sábado, 24 de noviembre de 2018

EL TERRENO


         Hace muchos años en las afueras de la capital mexicana vivía Julio, un hombre de los que ya casi no abundan; honrado, trabajador y responsable. Vivía con su esposa Rosalía y sus tres hijos; Julio era campesino y se dedicaba a trabajar su pequeña parcela para así poder darles una vida no de comodidades, pero por lo menos libre de penurias a su familia.
         Asimismo y como fruto de su trabajo, con muchos sacrificios había podido comprar un pedazo de terreno donde con sus propias manos había levantado una casita para él y los suyos. Julio no cabía de orgullo cuando el vendedor le había otorgado las escrituras que amparaban la propiedad de su humilde casita. Lo que nunca imaginó el sencillo campesino es que a veces no es suficiente el trabajo honrado para poder conservar las escasas pertenencias que se consiguen en la vida.

         Sucedió que la hija más pequeña de Julio cayo gravemente enferma y como estamos hablando de tiempos en que los doctores escaseaban y que los pocos especialistas que había en la capital cobraban cantidades exorbitantes por sus servicios, a Julio no le quedó de otra más que ir con el cacique del lugar, don Juan Moreno a solicitarle su apoyo económico.
         Juan Moreno era el clásico agiotista quien no perdía oportunidad de poder aprovecharse de los demás por lo que Rosalía le dijo preocupada a Julio:
-Pero, ¿Estás seguro de que esa es la mejor solución? Ya sabes que ese maldito viejo no es de fiar-.
         Julio le respondió:
         -Puede ser que sí, pero la necesidad tiene cara de hereje y ahorita no estamos para escoger con quien hacer negocios; voy a pedirle dinero prestado y en todo caso le dejo empeñadas las escrituras de la casa-.
         En esos tiempos no importaba a nombre de quien estaban las escrituras de las propiedades, sino que se consideraba como dueño legítimo a quien poseyera los documentos físicamente, por lo que mucha gente perdió su patrimonio por el simple hecho de haberle dado las escrituras de sus casas a otra persona.
         Julio añadió:
         -Mira, el interés que cobra por el préstamo no es muy alto, por lo que sí puedo pagarlo tranquilamente; además, don Juan tiene tantas propiedades que dudo mucho que le interese quedarse con nuestra pequeña casita-.
         En parte Julio tenía razón; el viejo prestamista tenía tantas casas y terrenos que ya hasta había perdido la cuenta, pero el dinero como tal prácticamente se lo acababa cada ocho días con dos de sus compadres en parrandas interminables, sin importarle que tomando en cuenta que mucha gente no sabía leer y escribir, les hacía cuentas largas con los intereses por lo que así era como se había apoderado de su dinero y en el peor de los casos, de las casas de muchos de sus vecinos.
         Desgraciadamente, a veces la ambición humana no conoce límites.
        
         Finalmente, Julio fue a ver a Juan Moreno pactando el interés así como el plazo para que el campesino le pagara al viejo agiotista la exuberante cantidad, para esa época, de cinco mil pesos más los intereses; Julio acababa de gastar lo poco que tenía ahorrado en la compra de la semilla para la próxima siembra de su parcela, gasto del que no podía librarse aunque quisiera ya que ese era el único medio con el cual mantenía a su familia pero pensó que si todos se apretaban el cinturón y reducían sus gastos al mínimo, podía cumplir con el compromiso en tiempo y forma.
         Afortunadamente a las pocas semanas del tratamiento médico, la pequeña Isabelita, que era como se llamaba la hija enferma de Julio, pudo recuperarse de su enfermedad para alivio y alegría de toda la familia, por lo que cuando llegó el plazo para pagar la deuda, Julio respiró aliviado cuando se encaminó a la casa de Juan moreno.
         No le inspiró mucha confianza cuando llegó y lo encontró tomando con sus compadres Indalecio y Anastasio, quienes veían al humilde campesino burlonamente mientras hablaba con Juan; Julio trató de restarles importancia y le pagó al viejo agiotista pidiéndole de regreso sus escrituras, pero éste le dijo:
         -Pues mira muchacho, de momento no las tengo; tú sabes que esos son documentos muy delicados para guardarlos en cualquier parte, pero ven la semana que entra y ya te los tendré listos para que te los lleves a tu casa-.
         Julio se retiró receloso de cómo se habían dado las cosas, pero como ya había entregado el dinero, prefirió confiar en la naturaleza humana y regresar días después.

