Hace
muchos años en las afueras de la capital mexicana vivía Julio, un hombre de los
que ya casi no abundan; honrado, trabajador y responsable. Vivía con su esposa
Rosalía y sus tres hijos; Julio era campesino y se dedicaba a trabajar su pequeña
parcela para así poder darles una vida no de comodidades, pero por lo menos
libre de penurias a su familia.
Asimismo
y como fruto de su trabajo, con muchos sacrificios había podido comprar un
pedazo de terreno donde con sus propias manos había levantado una casita para
él y los suyos. Julio no cabía de orgullo cuando el vendedor le había otorgado
las escrituras que amparaban la propiedad de su humilde casita. Lo que nunca
imaginó el sencillo campesino es que a veces no es suficiente el trabajo honrado
para poder conservar las escasas pertenencias que se consiguen en la vida.
Sucedió
que la hija más pequeña de Julio cayo gravemente enferma y como estamos
hablando de tiempos en que los doctores escaseaban y que los pocos
especialistas que había en la capital cobraban cantidades exorbitantes por sus
servicios, a Julio no le quedó de otra más que ir con el cacique del lugar, don
Juan Moreno a solicitarle su apoyo económico.
Juan
Moreno era el clásico agiotista quien no perdía oportunidad de poder aprovecharse
de los demás por lo que Rosalía le dijo preocupada a Julio:
-Pero, ¿Estás
seguro de que esa es la mejor solución? Ya sabes que ese maldito viejo no es de
fiar-.
Julio
le respondió:
-Puede
ser que sí, pero la necesidad tiene cara de hereje y ahorita no estamos para
escoger con quien hacer negocios; voy a pedirle dinero prestado y en todo caso
le dejo empeñadas las escrituras de la casa-.
En
esos tiempos no importaba a nombre de quien estaban las escrituras de las
propiedades, sino que se consideraba como dueño legítimo a quien poseyera los
documentos físicamente, por lo que mucha gente perdió su patrimonio por el
simple hecho de haberle dado las escrituras de sus casas a otra persona.
Julio
añadió:
-Mira,
el interés que cobra por el préstamo no es muy alto, por lo que sí puedo
pagarlo tranquilamente; además, don Juan tiene tantas propiedades que dudo
mucho que le interese quedarse con nuestra pequeña casita-.
En
parte Julio tenía razón; el viejo prestamista tenía tantas casas y terrenos que
ya hasta había perdido la cuenta, pero el dinero como tal prácticamente se lo
acababa cada ocho días con dos de sus compadres en parrandas interminables, sin
importarle que tomando en cuenta que mucha gente no sabía leer y escribir, les
hacía cuentas largas con los intereses por lo que así era como se había
apoderado de su dinero y en el peor de los casos, de las casas de muchos de sus
vecinos.
Desgraciadamente,
a veces la ambición humana no conoce límites.
Finalmente,
Julio fue a ver a Juan Moreno pactando el interés así como el plazo para que el
campesino le pagara al viejo agiotista la exuberante cantidad, para esa época,
de cinco mil pesos más los intereses; Julio acababa de gastar lo poco que tenía
ahorrado en la compra de la semilla para la próxima siembra de su parcela,
gasto del que no podía librarse aunque quisiera ya que ese era el único medio
con el cual mantenía a su familia pero pensó que si todos se apretaban el
cinturón y reducían sus gastos al mínimo, podía cumplir con el compromiso en
tiempo y forma.
Afortunadamente
a las pocas semanas del tratamiento médico, la pequeña Isabelita, que era como
se llamaba la hija enferma de Julio, pudo recuperarse de su enfermedad para
alivio y alegría de toda la familia, por lo que cuando llegó el plazo para
pagar la deuda, Julio respiró aliviado cuando se encaminó a la casa de Juan
moreno.
No
le inspiró mucha confianza cuando llegó y lo encontró tomando con sus compadres
Indalecio y Anastasio, quienes veían al humilde campesino burlonamente mientras
hablaba con Juan; Julio trató de restarles importancia y le pagó al viejo
agiotista pidiéndole de regreso sus escrituras, pero éste le dijo:
-Pues
mira muchacho, de momento no las tengo; tú sabes que esos son documentos muy
delicados para guardarlos en cualquier parte, pero ven la semana que entra y ya
te los tendré listos para que te los lleves a tu casa-.
