Arturo
era un tipo como tantos que existen en los poblados; un bueno para nada a quien
solo le importaba emborracharse sin importarle la situación económica de su
familia. Su esposa María lo aguantaba debido a que como buena católica que era,
consideraba que ese era el destino que le había designado Dios: sufrir la
irresponsabilidad de su marido y ver ella misma por la supervivencia de su
propia familia, compuesta por ellos y un par de menores de diez años. En ese sentido,
se mantenían debido a que la joven mujer tenía un puesto de comida el cual, debido
a su perseverancia, les daba para vivir si no cómodamente, por lo menos tenían
para lo básico. Por su parte, Arturo nunca se había interesado por la religión
y solo consideraba los festejos de los santos como un pretexto más para poder
embriagarse algunos días.
Por
esos días acercaba el otoño el cual vaticinaba los clásicos fríos de Octubre;
la situación no tendría importancia a no ser que para finales de ese mes se
estaba programando una peregrinación para visitar el templo de San Horacio
Mártir, un santo considerado como muy milagroso, debido al tormento del que fue
víctima sin negar su fe en Jesucristo.
La mayor parte de los habitantes del
pueblo de Arturo planeaban ir, por lo que su esposa no sería la excepción, pues
a fuerza de duro trabajo, había juntado lo suficiente para la travesía: algo de
comida para el camino, el costo del hotel donde descansarían la noche siguiente
de la llegada, el pasaje de regreso hacia su pueblo y lo más importante para
ella que eran muchas monedas que había ido juntando para dejarlas como limosna
en la alcancía de la iglesia. Planeaba dejar a sus pequeños hijos al cuidado de
su anciana madre e ir acompañada de su ebrio marido hacia el destino religioso;
claro, siempre y cuando lo pudiera convencer de hacer la travesía a pie.
Arturo
se hacía del rogar, pero como a final de cuentas no tenía otra cosa que hacer, decidió
acompañar a su mujer, principalmente porque sabía que al llegar a su destino,
daba por hecho que su joven esposa pagaría todos los gastos, así como el costo
de cualquier cosa que se le antojara en dicho paseo.
La
peregrinación iba a salir aproximadamente como a las diez de la noche para
llegar antes del amanecer al templo; caminarían al lado de la carretera, sabiendo
que no había peligro alguno, debido al poco tráfico que circulaba a esas horas.
Arturo, a pesar de ir quejándose del incesante frío, lo consolaba el hecho de
que había podido convencer a su esposa de que le diera una cantidad de dinero
suficiente para comprar un par de botellas de aguardiente, so pretexto de que
eran necesarias para aguantar el frio nocturno, por lo que con esa dotación
estaba seguro que no se iba a pasar el viaje tan aburrido.
A
la hora programada se juntaron con los demás peregrinos que en su conjunto casi
llegaban a la centena; las mujeres se fueron a la delantera, mientras los
hombres caminaban más despacio, cosa que al borrachín le vino de perlas, pues
pensaba ir con sus amigos de parranda y hacer más entretenida la trayectoria;
desgraciadamente el plan no resultó como esperaba, pues ninguno de sus
compinches quiso un trago de su primera botella, considerando que era una falta
de respeto al santo, por lo que no querían llegar borrachos a su destino.
Arturo, con evidente molestia se fue rezagando para por lo menos poder
disfrutar de su bebida preferida él solo; siguió caminando y entre trago y
trago, le dio por reflexionar acerca de su vida, pensando que la existencia que
llevaba era la manera como le gustaba vivir: completamente ebrio. Pensaba que
era la vida que le había tocado vivir y no se cuestionaba si había algo más por
lo cual justificar su existencia, así que prefirió decidió ir cavilando acerca
de los recuerdos de sus incontables parrandas, sonriendo cada que le llegaban a
su mente episodios chuscos llevados a cabo por sus amigos de aventuras etílicas
o las que incluso él mismo había protagonizado.
