domingo, 31 de marzo de 2019

EL PEREGRINO



         Arturo era un tipo como tantos que existen en los poblados; un bueno para nada a quien solo le importaba emborracharse sin importarle la situación económica de su familia. Su esposa María lo aguantaba debido a que como buena católica que era, consideraba que ese era el destino que le había designado Dios: sufrir la irresponsabilidad de su marido y ver ella misma por la supervivencia de su propia familia, compuesta por ellos y un par de menores de diez años. En ese sentido, se mantenían debido a que la joven mujer tenía un puesto de comida el cual, debido a su perseverancia, les daba para vivir si no cómodamente, por lo menos tenían para lo básico. Por su parte, Arturo nunca se había interesado por la religión y solo consideraba los festejos de los santos como un pretexto más para poder embriagarse algunos días.
         Por esos días acercaba el otoño el cual vaticinaba los clásicos fríos de Octubre; la situación no tendría importancia a no ser que para finales de ese mes se estaba programando una peregrinación para visitar el templo de San Horacio Mártir, un santo considerado como muy milagroso, debido al tormento del que fue víctima sin negar su fe en Jesucristo.
         La mayor parte de los habitantes del pueblo de Arturo planeaban ir, por lo que su esposa no sería la excepción, pues a fuerza de duro trabajo, había juntado lo suficiente para la travesía: algo de comida para el camino, el costo del hotel donde descansarían la noche siguiente de la llegada, el pasaje de regreso hacia su pueblo y lo más importante para ella que eran muchas monedas que había ido juntando para dejarlas como limosna en la alcancía de la iglesia. Planeaba dejar a sus pequeños hijos al cuidado de su anciana madre e ir acompañada de su ebrio marido hacia el destino religioso; claro, siempre y cuando lo pudiera convencer de hacer la travesía a pie.
         Arturo se hacía del rogar, pero como a final de cuentas no tenía otra cosa que hacer, decidió acompañar a su mujer, principalmente porque sabía que al llegar a su destino, daba por hecho que su joven esposa pagaría todos los gastos, así como el costo de cualquier cosa que se le antojara en dicho paseo.
         La peregrinación iba a salir aproximadamente como a las diez de la noche para llegar antes del amanecer al templo; caminarían al lado de la carretera, sabiendo que no había peligro alguno, debido al poco tráfico que circulaba a esas horas. Arturo, a pesar de ir quejándose del incesante frío, lo consolaba el hecho de que había podido convencer a su esposa de que le diera una cantidad de dinero suficiente para comprar un par de botellas de aguardiente, so pretexto de que eran necesarias para aguantar el frio nocturno, por lo que con esa dotación estaba seguro que no se iba a pasar el viaje tan aburrido.
         A la hora programada se juntaron con los demás peregrinos que en su conjunto casi llegaban a la centena; las mujeres se fueron a la delantera, mientras los hombres caminaban más despacio, cosa que al borrachín le vino de perlas, pues pensaba ir con sus amigos de parranda y hacer más entretenida la trayectoria; desgraciadamente el plan no resultó como esperaba, pues ninguno de sus compinches quiso un trago de su primera botella, considerando que era una falta de respeto al santo, por lo que no querían llegar borrachos a su destino. Arturo, con evidente molestia se fue rezagando para por lo menos poder disfrutar de su bebida preferida él solo; siguió caminando y entre trago y trago, le dio por reflexionar acerca de su vida, pensando que la existencia que llevaba era la manera como le gustaba vivir: completamente ebrio. Pensaba que era la vida que le había tocado vivir y no se cuestionaba si había algo más por lo cual justificar su existencia, así que prefirió decidió ir cavilando acerca de los recuerdos de sus incontables parrandas, sonriendo cada que le llegaban a su mente episodios chuscos llevados a cabo por sus amigos de aventuras etílicas o las que incluso él mismo había protagonizado.
         Llegó un momento en que de tan despacio que caminaba se fue quedando solo; a Arturo rara vez le atacaba el miedo, ya que siempre le acompañaba el valor imprudente del alcohol, pero aun así, pensó que no era seguro quedarse sin compañía, así que decidió apurar el paso. Camino algunos minutos más hasta que vio delante de él una sombra que caminaba también por la orilla de la carretera; no pasaba vehículo alguno para poder identificar la figura que se movía, pero como de todos modos era un ser humano, aceleró el paso para alcanzar a su repentino acompañante.