Julio
se retiró receloso de cómo se habían dado las cosas, pero como ya había
entregado el dinero, prefirió confiar en la naturaleza humana y regresar días
después.
A
la semana siguiente cuando regresó a ver a Juan Moreno, una vez más lo encontró
acompañado de sus dos compadres; afortunadamente esta vez estaban sobrios, por
lo que Julio pensó que no iba a haber ningún problema en recuperar sus
escrituras. Se sentó frente a Juan quien tranquilamente le dijo:
-Y
dime muchacho, ¿Qué puedo hacer por ti?-.
-Pues
simplemente vengo por mis escrituras don Juan, tal y como quedamos hace ocho
días-.
El
viejo abusivo, poniendo cara de sorpresa, le dijo:
-¿Escrituras?,
¿Pero cómo quieres que te las regrese si no me has pagado lo que me debes?-.
Julio
sintió que el alma le caía a los pies.
Aun
así reclamó:
-¡Como que no le he
pagado! Si vine la semana pasada a dejarle el dinero; es más, sus compadres
estaban con usted, ellos se deben de acordar-.
Juan volteo a ver a
sus compinches y tranquilamente les preguntó:
-A ver; Indalecio
¿Tú te acuerdas de eso?-.
El referido
riéndose burlonamente contestó:
-No tengo ni idea
de lo que me habla compadre-.
Julio desesperado
volteó a ver a Anastasio, quien simplemente se volteó hacia el otro lado y
desinteresadamente exclamó:
-A mí no me metan;
yo no sé nada de eso-.
El campesino,
derrotado, simplemente dijo:
-¿Entonces no me va
a regresar mis escrituras verdad?-.
Juan simplemente
contestó:
-Claro que si
muchacho, una vez que me pagues-.
Julio jamás había
sentido tanto coraje dentro de sí y tanta impotencia. El joven campesino se
sentía como un niño desamparado al ver como estaba a punto de perder su pequeño
patrimonio. Sabía que cuando le contara a Rosalía ella pensaría lo mismo; no
era posible que existiera tanta maldad en el corazón de un ser humano como para
aprovecharse de sus semejantes.
Y efectivamente,
cuando Julio llegó a su casa y le platicó a su joven esposa, ésta rompió en
llanto mientras exclamaba:
-¡Sabía que ese
maldito no era de fiar, lo sabía!-.
Julio intentaba
consolarla diciéndole:
-Pues sí, pero a
final de cuentas no teníamos opción-.
Rosalía volteo a
ver a Isabelita quien miraba confundida las lágrimas de su madre, por lo que la
tomo entre sus brazos y le dijo a su marido:
-Tienes razón, no
había otra salida; pero ahora, ¿Qué vamos a hacer?-.
Julio contestó
secamente:
-Vamos a confiar en
las autoridades-.
El joven campesino
fue a ver al Juez de la localidad, don Armando, hombre de carácter fuerte pero
justo, quien conocía a Julio de toda la vida, por lo que cuando le contó lo que
le había sucedido, jamás dudó de las palabras del joven, y más si se toma en
cuenta que ya conocía de sobra las marrullerías de las que era capaz el canalla
de Juan Moreno. Desgraciadamente, para él primero estaba la ley a la que
representaba, por lo que tenía que dejar de lado la sincera amistad que le
prodigaba a Julio y cumplir con su trabajo, por lo que le dijo:
-Pues mira
muchacho, vamos a citar mañana a Juan a las tres de la tarde; expones tu caso
ante mí y veremos qué es lo que él alega. Esperemos encontrar una solución a
todo esto-.
Julio sabía que no
tenía muchas esperanzas de ganar la batalla, pero como no tenía otra salida,
aceptó.
Al otro día se
presentó Julio a la cita puntualmente y a los pocos minutos llegó Juan Moreno;
se sentaron frente al Juez quien escuchó una vez más el relato del molesto
campesino y una vez que éste terminó su alegato, la autoridad increpó a Juan:
-Y bien Juan, ¿Tú
que dices al respecto?-.
El viejo ladino,
tomando una falsa expresión de tristeza, se cubrió los ojos con las manos y
exclamó:
-¡Ay señor Juez, no
puedo creer la ingratitud de la gente!, yo de buena fe le presté el dinero que
me solicitó para que la pequeña Isabelita pudiera recuperar la salud y vea como
le pagan a uno; efectivamente, le presté el dinero pero Julio jamás me lo pagó
por lo que no sé a qué se debe la serie de mentiras que viene a contar ante
Usted, intentando como a mí, engañarlo su Señoría-.