Llegó
un momento en que de tan despacio que caminaba se fue quedando solo; a Arturo
rara vez le atacaba el miedo, ya que siempre le acompañaba el valor imprudente
del alcohol, pero aun así, pensó que no era seguro quedarse sin compañía, así
que decidió apurar el paso. Camino algunos minutos más hasta que vio delante de
él una sombra que caminaba también por la orilla de la carretera; no pasaba
vehículo alguno para poder identificar la figura que se movía, pero como de
todos modos era un ser humano, aceleró el paso para alcanzar a su repentino
acompañante.
Cuando
alcanzó a la misteriosa figura, se dio cuenta que era un anciana quien con
andar cansino, se movía lentamente en medio de la noche; conforme se acercaba,
Arturo pudo ver más detalles de la peregrina, por lo que entre las sombras de
la oscuridad notó las ropas viejas y raídas de su compañera y que cargaba un
costal sobre su hombro derecho de manera trabajosa. Cuando llegó junto a la
mujer, la saludó contento de escuchar una voz humana, pero le sorprendió el
hecho de que la señora volteó a verlo con una mirada triste y le respondió el
saludo con un susurro melancólico; Arturo no reconoció a la mujer, ya que no
recordaba haberla visto en su pueblo y dado que a raíz de sus juergas conocía a
la mayoría de sus vecinos, pensó que era alguna persona que vivía en los alrededores.
Intentó entablar conversación con el extraño personaje por lo que le preguntó
animadamente:
-Buenas
noches; ¿Está bueno el frío verdad doña?-.
La
anciana simplemente contestó:
-Sí-.
Arturo
insistió en hacerle la plática y exclamó:
-Usted
no es de mi pueblo ¿Verdad? ¿De dónde es?-.
Su
solitaria acompañante le dijo tristemente:
-De
muy lejos-.
Arturo
pensó en ser cortés por lo que le ofreció:
-¿No
quiere que le cargue su costal? Se ve muy pesado-.
Pero
la señora le contestó:
-Gracias,
pero no hace falta. Cada quien debe llevar su propia carga-.
El
borrachín quiso analizar lo que le acababa de decir la extraña anciana, pero
ésta añadió:
-Si
quiere adelántese, yo lo alcanzo-.
Arturo
decidió obedecerla y siguió caminando como media hora entre trago y trago de su
segunda botella, extrañándole no poder alcanzar a la gente de su pueblo; sentía
que caminaba y caminaba y que no avanzaba, como si anduviera en círculos por lo
que intentó casi correr. Anduvo así por un buen tramo y cuando comenzaba a
desesperarse, en la distancia alcanzó a ver una persona que se encontraba
sentada en una enorme piedra a la orilla del camino y pensando que ya había
alcanzado a los peregrinos más lentos, apretó el paso, pero cuando pudo
distinguir la figura que había visto, la sangre se le heló en la venas al notar
que era la misma anciana del costal la que se encontraba descansando; al verlo,
le volvió a dirigir la misma sonrisa triste y Arturo sin saber por qué, se
sentó junto a la vieja pensando de qué manera le iba a preguntar como lo había
alcanzado en el camino e incluso lo había rebasado. Le dio un trago a la
botella y antes de que pudiera articular palabra la señora dijo de manera
enigmática:
-Todos vamos en la
vida a nuestro propio paso-.
Arturo se sentía
extrañamente fatigado, por lo que decidió quedarse a hacerle compañía a la
extraña anciana, mientras ésta seguía callada. El ebrio sujeto por lo regular
se consideraba una persona callada, de las que solo abren la boca para decir lo
necesario, pero llego un momento en que no pudo soportar el incesante silencio
de la noche y comenzó a preguntar:
-Platíqueme algo de
su vida ¿Tiene familia?-.
La señora volteó a
verlo de forma enigmática y comenzó a hablar:
-Tenía, pero a mi
marido lo mataron los soldados y mis dos hijos me abandonaron hace mucho
tiempo-.
Arturo se sentía
confundido, pues las últimas historias que había escuchado acerca de soldados
eran las que contaban los viejos del pueblo de los tiempos de la Revolución,
pero mejor prefirió seguir con su interrogatorio:
-¿Y no tiene papas,
hermanos o alguien más?-.