         A la semana siguiente cuando regresó a ver a Juan Moreno, una vez más lo encontró acompañado de sus dos compadres; afortunadamente esta vez estaban sobrios, por lo que Julio pensó que no iba a haber ningún problema en recuperar sus escrituras. Se sentó frente a Juan quien tranquilamente le dijo:
         -Y dime muchacho, ¿Qué puedo hacer por ti?-.
         -Pues simplemente vengo por mis escrituras don Juan, tal y como quedamos hace ocho días-.
         El viejo abusivo, poniendo cara de sorpresa, le dijo:
         -¿Escrituras?, ¿Pero cómo quieres que te las regrese si no me has pagado lo que me debes?-.
         Julio sintió que el alma le caía a los pies.
         Aun así reclamó:
-¡Como que no le he pagado! Si vine la semana pasada a dejarle el dinero; es más, sus compadres estaban con usted, ellos se deben de acordar-.
Juan volteo a ver a sus compinches y tranquilamente les preguntó:
-A ver; Indalecio ¿Tú te acuerdas de eso?-.
El referido riéndose burlonamente contestó:
-No tengo ni idea de lo que me habla compadre-.
Julio desesperado volteó a ver a Anastasio, quien simplemente se volteó hacia el otro lado y desinteresadamente exclamó:
-A mí no me metan; yo no sé nada de eso-.
El campesino, derrotado, simplemente dijo:
-¿Entonces no me va a regresar mis escrituras verdad?-.
Juan simplemente contestó:
-Claro que si muchacho, una vez que me pagues-.

Julio jamás había sentido tanto coraje dentro de sí y tanta impotencia. El joven campesino se sentía como un niño desamparado al ver como estaba a punto de perder su pequeño patrimonio. Sabía que cuando le contara a Rosalía ella pensaría lo mismo; no era posible que existiera tanta maldad en el corazón de un ser humano como para aprovecharse de sus semejantes.
Y efectivamente, cuando Julio llegó a su casa y le platicó a su joven esposa, ésta rompió en llanto mientras exclamaba:
-¡Sabía que ese maldito no era de fiar, lo sabía!-.
Julio intentaba consolarla diciéndole:
-Pues sí, pero a final de cuentas no teníamos opción-.
Rosalía volteo a ver a Isabelita quien miraba confundida las lágrimas de su madre, por lo que la tomo entre sus brazos y le dijo a su marido:
-Tienes razón, no había otra salida; pero ahora, ¿Qué vamos a hacer?-.
Julio contestó secamente:
-Vamos a confiar en las autoridades-.

El joven campesino fue a ver al Juez de la localidad, don Armando, hombre de carácter fuerte pero justo, quien conocía a Julio de toda la vida, por lo que cuando le contó lo que le había sucedido, jamás dudó de las palabras del joven, y más si se toma en cuenta que ya conocía de sobra las marrullerías de las que era capaz el canalla de Juan Moreno. Desgraciadamente, para él primero estaba la ley a la que representaba, por lo que tenía que dejar de lado la sincera amistad que le prodigaba a Julio y cumplir con su trabajo, por lo que le dijo:
-Pues mira muchacho, vamos a citar mañana a Juan a las tres de la tarde; expones tu caso ante mí y veremos qué es lo que él alega. Esperemos encontrar una solución a todo esto-.
Julio sabía que no tenía muchas esperanzas de ganar la batalla, pero como no tenía otra salida, aceptó.