Don Armando no
podía ocultar su coraje al escuchar las falsas palabras del viejo agiotista,
pero controlándose, todavía le dio una oportunidad:
-Entonces
definitivamente niegas que Julio ya saldó su deuda-.
Juan, con una
sonrisa perversa en los labios, contestó tranquilamente:
-Bueno, señor Juez,
usted sabe que papelito habla, así que si Julio nos muestra un recibo donde
conste que ya me pagó con mucho gusto le regreso las escrituras de sus tierras
y se acabó el problema-.
El aludido
simplemente cerró los ojos con frustración, ya que sabía que no contaba con
dicho documento; aun así, el Juez le preguntó:
-¿Tienes algún
recibo de tu pago muchacho?-.
El joven campesino
contestó suavemente:
-No, señor Juez-.
Don Armando sabía
que no podía ayudar a Julio por más que quisiera así que soltó un suspiro
molesto y dijo:
-Desgraciadamente
Juan tiene razón; si no cuentas con un documento que te ampare, no hay nada que
puedas hacer para comprobar tu dicho-.
Julio, desalentado exclamó:
-¿Y entonces que se
puede hacer?-.
Una sonrisa iluminó
la repulsiva cara de Juan Moreno, quien sabía que el rumbo de las cosas le era
favorable y dijo:
-Mira muchacho, no
hay ningún problema, simplemente me pagas lo que te presté, con sus respectivos
intereses y te regreso tus escrituras-.
Don Armando
intervino y preguntó:
-Bueno Juan, ¿Y a
cuánto asciende el total de la deuda?-.
El viejo perverso
dijo tranquilamente:
-Bueno, tomando en
cuenta la cantidad principal más los intereses que pactamos, a la fecha me debe
diez mil pesos-.
Julio abrió los
ojos como platos al igual que el Juez y gritó:
-¡Y porque tanto,
si solo eran cinco mil pesos!-.
-Bueno Julio, pues
es que fueron esos los intereses que acordamos-. Dijo casi riendo a carcajadas.
Julio apretaba los
puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos y le dijo:
-Entonces si quiero
recuperar mi terreno, tengo que pagar los veinte mil pesos ¿Verdad?-.
Juan le contestó
relajadamente mientras levantaba sus brazos para recargar su cabeza entre
ellos:
-Exactamente
muchacho-.
Don Armando estaba
casi tan furioso como Julio y mientras pensaba en una posible solución, se
sorprendió con el tono tan seguro con el que el joven campesino contestó:
-Pues entonces se
los pago-.
El curtido Juez
exclamó:
-¿Pero te das
cuenta muchacho, que estás pagando dos veces por tu terreno?-.
Julio simplemente
contestó con orgullo:
-Lo sé, pero ese
terreno me costó muchos sacrificios, por lo que no pienso regalárselo a nadie;
es el patrimonio de mi familia y si tuviera que pagar veinte veces por él, lo
haría-.
Don Armando, quien
se sentía con las manos atadas, volteó a ver a Juan y le preguntó:
-Supongo que le
darás un plazo razonable para cubrir la deuda ¿No?-.
El viejo taimado
dijo inocentemente:
-¡Pero claro señor
Juez, si para eso estamos, para ayudar al prójimo!-.
Y volteando a ver a
Julio, añadió:
-Tienes seis
meses-.
El representante de
la autoridad casi con miedo, preguntó a Julio:
-¿Crees poder pagar
en ese plazo muchacho?-.
El rudo campesino
levantó la frente en todo lo alto y dijo:
-Así me quede sin
comer, pero yo cumpliré-.
Juan sonrió
satisfactoriamente y dijo:
-Bueno señor Juez,
creo que entonces todo está arreglado-.
Pero cuando se iba
levantando, don Armando lo encaró:
-Un momento Juan;
como no quiero que esto se repita, Julio va a venir aquí todos los días primero
de cada mes acompañado por ti y dejara su abono conmigo y una vez que se cubra
el total de la deuda, yo mismo te voy a dar el dinero y tú me darás las
escrituras-.
De manera
lambiscona, Juan dijo:
-Claro señor Juez,
se hará como usted diga-.
