domingo, 15 de septiembre de 2019

EL CUENTO DE CHOMPITA


   
         Juventino era zapatero; el más querido del rumbo.
         Se iba directamente a León, Guanajuato a surtirse de mercancía para venir a venderla a la Ciudad de México en los barrios pobres donde vivía gente que no tenía acceso a tiendas de prestigio para adquirir calzado. Claro que otra ventaja era que cuando las personas no tenían para pagarle los zapatos en una sola exhibición, él se los vendía en abonos.
         Lo anterior sin contar que jamás cobraba más allá de lo que él mismo consideraba una ganancia decorosa sin abusar de nadie; incluso, cuando vendía su producto en abonos, era enemigo de cobrar intereses.
         Pero tal vez lo que más conquistaba a la gente era la manera tan amigable que tenía para dirigirse hacia ellos; siempre les hablaba con un tono afectuoso acompañado de su eterna sonrisa.
         Efectivamente; Juventino era un hombre honesto a carta cabal.
         Por eso era apreciado en todas las colonias que acostumbraba visitar donde era conocido afectuosamente como Chompita.
         Chompita sabía de los peligros que acechaban su profesión por lo que siempre que salía a la calle acompañado de su joven ayudante, quien lo auxiliaba cargando las cajas de zapatos, portaba una pistola; afortunadamente nunca se había dado la ocasión de usarla, pero no por eso dejaba de cargar su revolver en el cinto. Eran tiempos en los cuales las personas desesperadas por la falta de educación y  trabajo se veían en la penosa necesidad de delinquir, pero como afortunadamente era muy apreciado por los vecinos, nunca había sido víctima de algún robo.
         Desgraciadamente nadie es monedita de oro para tener el aprecio de todas las personas.
         Los sábados por la tarde al terminar su dura jornada semanal, Chompita le pagaba el sueldo pactado a su ayudante y lo mandaba de regreso a su casa, cargando las cajas de los zapatos sobrantes, mientras que él se iba a una casa donde de manera clandestina se había instalado una cantina; acostumbraba juntarse con los habitantes de la colonia en cuestión para departir en el patio de la casa, donde cuyo dueño había instalado algunas mesas para que los parroquianos se sentaran a consumir cerveza mientras pasaban el tiempo jugando baraja, dominó o simplemente platicando.
         Para desgracia de Juventino, ese lugar de esparcimiento también era frecuentado por el delincuente del barrio a quien todos simplemente conocían como el “Jergas”, individuo a todas luces despreciable pues era capaz de robarle incluso a sus propios vecinos y como siempre portaba un cuchillo metido en el cinturón, nadie se atrevía a confrontarlo, pues el Jergas no tenía empacho de utilizarlo para herir a quien se le pusiera enfrente.
         El Jergas había tomado como víctima personal a Chompita, pues en el fondo le molestaba que todas las personas lo apreciaran; secretamente deseaba ser admirado tal como lo era el humilde zapatero, pero como era de las personas que en lugar de superarse para ganarse el respeto de los demás, prefería inducir miedo entre sus semejantes así como desquitarse de los hombres que de verdad se merecen el afecto de la gente.
         Cada que el Jergas se encontraba con Chompita, inmediatamente se dirigía hacia él para molestarlo; le golpeaba la cabeza a manera de saludo, le tiraba la cerveza y sin importar lo que Juventino estuviera platicando, siempre encontraba la manera de burlarse de sus palabras.
         Todo eso enfurecía a Chompita.
         Trataba de mantener a raya al malhechor, pero aun así había ocasiones en que hubiera deseado reaccionar como cualquier hombre lo hubiera hecho; esto es, con violencia. Incluso sus mismos amigos a veces lo cuestionaban de su actitud tan dócil al recibir los insultos y burlas del Jergas, pero él siempre contestaba con una sonrisa:
         “La vida se encargará de cobrarle su actitud”.
         Lo que pasaba era que nadie conocía la verdadera causa de su falta de reacción a los insultos recibidos.
         Sucedía que a pesar de casi cumplir cuarenta años, Chompita jamás se había casado, pues al ser hijo único vivía con su mamá, una anciana víctima de las enfermedades propias de su avanzada edad, por lo que el zapatero había dejado su vida personal para cuidar de su progenitora a quien le tenía un amor infinito, como el que solo puede tenerle un hijo a la autora de sus días. Juventino tenía muy buena comunicación con la señora, por lo que incluso le había contado en innumerables ocasiones acerca de los abusos del Jergas y hasta le había comentado las ganas que le daban de darle una lección a tan desagradable persona, pero su mamá siempre lo tomaba de la mano y le decía suavemente:
         “Prométeme que jamás lo vas a lastimar; me moriría de la pena que te metieras en problemas por alguien así”.
         Juventino sonreía y le reiteraba dicho compromiso, pues en el fondo él tampoco estaba dispuesto a que su madre sufriera al saber que el zapatero fuera a la cárcel por culpa del Jergas o incluso mucho peor, que tuviera que salir huyendo sin que la enferma señora supiera de su paradero nunca más.
         No; Chompita jamás se atrevería a dejar desamparada a su madre a causa de su venganza, por muy justa que ésta fuera.
         El Jergas por su parte, sin conocer el verdadero motivo de la pasividad de Juventino, simplemente se lo achacaba a su falta de carácter, por lo que se sentía confiado en que jamás le iba a responder, lo cual daba pie a seguir con su abuso en contra del zapatero.
         Desgraciadamente, las circunstancias cambiaron de un día para otro.