Al otro día se presentó Julio a la cita puntualmente y a los pocos minutos llegó Juan Moreno; se sentaron frente al Juez quien escuchó una vez más el relato del molesto campesino y una vez que éste terminó su alegato, la autoridad increpó a Juan:
-Y bien Juan, ¿Tú que dices al respecto?-.
El viejo ladino, tomando una falsa expresión de tristeza, se cubrió los ojos con las manos y exclamó:
-¡Ay señor Juez, no puedo creer la ingratitud de la gente!, yo de buena fe le presté el dinero que me solicitó para que la pequeña Isabelita pudiera recuperar la salud y vea como le pagan a uno; efectivamente, le presté el dinero pero Julio jamás me lo pagó por lo que no sé a qué se debe la serie de mentiras que viene a contar ante Usted, intentando como a mí, engañarlo su Señoría-.
Don Armando no podía ocultar su coraje al escuchar las falsas palabras del viejo agiotista, pero controlándose, todavía le dio una oportunidad:
-Entonces definitivamente niegas que Julio ya saldó su deuda-.
Juan, con una sonrisa perversa en los labios, contestó tranquilamente:
-Bueno, señor Juez, usted sabe que papelito habla, así que si Julio nos muestra un recibo donde conste que ya me pagó con mucho gusto le regreso las escrituras de sus tierras y se acabó el problema-.
El aludido simplemente cerró los ojos con frustración, ya que sabía que no contaba con dicho documento; aun así, el Juez le preguntó:
-¿Tienes algún recibo de tu pago muchacho?-.
El joven campesino contestó suavemente:
-No, señor Juez-.
Don Armando sabía que no podía ayudar a Julio por más que quisiera así que soltó un suspiro molesto y dijo:
-Desgraciadamente Juan tiene razón; si no cuentas con un documento que te ampare, no hay nada que puedas hacer para comprobar tu dicho-.
Julio, desalentado exclamó:
-¿Y entonces que se puede hacer?-.
Una sonrisa iluminó la repulsiva cara de Juan Moreno, quien sabía que el rumbo de las cosas le era favorable y dijo:
-Mira muchacho, no hay ningún problema, simplemente me pagas lo que te presté, con sus respectivos intereses y te regreso tus escrituras-.
Don Armando intervino y preguntó:
-Bueno Juan, ¿Y a cuánto asciende el total de la deuda?-.
El viejo perverso dijo tranquilamente:
-Bueno, tomando en cuenta la cantidad principal más los intereses que pactamos, a la fecha me debe diez mil pesos-.
Julio abrió los ojos como platos al igual que el Juez y gritó:
-¡Y porque tanto, si solo eran cinco mil pesos!-.
-Bueno Julio, pues es que fueron esos los intereses que acordamos-. Dijo casi riendo a carcajadas.
Julio apretaba los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos y le dijo:
-Entonces si quiero recuperar mi terreno, tengo que pagar los veinte mil pesos ¿Verdad?-.
Juan le contestó relajadamente mientras levantaba sus brazos para recargar su cabeza entre ellos:
-Exactamente muchacho-.
Don Armando estaba casi tan furioso como Julio y mientras pensaba en una posible solución, se sorprendió con el tono tan seguro con el que el joven campesino contestó:
-Pues entonces se los pago-.
El curtido Juez exclamó:
-¿Pero te das cuenta muchacho, que estás pagando dos veces por tu terreno?-.
Julio simplemente contestó con orgullo:
-Lo sé, pero ese terreno me costó muchos sacrificios, por lo que no pienso regalárselo a nadie; es el patrimonio de mi familia y si tuviera que pagar veinte veces por él, lo haría-.
Don Armando, quien se sentía con las manos atadas, volteó a ver a Juan y le preguntó:
-Supongo que le darás un plazo razonable para cubrir la deuda ¿No?-.
El viejo taimado dijo inocentemente:
-¡Pero claro señor Juez, si para eso estamos, para ayudar al prójimo!-.
Y volteando a ver a Julio, añadió:
-Tienes seis meses-.
El representante de la autoridad casi con miedo, preguntó a Julio:
-¿Crees poder pagar en ese plazo muchacho?-.
El rudo campesino levantó la frente en todo lo alto y dijo:
-Así me quede sin comer, pero yo cumpliré-.
Juan sonrió satisfactoriamente y dijo:
-Bueno señor Juez, creo que entonces todo está arreglado-.
Pero cuando se iba levantando, don Armando lo encaró:
-Un momento Juan; como no quiero que esto se repita, Julio va a venir aquí todos los días primero de cada mes acompañado por ti y dejara su abono conmigo y una vez que se cubra el total de la deuda, yo mismo te voy a dar el dinero y tú me darás las escrituras-.
De manera lambiscona, Juan dijo:
-Claro señor Juez, se hará como usted diga-.
Don Armando entrecerró los ojos y le dijo al viejo agiotista antes de que éste se levantara:
-Una última cosa: espero que sepas lo que estás haciendo Juan, porque recuerda que en esta vida todo se paga y si me entero que vuelves a abusar de este muchacho, ahora el pleito ya no será con él sino conmigo, ¿Entiendes?-.
Juan tragó saliva y sonrió nerviosamente, pues sabía lo implacable que podía llegar a ser el hombre que tenía enfrente, por lo que contestó:
-No se preocupe don Armando, le prometo que cumpliré con todo lo que usted ha ordenado-.