La vieja contestó
con un tono cansino:
-No conocí a mi
mamá y de mi papá lo único que recuerdo es que una vez me llevó a un poblado y
me dejo encargada con una señora que tenía un puesto de sombreros en el
mercado; lo estuve esperando por horas hasta que yo misma me convencí de que
jamás regresaría-.
Arturo, quien
estaba a punto de darle un trago a su botella se quedó con la misma cerca de la
boca sin moverse, debido al impacto que le provocó lo que le acababa de contar
su extraña acompañante y solo atinó a decir:
-¿Entonces se quedó
a vivir con la señora del puesto?-.
-Así es-.
-¿Pero por lo menos
la trataba bien?-.
-Tan bien como se
puede tratar a una niña ajena-.
Volvieron a guardar
silencio.
Después de cavilar
un poco, el borracho siguió con su interrogatorio:
-Pero estoy seguro
que una persona de su edad tiene muchas historias interesantes que contar ¿O
no?-.
La señora tardó
unos instantes en contestar, y cuando lo hizo le dijo:
-¿Las quiere oir?-.
Arturo exclamó
animadamente:
-¡Pero claro!,
comience-.
Y la taciturna
anciana comenzó a contarle episodios de su vida; le habló de su niñez, de cómo
conoció a su marido y la vida que llevaba con sus hijos.
El borracho se
sentía emocionado por la manera que tenía de platicar su acompañante; incluso
recordó a su propia madre a quien solo conoció algunos años de su vida, pues
ésta había fallecido cuando Arturo apenas tenía doce años de edad; de su padre
no recordaba más que una nebulosa imagen pues se había ido de la casa cuando él
apenas era un bebé.
Tal vez por eso se
sentía de alguna extraña manera, cercano a la anciana que le contaba su vida.
Siguió escuchando
lo que le contaba, sonriendo con las anécdotas tiernas que su acompañante le
platicaba acerca de sus hijos e incluso lloró cuando le contó la ocasión en que
los soldados llegaron a su casa para buscar a su marido y fusilarlo enfrente de
ella y como, al ser extremadamente pobres, solo le pudo conseguir la caja más
barata que pudo encontrar para enterrarlo, la cual a las primeras paladas de
tierra comenzó a romperse, en medio de los sollozos de la viuda.
Arturo comenzó a
darse cuenta del sufrimiento por el cual tienen que pasar muchas personas a lo
largo de la vida por lo que siguió llorando de manera más y más desconsolada,
mientras la misteriosa anciana pacientemente lo contemplaba, dejándolo
desahogarse.
Una vez que el
borracho se calmó, la señora le dijo:
-Ya le quité
demasiado tiempo-.
Arturo,
enjuagándose las lágrimas le contestó:
-No se preocupe; me
pasaría toda la noche escuchándola-.
Ella dijo
comprensivamente:
-Se lo agradezco,
pero estoy segura que su familia lo va estar esperando en la iglesia de San
Horacio-.
Fue entonces que
Arturo recordó cual era el fin de la travesía en la cual se encontraba a medio
camino, por lo que contestó resignadamente:
-Sí, tiene razón-.
Se iba a levantar
para seguir caminando y en eso su extraña acompañante le dijo:
-¿Le puedo
preguntar algo?-.
Él contestó
inmediatamente:
-¡Pero claro!-.
La misteriosa dama
le solicitó con una tímida sonrisa:
-¿Todavía quiere
ayudarme con mi costal?-.
El borracho dijo:
-¡Si señora! Démelo
y yo lo llevo-.
E inclinándose
levantó la vieja bolsa haciendo fuerza para poder aguantarla y cuando la llevó
a sus hombros, extrañado se dio cuenta que dicho costal no pesaba casi nada; no
quiso comentar algo al respecto así que comenzó a caminar, pero al notar que la
anciana no lo imitaba, se volteó y le preguntó:
-¿No viene?-.
La señora dijo con
un tono profundamente triste:
-Yo solo quiero
descansar; pero no se preocupe, le prometí a San Horacio que iba a llegar a su
iglesia y se cumpliré. Claro, con la ayuda de usted-.
Arturo sonrió
complacido y le dijo:
-No se preocupe; yo
le ayudaré en lo que pueda para que cumpla su promesa-.