Don Armando
entrecerró los ojos y le dijo al viejo agiotista antes de que éste se
levantara:
-Una última cosa:
espero que sepas lo que estás haciendo Juan, porque recuerda que en esta vida
todo se paga y si me entero que vuelves a abusar de este muchacho, ahora el
pleito ya no será con él sino conmigo, ¿Entiendes?-.
Juan tragó saliva y
sonrió nerviosamente, pues sabía lo implacable que podía llegar a ser el hombre
que tenía enfrente, por lo que contestó:
-No se preocupe don
Armando, le prometo que cumpliré con todo lo que usted ha ordenado-.
Julio caminaba
lentamente de regreso a su humilde hogar; pensaba en la manera cómo le iba a
contar el resultado de la audiencia a Rosalía, pues sabía que se iba a
preocupar. Él mismo estaba preocupado, ya que no sabía si en realidad iba a
poder cubrir la deuda, pero con Dios como testigo, pensaba hacer hasta lo
imposible para lograrlo.
Cuando llegó a su
casa, reunió a su esposa y a sus tres hijas y le platicó como estaba la situación;
les dijo que iban a reducir sus ya de por sí paupérrimos gastos para saldar la
deuda y sonrió con orgullo y satisfacción cuando su esposa le dijo que ella
podía cooperar trabajando de sirvienta con algún hacendado de los alrededores
mientras que sus dos hijas más grandes le dijeron que ellas podían bordar
servilletas e irlas a vender al mercado local. A Julio todo ese apoyo mostrado
lo hizo sentir más fuerte a pesar de que sabía que el sacrificio iba a ser muy
difícil, pues por ejemplo, sus dos hijas más grandes ya necesitaban zapatos
para ir a la escuela, pero en el fondo, sabía que todos estaban haciendo lo
correcto: luchar por el patrimonio familiar.
Dado lo apreciado
que era Julio y su familia, algunos vecinos les mostraron su solidaridad ya sea
dándole trabajo en sus propias parcelas al campesino o ayudando a cuidar a las
niñas cuando su mamá se iba a laborar a la hacienda donde había conseguido
trabajo, todo lo cual llenaba de satisfacción a Julio, pues le demostraba que
llevaba una vida honesta y responsable, fruto de lo cual le ofrecían infinidad
de ayuda las demás personas; claro, ayuda en especie, ya que al ser todos igual
de pobres no le podían prestar dinero, pero eso no evitó que en la medida de
sus posibilidades los apoyaran en todo cuanto pudieron.
Desgraciadamente no
todos pensaban lo mismo.
En algunas
ocasiones en que el rudo campesino podía rescatar algunos pesos de la venta del
maíz de su parcela, una vez solventados los gastos de la casa, gustaba de ir el
sábado al terminar la faena a beber un par de cervezas a la cantina de la
localidad, rodeado de sus amigos, a quienes incluso en algunas ocasiones les
pudo invitar una ronda de tragos. Julio no era un borracho, ya que su sentido
de responsabilidad y su no muy boyante situación económica se lo impedían, pero
disfrutaba tomar dos o tres cervezas con algunos otros campesinos mientras
platicaban de los últimos sucesos del pueblo. A las dos semanas de que hubiera
pactado el plazo para pagar su deuda, se dirigió a la cantina, simplemente para
saludar a sus vecinos ya que en esta ocasión no contaba con dinero suficiente
como para tomar algo, pero aun así quiso pasar; le dolió en el fondo del alma que
al llegar y saludar a sus supuestos “amigos”, éstos simplemente le contestaron
el saludo y cada quien se volteó a seguir con su plática dejando al curtido
campesino parado en medio de las mesas; Julio, quien era demasiado orgulloso
para pedir algo, no pudo evitar sentir tristeza al ver que nadie tuvo el amable
gesto de invitarle alguna bebida, por lo que dándose la media vuelta salió para
ya no regresar jamás, mientras pensaba que era cierto que en los tiempos
difíciles es cuando de verdad se sabe con quién se cuenta.