Julio caminaba lentamente de regreso a su humilde hogar; pensaba en la manera cómo le iba a contar el resultado de la audiencia a Rosalía, pues sabía que se iba a preocupar. Él mismo estaba preocupado, ya que no sabía si en realidad iba a poder cubrir la deuda, pero con Dios como testigo, pensaba hacer hasta lo imposible para lograrlo.
Cuando llegó a su casa, reunió a su esposa y a sus tres hijas y le platicó como estaba la situación; les dijo que iban a reducir sus ya de por sí paupérrimos gastos para saldar la deuda y sonrió con orgullo y satisfacción cuando su esposa le dijo que ella podía cooperar trabajando de sirvienta con algún hacendado de los alrededores mientras que sus dos hijas más grandes le dijeron que ellas podían bordar servilletas e irlas a vender al mercado local. A Julio todo ese apoyo mostrado lo hizo sentir más fuerte a pesar de que sabía que el sacrificio iba a ser muy difícil, pues por ejemplo, sus dos hijas más grandes ya necesitaban zapatos para ir a la escuela, pero en el fondo, sabía que todos estaban haciendo lo correcto: luchar por el patrimonio familiar.
Dado lo apreciado que era Julio y su familia, algunos vecinos les mostraron su solidaridad ya sea dándole trabajo en sus propias parcelas al campesino o ayudando a cuidar a las niñas cuando su mamá se iba a laborar a la hacienda donde había conseguido trabajo, todo lo cual llenaba de satisfacción a Julio, pues le demostraba que llevaba una vida honesta y responsable, fruto de lo cual le ofrecían infinidad de ayuda las demás personas; claro, ayuda en especie, ya que al ser todos igual de pobres no le podían prestar dinero, pero eso no evitó que en la medida de sus posibilidades los apoyaran en todo cuanto pudieron.
Desgraciadamente no todos pensaban lo mismo.
En algunas ocasiones en que el rudo campesino podía rescatar algunos pesos de la venta del maíz de su parcela, una vez solventados los gastos de la casa, gustaba de ir el sábado al terminar la faena a beber un par de cervezas a la cantina de la localidad, rodeado de sus amigos, a quienes incluso en algunas ocasiones les pudo invitar una ronda de tragos. Julio no era un borracho, ya que su sentido de responsabilidad y su no muy boyante situación económica se lo impedían, pero disfrutaba tomar dos o tres cervezas con algunos otros campesinos mientras platicaban de los últimos sucesos del pueblo. A las dos semanas de que hubiera pactado el plazo para pagar su deuda, se dirigió a la cantina, simplemente para saludar a sus vecinos ya que en esta ocasión no contaba con dinero suficiente como para tomar algo, pero aun así quiso pasar; le dolió en el fondo del alma que al llegar y saludar a sus supuestos “amigos”, éstos simplemente le contestaron el saludo y cada quien se volteó a seguir con su plática dejando al curtido campesino parado en medio de las mesas; Julio, quien era demasiado orgulloso para pedir algo, no pudo evitar sentir tristeza al ver que nadie tuvo el amable gesto de invitarle alguna bebida, por lo que dándose la media vuelta salió para ya no regresar jamás, mientras pensaba que era cierto que en los tiempos difíciles es cuando de verdad se sabe con quién se cuenta.
Pero lo que más le molestaba a Julio era que cada primero de mes tenía que ir a buscar a Juan Moreno para que ambos recorrieran los dos kilómetros de camino que separaba al pueblo del Juzgado; Juan iba como si de un paseo dominical se tratara, caminando tranquilamente como alguien que no le debe nada a la vida, mientras que Julio tenía que tragarse su coraje, intentado soportar la desagradable compañía. Como eran épocas difíciles, la mayoría de los pobladores acostumbraba cargar con un pequeño cuchillo en la cintura; en más de una ocasión Julio pensó en matar a Juan Moreno y tirar el cuerpo a la orilla del camino para de esa manera, terminar con el origen de todos sus problemas, pero lo detenía la educación que le habían dado sus padres, quienes a pesar de no ser personas letradas, siempre le habían inculcado buenos valores. Por otro lado, pensaba Julio, si se decidía a hacer algo como lo que estaba pensando, lo único que lograría era desquitar el coraje que llevaba dentro, pero en realidad se convertiría en un prófugo de la justicia, quien a pesar de contar con el sincero aprecio de don Armando, sabía que éste lo perseguiría hasta hacerlo pagar por su crimen. Incluso pensaba en su familia; si se daba a la fuga ¿Qué sería de ellos? ¿Quién los cuidaría?; incluso si se los llevara, sería cosa de andar rodando por Dios sabe dónde, sin contar que de todos modos perderían todo; su parcela y su terreno que era por lo que él estaba luchando. No, tenía que hacer lo correcto, aunque el coraje le corroyera el alma.