Y añadió:
-Entonces nos vemos en la entrada del pueblo-.
Pero la anciana ya
no le contestó.
Todavía
era de noche cuando Arturo llegó a la entrada del pueblo de San Horacio
encontrándose a algunos de sus vecinos a quienes les encargó que le avisaran a
su esposa que la vería en la iglesia una vez que entregara su carga a la
anciana; sus paisanos lo miraron extrañados, pero obedecieron y se encaminaron
hacia el templo mientras el borracho se sentaba en una piedra que estaba a la
orilla del camino, para esperar a su nueva amiga, mientras se terminaba la
última de sus botellas.
Pasaban
más y más contingentes de personas que se dirigían alegremente a la iglesia en
medio de cánticos en honor al santo patrono, y cada que alguien se acercaba,
Arturo levantaba la cabeza para ver si en medio de la gente veía llegar a la
misteriosa anciana, pero para su frustración, ésta no aparecía.
Pasaron
las horas, salió el sol y llegó el medio día, mientras Arturo en medio del
incesante calor seguía esperando; no hacía caso del cansancio, el hambre y la
inmensa sed que le atacaba la garganta, producto de todo el aguardiente que
había ingerido. Llegó la tarde y con ésta regresó María, acompañada de dos amigos,
todos preocupados por la actitud del ebrio; solo pudieron convencerlo con el
razonamiento lógico de que si la anciana había llegado al pueblo, seguramente
la encontrarían en la iglesia y si no, le preguntarían al cura si sabía algo al
respecto.
Se
dirigieron al templo y al platicarle al sacerdote la aventura de Arturo, notaron
inmediatamente cómo el clérigo iba abriendo más y más los ojos sorprendido del
relato y cuando terminaron, les dijo que abrieran el costal.
Arturo presintiendo
algo extraño en el resultado de su aventura comenzó a desatar las cuerdas que
aprisionaban la boca de la bolsa y cuando la abrió, todos se asomaron para
brincar asombrados pues el contenido de la bolsa eran un montón de huesos
raídos por el tiempo.
El
borracho volteó a ver al cura con mirada interrogante y éste le dijo a manera
de explicación:
-Lo
que pasa es que hay personas que prometen visitar el templo de algún santo en
pago por algún favor pero antes de que puedan cumplir, la muerte se los impide,
por lo que se pasan la eternidad caminando sin llegar a ninguna parte, intentando
saldar su deuda con Dios-.
Todos
enmudecieron.
El
sacerdote añadió:
-Dejen
el costal aquí; tomando en cuenta que la iglesia es tierra santa, podemos dejar
los huesos en un buen lugar para que su dueña pueda descansar en paz-.
Y
se persignó, siendo imitado por todos los presentes. Rezaron un par de
oraciones y el padre les dijo que se podían retirar; todos dieron la media
vuelta, pero en eso Arturo le preguntó al religioso:
-¿Hice
bien o mal al ayudar a la anciana?-.
El
padre simplemente dijo:
-Depende
de si te has portado bien o mal en la vida-.
Y
se retiró de su presencia.
A
partir de ese suceso, Arturo jamás volvió a probar una gota de alcohol y cada
que se festeja la fiesta de San Horacio Mártir, es el primero que se encarga de
organizar la peregrinación, siendo el más entusiasta participante, pues siempre
camina a la cabeza del contingente de peregrinos para asombro de todos y
beneplácito de su mujer, quien se siente feliz de ver el cambio que el suceso
vivido provocó en su marido pues éste, aparte de dejar de tomar, se volvió un
responsable padre de familia quien incluso comenzó a ayudarle con la venta de
comida, para convertirse en parte del sostén de sus hijos.
Arturo
por su parte, participa en la peregrinación como una forma de reconciliarse con
la religión; sin embargo, cada año camina con la secreta esperanza de
encontrarse con su amiga para decirle que la deuda que tenía con Dios ya está
saldada.
Pero
muy en lo profundo, el antiguo borracho sabe que nunca la volverá a encontrar,
ya que su antigua compañera de peregrinación ahora ya descansa en la iglesia de
San Horacio Mártir.
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