Pero lo que más le
molestaba a Julio era que cada primero de mes tenía que ir a buscar a Juan
Moreno para que ambos recorrieran los dos kilómetros de camino que separaba al
pueblo del Juzgado; Juan iba como si de un paseo dominical se tratara,
caminando tranquilamente como alguien que no le debe nada a la vida, mientras
que Julio tenía que tragarse su coraje, intentado soportar la desagradable
compañía. Como eran épocas difíciles, la mayoría de los pobladores acostumbraba
cargar con un pequeño cuchillo en la cintura; en más de una ocasión Julio pensó
en matar a Juan Moreno y tirar el cuerpo a la orilla del camino para de esa
manera, terminar con el origen de todos sus problemas, pero lo detenía la
educación que le habían dado sus padres, quienes a pesar de no ser personas
letradas, siempre le habían inculcado buenos valores. Por otro lado, pensaba
Julio, si se decidía a hacer algo como lo que estaba pensando, lo único que
lograría era desquitar el coraje que llevaba dentro, pero en realidad se
convertiría en un prófugo de la justicia, quien a pesar de contar con el
sincero aprecio de don Armando, sabía que éste lo perseguiría hasta hacerlo
pagar por su crimen. Incluso pensaba en su familia; si se daba a la fuga ¿Qué
sería de ellos? ¿Quién los cuidaría?; incluso si se los llevara, sería cosa de
andar rodando por Dios sabe dónde, sin contar que de todos modos perderían
todo; su parcela y su terreno que era por lo que él estaba luchando. No, tenía
que hacer lo correcto, aunque el coraje le corroyera el alma.
Y como dice el
dicho: “No hay plazo que no se cumpla”, así llegó el último día de pago de la
injusta deuda que Julio había contraído con el perverso de Juan Moreno. La
familia del campesino sufrió mucho para poder lograrlo, ya que incluso en
algunas ocasiones Julio tuvo que irse a la cama sin probar bocado para que su
familia pudiera alimentarse con la poca comida que se podían permitir, pero
como quiera que haya sido, finalmente todo estaba por terminar.
Platicó con toda su
familia a quienes les externó su agradecimiento y el orgullo que sentía de que
entre todos habían cumplido el objetivo, por lo que prácticamente consideraban
que un era día de fiesta para ellos; se arreglaron con sus mejores ropas y se
dirigieron hacia el Juzgado para recuperar el título de su patrimonio. A la
salida del pueblo se encontraron con Juan Moreno, quien para no variar, iba
acompañado de sus compadres, a quienes les había solicitado su compañía por el
hecho no querer andar en las calles con la cantidad que iba a recibir,
independientemente de que les había prometido que una parte de su mal habida
fortuna la iba a destinar para celebrar el acontecimiento.
A Julio le
molestaba la plática de los acompañantes de su familia, ya que descaradamente
iban hablando acerca de los planes que tenían para el dinero que le habían
arrebatado al campesino de mala manera, pero le consolaba el hecho de que era
la última vez que iban a tener que soportar su presencia; aun así, el camino
hacia el Juzgado se les hizo demasiado largo.
Cuando llegaron con
don Armando, éste ya los estaba esperando frente al edificio municipal; saludó
con gran alegría a Julio y a su familia, sin contestar el adulador saludo de
Juan, a quien solo le dirigió una mirada de desprecio; éste no se inmutó ya que
lo único que le importaba era el dinero que iba a recibir, por lo que solo
levantó los hombros y entró al Juzgado seguido de sus secuaces, quienes reían a
carcajadas.
Una vez que todos
tomaron asiento, el señor Juez le dijo a Juan:
-¿Traes las
escrituras del terreno de Julio como acordamos?-.
Juan inmediatamente
sacó un gran sobre y se lo estiró a don Armando diciendo solícito:
-Claro señor Juez,
yo soy hombre de palabra, aquí están-.
El representante de
la autoridad no respondió a la muestra de hipocresía del viejo ladino y
volteando a ver a Julio, le preguntó:
-Y tú muchacho,
¿Traes el importe del último pago?-.
El serio campesino
saco unos fajos de billetes y extendiéndoselos a don Armando le dijo:
-Sí señor, aquí
está todo-.
El Juez contó el
dinero y lo reunió con los pagos anteriores; metió todos los billetes en un
pequeño morral de lona, mientras de reojo podía ver la despreciable mirada de
ambición en los ojos de Juan Moreno e incluso de sus compinches; tratando de
que no se le notara la repulsión que le provocaban tan deplorables personas,
levantó la mirada y dirigiéndose a Juan, le dijo:
-Bueno Juan, aquí
está toda la cantidad, firma este recibo y la deuda queda saldada-.