Y como dice el dicho: “No hay plazo que no se cumpla”, así llegó el último día de pago de la injusta deuda que Julio había contraído con el perverso de Juan Moreno. La familia del campesino sufrió mucho para poder lograrlo, ya que incluso en algunas ocasiones Julio tuvo que irse a la cama sin probar bocado para que su familia pudiera alimentarse con la poca comida que se podían permitir, pero como quiera que haya sido, finalmente todo estaba por terminar.
Platicó con toda su familia a quienes les externó su agradecimiento y el orgullo que sentía de que entre todos habían cumplido el objetivo, por lo que prácticamente consideraban que un era día de fiesta para ellos; se arreglaron con sus mejores ropas y se dirigieron hacia el Juzgado para recuperar el título de su patrimonio. A la salida del pueblo se encontraron con Juan Moreno, quien para no variar, iba acompañado de sus compadres, a quienes les había solicitado su compañía por el hecho no querer andar en las calles con la cantidad que iba a recibir, independientemente de que les había prometido que una parte de su mal habida fortuna la iba a destinar para celebrar el acontecimiento.
A Julio le molestaba la plática de los acompañantes de su familia, ya que descaradamente iban hablando acerca de los planes que tenían para el dinero que le habían arrebatado al campesino de mala manera, pero le consolaba el hecho de que era la última vez que iban a tener que soportar su presencia; aun así, el camino hacia el Juzgado se les hizo demasiado largo.
Cuando llegaron con don Armando, éste ya los estaba esperando frente al edificio municipal; saludó con gran alegría a Julio y a su familia, sin contestar el adulador saludo de Juan, a quien solo le dirigió una mirada de desprecio; éste no se inmutó ya que lo único que le importaba era el dinero que iba a recibir, por lo que solo levantó los hombros y entró al Juzgado seguido de sus secuaces, quienes reían a carcajadas.
Una vez que todos tomaron asiento, el señor Juez le dijo a Juan:
-¿Traes las escrituras del terreno de Julio como acordamos?-.
Juan inmediatamente sacó un gran sobre y se lo estiró a don Armando diciendo solícito:
-Claro señor Juez, yo soy hombre de palabra, aquí están-.
El representante de la autoridad no respondió a la muestra de hipocresía del viejo ladino y volteando a ver a Julio, le preguntó:
-Y tú muchacho, ¿Traes el importe del último pago?-.
El serio campesino saco unos fajos de billetes y extendiéndoselos a don Armando le dijo:
-Sí señor, aquí está todo-.
El Juez contó el dinero y lo reunió con los pagos anteriores; metió todos los billetes en un pequeño morral de lona, mientras de reojo podía ver la despreciable mirada de ambición en los ojos de Juan Moreno e incluso de sus compinches; tratando de que no se le notara la repulsión que le provocaban tan deplorables personas, levantó la mirada y dirigiéndose a Juan, le dijo:
-Bueno Juan, aquí está toda la cantidad, firma este recibo y la deuda queda saldada-.
El desagradable agiotista casi le arrebató el morral al Juez, firmó rápidamente el recibo y levantándose de su silla casi con un brinco, le dijo a don Armando:
-Bueno su Señoría, si ya no me necesita para nada más, mis compadres y yo nos retiramos, porque tenemos una cita con unas señoritas, si usted me entiende-. Dijo mientras le guiñaba un ojo a don Armando, quien le contestó molesto:
-No, no te entiendo, pero no me importa. Simplemente te reitero: la deuda está saldada y aquí se acabó tu problema con Julio por lo que espero que cumplas con lo que te advertí la primera vez que estuviste aquí-.
Al ver la mirada amenazadora de don Armando, Juan simplemente dijo:
-No señor Juez, aquí se acabó el problema-.
Se dio la media vuelta y salió casi corriendo, seguido de sus compadres, quienes gritaban de gusto por el botín obtenido.
Una vez que abandonaron el edificio, el gesto duro de don Armando fue reemplazado por una sonrisa de admiración; volteó a ver a Julio y le dijo suavemente:
-Pues te felicito muchacho, lograste recuperar tu patrimonio y el de tu familia; eso es algo que no cualquiera hace, por lo que para celebrar tu triunfo te invito a ti y a tu familia a comer a mi casa; mi esposa ya debe tener lista la comida pues le había comentado que vendrías por lo que debe estar ansiosa de verlos a todos ustedes y saludarlos-.