         Cuando alcanzó a la misteriosa figura, se dio cuenta que era un anciana quien con andar cansino, se movía lentamente en medio de la noche; conforme se acercaba, Arturo pudo ver más detalles de la peregrina, por lo que entre las sombras de la oscuridad notó las ropas viejas y raídas de su compañera y que cargaba un costal sobre su hombro derecho de manera trabajosa. Cuando llegó junto a la mujer, la saludó contento de escuchar una voz humana, pero le sorprendió el hecho de que la señora volteó a verlo con una mirada triste y le respondió el saludo con un susurro melancólico; Arturo no reconoció a la mujer, ya que no recordaba haberla visto en su pueblo y dado que a raíz de sus juergas conocía a la mayoría de sus vecinos, pensó que era alguna persona que vivía en los alrededores. Intentó entablar conversación con el extraño personaje por lo que le preguntó animadamente:
         -Buenas noches; ¿Está bueno el frío verdad doña?-.
         La anciana simplemente contestó:
         -Sí-.
         Arturo insistió en hacerle la plática y exclamó:
         -Usted no es de mi pueblo ¿Verdad? ¿De dónde es?-.
         Su solitaria acompañante le dijo tristemente:
         -De muy lejos-.
         Arturo pensó en ser cortés por lo que le ofreció:
         -¿No quiere que le cargue su costal? Se ve muy pesado-.
         Pero la señora le contestó:
         -Gracias, pero no hace falta. Cada quien debe llevar su propia carga-.
         El borrachín quiso analizar lo que le acababa de decir la extraña anciana, pero ésta añadió:
         -Si quiere adelántese, yo lo alcanzo-.
         Arturo decidió obedecerla y siguió caminando como media hora entre trago y trago de su segunda botella, extrañándole no poder alcanzar a la gente de su pueblo; sentía que caminaba y caminaba y que no avanzaba, como si anduviera en círculos por lo que intentó casi correr. Anduvo así por un buen tramo y cuando comenzaba a desesperarse, en la distancia alcanzó a ver una persona que se encontraba sentada en una enorme piedra a la orilla del camino y pensando que ya había alcanzado a los peregrinos más lentos, apretó el paso, pero cuando pudo distinguir la figura que había visto, la sangre se le heló en la venas al notar que era la misma anciana del costal la que se encontraba descansando; al verlo, le volvió a dirigir la misma sonrisa triste y Arturo sin saber por qué, se sentó junto a la vieja pensando de qué manera le iba a preguntar como lo había alcanzado en el camino e incluso lo había rebasado. Le dio un trago a la botella y antes de que pudiera articular palabra la señora dijo de manera enigmática:
-Todos vamos en la vida a nuestro propio paso-.
Arturo se sentía extrañamente fatigado, por lo que decidió quedarse a hacerle compañía a la extraña anciana, mientras ésta seguía callada. El ebrio sujeto por lo regular se consideraba una persona callada, de las que solo abren la boca para decir lo necesario, pero llego un momento en que no pudo soportar el incesante silencio de la noche y comenzó a preguntar:
-Platíqueme algo de su vida ¿Tiene familia?-.
La señora volteó a verlo de forma enigmática y comenzó a hablar:
-Tenía, pero a mi marido lo mataron los soldados y mis dos hijos me abandonaron hace mucho tiempo-.
Arturo se sentía confundido, pues las últimas historias que había escuchado acerca de soldados eran las que contaban los viejos del pueblo de los tiempos de la Revolución, pero mejor prefirió seguir con su interrogatorio:
-¿Y no tiene papas, hermanos o alguien más?-.
La vieja contestó con un tono cansino:
-No conocí a mi mamá y de mi papá lo único que recuerdo es que una vez me llevó a un poblado y me dejo encargada con una señora que tenía un puesto de sombreros en el mercado; lo estuve esperando por horas hasta que yo misma me convencí de que jamás regresaría-.
Arturo, quien estaba a punto de darle un trago a su botella se quedó con la misma cerca de la boca sin moverse, debido al impacto que le provocó lo que le acababa de contar su extraña acompañante y solo atinó a decir:
-¿Entonces se quedó a vivir con la señora del puesto?-.