El desagradable
agiotista casi le arrebató el morral al Juez, firmó rápidamente el recibo y
levantándose de su silla casi con un brinco, le dijo a don Armando:
-Bueno su Señoría, si
ya no me necesita para nada más, mis compadres y yo nos retiramos, porque
tenemos una cita con unas señoritas, si usted me entiende-. Dijo mientras le
guiñaba un ojo a don Armando, quien le contestó molesto:
-No, no te
entiendo, pero no me importa. Simplemente te reitero: la deuda está saldada y
aquí se acabó tu problema con Julio por lo que espero que cumplas con lo que te
advertí la primera vez que estuviste aquí-.
Al ver la mirada
amenazadora de don Armando, Juan simplemente dijo:
-No señor Juez,
aquí se acabó el problema-.
Se dio la media
vuelta y salió casi corriendo, seguido de sus compadres, quienes gritaban de
gusto por el botín obtenido.
Una vez que
abandonaron el edificio, el gesto duro de don Armando fue reemplazado por una
sonrisa de admiración; volteó a ver a Julio y le dijo suavemente:
-Pues te felicito
muchacho, lograste recuperar tu patrimonio y el de tu familia; eso es algo que
no cualquiera hace, por lo que para celebrar tu triunfo te invito a ti y a tu
familia a comer a mi casa; mi esposa ya debe tener lista la comida pues le
había comentado que vendrías por lo que debe estar ansiosa de verlos a todos
ustedes y saludarlos-.
Mientras la familia
de Julio se dirigía hacia la casa de don Armando, Juan Moreno caminaba por la
vereda de regreso a su pueblo, mientras les platicaba a sus compadres en que se
iba a gastar la mayor parte del dinero obtenido ilícitamente, plática a la que
sus amigos le contestaban con palabras aduladoras que lo hacían sentir como el
dueño del mundo; cuando llegaron a la mitad de la distancia que los separaba de
su pueblo, Indalecio le dijo:
-Mire compadre, no
le había querido decir antes porque era una sorpresa, pero detrás de ese cerro
abrieron una cantina donde las mujeres que la atienden lo van a recibir como se
merece; es más, podemos cortar camino por esa vereda-.
Juan sonrió
satisfactoriamente y siguiendo a su compadre le contestó:
-¡Ah que compadre!
usted siempre procurándome buena diversión; ándele, vamos a esa cantina a
echarnos unas cuantas cervezas; total, lo peor que puede pasar es que me
emborrache, pero trayéndolos a ustedes, mi dinero está a salvo-.
Anastasio le pasó
el brazo sobre de su hombro derecho y completó:
-Claro compadre, ya
sabe que éste y yo estaremos con usted hasta la muerte-.
Y así fue.
Una vez que
Anastasio terminó de hablar, ambos compadres sacaron sus cuchillos y mientras
uno se lo hundía en la espalda a Juan, el otro le asestaba repetidas puñaladas
en el estómago al repulsivo prestamista, sin hacer caso de los gritos
desesperados de terror que éste lanzaba en medio de la soledad del paraje.
Una vez que Juan
cayó entre la hierba, Indalecio inmediatamente lo esculcó y cuando encontró el
morralito con el dinero se lo arrebató para guardarlo en su cintura.
Lo último que vio
la incrédula mirada de Juan Moreno fue la huida de sus queridos compadres,
quienes corrían en medio de carcajadas, sin importarles las manchas de sangre
que habían caído entre sus ropas.
A
partir de que Julio pudo recuperar su terreno, su fama creció por lo que cada
vez contó más y más con la admiración y el respeto de vecinos y amigos, quienes
incluso le llegaban a pedir consejo cuando se les presentaba algún problema;
nadie lloró la pérdida de Juan Moreno y mucho menos fueron a su velorio, pues
sabían la calidad de persona que había sido; ni siquiera se alegraron cuando
agarraron a Indalecio y Anastasio, todavía en poder del morral del dinero
mientras estaban ahogados de borrachos y menos cuando fueron fusilados al
encontrarlos culpables del delito de homicidio.
Julio, al saber de
esas noticias simplemente recordaba las sabias palabras de don Armando:
“En esta vida todo
se paga”.
En cuanto al
terreno, los nietos de Julio siguen viviendo en él y cada que lo recuerdan
sonríen con el orgullo de ser descendientes de un campesino que se atrevió a
pagar dos veces por su terreno.
Dedicado a Julián Camargo Sánchez.
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