Mientras la familia de Julio se dirigía hacia la casa de don Armando, Juan Moreno caminaba por la vereda de regreso a su pueblo, mientras les platicaba a sus compadres en que se iba a gastar la mayor parte del dinero obtenido ilícitamente, plática a la que sus amigos le contestaban con palabras aduladoras que lo hacían sentir como el dueño del mundo; cuando llegaron a la mitad de la distancia que los separaba de su pueblo, Indalecio le dijo:
-Mire compadre, no le había querido decir antes porque era una sorpresa, pero detrás de ese cerro abrieron una cantina donde las mujeres que la atienden lo van a recibir como se merece; es más, podemos cortar camino por esa vereda-.
Juan sonrió satisfactoriamente y siguiendo a su compadre le contestó:
-¡Ah que compadre! usted siempre procurándome buena diversión; ándele, vamos a esa cantina a echarnos unas cuantas cervezas; total, lo peor que puede pasar es que me emborrache, pero trayéndolos a ustedes, mi dinero está a salvo-.
Anastasio le pasó el brazo sobre de su hombro derecho y completó:
-Claro compadre, ya sabe que éste y yo estaremos con usted hasta la muerte-.
Y así fue.
Una vez que Anastasio terminó de hablar, ambos compadres sacaron sus cuchillos y mientras uno se lo hundía en la espalda a Juan, el otro le asestaba repetidas puñaladas en el estómago al repulsivo prestamista, sin hacer caso de los gritos desesperados de terror que éste lanzaba en medio de la soledad del paraje.
Una vez que Juan cayó entre la hierba, Indalecio inmediatamente lo esculcó y cuando encontró el morralito con el dinero se lo arrebató para guardarlo en su cintura.
Lo último que vio la incrédula mirada de Juan Moreno fue la huida de sus queridos compadres, quienes corrían en medio de carcajadas, sin importarles las manchas de sangre que habían caído entre sus ropas.

         A partir de que Julio pudo recuperar su terreno, su fama creció por lo que cada vez contó más y más con la admiración y el respeto de vecinos y amigos, quienes incluso le llegaban a pedir consejo cuando se les presentaba algún problema; nadie lloró la pérdida de Juan Moreno y mucho menos fueron a su velorio, pues sabían la calidad de persona que había sido; ni siquiera se alegraron cuando agarraron a Indalecio y Anastasio, todavía en poder del morral del dinero mientras estaban ahogados de borrachos y menos cuando fueron fusilados al encontrarlos culpables del delito de homicidio.
Julio, al saber de esas noticias simplemente recordaba las sabias palabras de don Armando:
“En esta vida todo se paga”.

En cuanto al terreno, los nietos de Julio siguen viviendo en él y cada que lo recuerdan sonríen con el orgullo de ser descendientes de un campesino que se atrevió a pagar dos veces por su terreno.



Dedicado a Julián Camargo Sánchez.

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