:
-Eso
lo veremos-.
Y
para sorpresa de todos le soltó una sonora bofetada, que simplemente hizo que
Juventino volteara la cara sin inmutarse.
Chompita
dejó tranquilamente su cerveza en la mesa y se puso de pie, por lo que el
Jergas lo imitó diciendo:
-¿Te
vas a ir como el cobarde que eres?-.
Con
una mirada de desafío, Juventino le dijo:
-No;
eso ya se acabó-.
El
delincuente sacó su cuchillo y lo reto diciendo:
-¿Y
qué vas a hacer, méndigo zapatero muerto de hambre?-.
Chompita
lo miró directamente a los ojos y sentenció:
-Cuando
mi madre vivía me hizo prometer que jamás te contestara, pues no soportaría lo
que me sucediera si yo hiciera algo así; ahora ella está muerta por lo que
estoy libre de esa promesa-.
Sacó
lentamente la pistola de su cintura y apuntando directamente a la cara del
Jergas, apretó el gatillo.
Como
era de esperarse, se llevaron a cabo las investigaciones por parte de las
autoridades, pero tomando en consideración que el difunto era un “pájaro de
cuenta” debido a sus múltiples crímenes y que todos los amigos de Chompita
declararon que el zapatero simplemente había actuado en defensa propia, a los
dos meses de lo sucedido, a Juventino se le volvió a ver en la colonia con su
eterna sonrisa, cargando sus cajas de zapatos para ofrecerlos a los lugareños.
Todos
los que se cruzaban con él, inmediatamente lo saludaban con genuino afecto,
orgullo e incluso admiración; no faltaba quien, al no conocerlo, preguntara
cuál era la historia de tan peculiar personaje por lo que sus amigos, quienes
no tenían empacho en platicar lo que Juventino había hecho platicaran lo
sucedido y siempre, al terminar el relato, alguien exclamaba:
“A
toda capilla le llega su misa”.
Y
efectivamente, al Jergas le llegó su misa.
Pero
su misa de difunto.
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