         El zapatero dejó de presentarse en la colonia durante dos semanas completas para extrañeza y preocupación de los vecinos, pero como nadie sabía dónde vivía exactamente, lo único que hacían era conjeturas acerca del paradero de Juventino; algunos decían confiados que simplemente estaba enfermo, otros decían que tal vez había sufrido un accidente y los más pesimistas afirmaban que había fallecido.
         Cuando el siguiente sábado los amigos cerveceros del zapatero se encontraban en el lugar de siempre, se alegraron al ver entrar a un Chompita, quien a diferencia de otras ocasiones no llegó con su eterna sonrisa, sino que su rostro mostraba un gesto adusto; se sentó solitariamente en una meza y pidió una cerveza por lo que todos corrieron a saludarlo y cuestionarlo acerca de su ausencia, a lo que él simplemente contestó:
         “Mi madre ha muerto”.
         Todos inmediatamente trataron de consolarlo de tan irreparable pérdida, lo cual extrajo una tierna sonrisa al zapatero, pues se daba cuenta de la verdadera amistad y solidaridad que había construido a lo largo de los años debido a su comportamiento noble y desinteresado; escuchó pacientemente las palabras de aliento de los presentes, agradeciéndoles a todos su genuino interés hasta que de repente, todos guardaron silencio.
         Había llegado el Jergas.
         En cuanto el delincuente localizó a Juventino, una sonrisa siniestra pintó su rostro y empujando a los presentes, se le sentó enfrente y le dijo con burla:
         -¿Qué pasó Chompita; porque no habías venido?-.
         El aludido dijo seriamente:
         -Tuve asuntos pendientes-.
         El Jergas continuó con su mofa diciendo:
         -Puede ser, pero no por andar de parrandero en otros lados debes de olvidarte de los “amigos”-.
         Y antes de que el zapatero contestara, el delincuente volteo a ver al dueño de la cantina y gritó fuertemente para que todos lo oyeran:
         -¡Pepe; dame una cerveza y apuntala a la cuenta de Chompita!-.
         El cantinero, más por miedo que por otra cosa, inmediatamente le llevó lo solicitado; cuando el Jergas tuvo la botella frente a sí, le dio un largo trago y encendiendo un cigarro, contempló largamente a Juventino y le dijo despectivamente:
         -¿Sabes que pienso Chompita?-.
         Juventino simplemente dijo:
         -¿Qué?-.
         Jergas exclamó:
         -Que te habías ido porque eres un maldito cobarde-.
         El zapatero dijo tranquilamente:
         -No, no lo soy-.
         El malhechor dijo amenazadoramente:
         -Eso lo veremos-.
         Y para sorpresa de todos le soltó una sonora bofetada, que simplemente hizo que Juventino volteara la cara sin inmutarse.
         Chompita dejó tranquilamente su cerveza en la mesa y se puso de pie, por lo que el Jergas lo imitó diciendo:
         -¿Te vas a ir como el cobarde que eres?-.
         Con una mirada de desafío, Juventino le dijo:
         -No; eso ya se acabó-.
         El delincuente sacó su cuchillo y lo reto diciendo:
         -¿Y qué vas a hacer, méndigo zapatero muerto de hambre?-.
         Chompita lo miró directamente a los ojos y sentenció:
         -Cuando mi madre vivía me hizo prometer que jamás te contestara, pues no soportaría lo que me sucediera si yo hiciera algo así; ahora ella está muerta por lo que estoy libre de esa promesa-.
         Sacó lentamente la pistola de su cintura y apuntando directamente a la cara del Jergas, apretó el gatillo.

         Como era de esperarse, se llevaron a cabo las investigaciones por parte de las autoridades, pero tomando en consideración que el difunto era un “pájaro de cuenta” debido a sus múltiples crímenes y que todos los amigos de Chompita declararon que el zapatero simplemente había actuado en defensa propia, a los dos meses de lo sucedido, a Juventino se le volvió a ver en la colonia con su eterna sonrisa, cargando sus cajas de zapatos para ofrecerlos a los lugareños.
         Todos los que se cruzaban con él, inmediatamente lo saludaban con genuino afecto, orgullo e incluso admiración; no faltaba quien, al no conocerlo, preguntara cuál era la historia de tan peculiar personaje por lo que sus amigos, quienes no tenían empacho en platicar lo que Juventino había hecho platicaran lo sucedido y siempre, al terminar el relato, alguien exclamaba:
         “A toda capilla le llega su misa”.
         Y efectivamente, al Jergas le llegó su misa.

         Pero su misa de difunto.

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