-Así es-.
-¿Pero por lo menos la trataba bien?-.
-Tan bien como se puede tratar a una niña ajena-.
Volvieron a guardar silencio.
Después de cavilar un poco, el borracho siguió con su interrogatorio:
-Pero estoy seguro que una persona de su edad tiene muchas historias interesantes que contar ¿O no?-.
La señora tardó unos instantes en contestar, y cuando lo hizo le dijo:
-¿Las quiere oir?-.
Arturo exclamó animadamente:
-¡Pero claro!, comience-.
Y la taciturna anciana comenzó a contarle episodios de su vida; le habló de su niñez, de cómo conoció a su marido y la vida que llevaba con sus hijos.
El borracho se sentía emocionado por la manera que tenía de platicar su acompañante; incluso recordó a su propia madre a quien solo conoció algunos años de su vida, pues ésta había fallecido cuando Arturo apenas tenía doce años de edad; de su padre no recordaba más que una nebulosa imagen pues se había ido de la casa cuando él apenas era un bebé.
Tal vez por eso se sentía de alguna extraña manera, cercano a la anciana que le contaba su vida.
Siguió escuchando lo que le contaba, sonriendo con las anécdotas tiernas que su acompañante le platicaba acerca de sus hijos e incluso lloró cuando le contó la ocasión en que los soldados llegaron a su casa para buscar a su marido y fusilarlo enfrente de ella y como, al ser extremadamente pobres, solo le pudo conseguir la caja más barata que pudo encontrar para enterrarlo, la cual a las primeras paladas de tierra comenzó a romperse, en medio de los sollozos de la viuda.
Arturo comenzó a darse cuenta del sufrimiento por el cual tienen que pasar muchas personas a lo largo de la vida por lo que siguió llorando de manera más y más desconsolada, mientras la misteriosa anciana pacientemente lo contemplaba, dejándolo desahogarse.
Una vez que el borracho se calmó, la señora  le dijo:
-Ya le quité demasiado tiempo-.
Arturo, enjuagándose las lágrimas le contestó:
-No se preocupe; me pasaría toda la noche escuchándola-.
Ella dijo comprensivamente:
-Se lo agradezco, pero estoy segura que su familia lo va estar esperando en la iglesia de San Horacio-.
Fue entonces que Arturo recordó cual era el fin de la travesía en la cual se encontraba a medio camino, por lo que contestó resignadamente:
-Sí, tiene razón-.
Se iba a levantar para seguir caminando y en eso su extraña acompañante le dijo:
-¿Le puedo preguntar algo?-.
Él contestó inmediatamente:
-¡Pero claro!-.
La misteriosa dama le solicitó con una tímida sonrisa:
-¿Todavía quiere ayudarme con mi costal?-.
El borracho dijo:
-¡Si señora! Démelo y yo lo llevo-.
E inclinándose levantó la vieja bolsa haciendo fuerza para poder aguantarla y cuando la llevó a sus hombros, extrañado se dio cuenta que dicho costal no pesaba casi nada; no quiso comentar algo al respecto así que comenzó a caminar, pero al notar que la anciana no lo imitaba, se volteó y le preguntó:
-¿No viene?-.
La señora dijo con un tono profundamente triste:
-Yo solo quiero descansar; pero no se preocupe, le prometí a San Horacio que iba a llegar a su iglesia y se cumpliré. Claro, con la ayuda de usted-.
Arturo sonrió complacido y le dijo:
-No se preocupe; yo le ayudaré en lo que pueda para que cumpla su promesa-.
Y añadió:
 -Entonces nos vemos en la entrada del pueblo-.
Pero la anciana ya no le contestó.

         Todavía era de noche cuando Arturo llegó a la entrada del pueblo de San Horacio encontrándose a algunos de sus vecinos a quienes les encargó que le avisaran a su esposa que la vería en la iglesia una vez que entregara su carga a la anciana; sus paisanos lo miraron extrañados, pero obedecieron y se encaminaron hacia el templo mientras el borracho se sentaba en una piedra que estaba a la orilla del camino, para esperar a su nueva amiga, mientras se terminaba la última de sus botellas.
         Pasaban más y más contingentes de personas que se dirigían alegremente a la iglesia en medio de cánticos en honor al santo patrono, y cada que alguien se acercaba, Arturo levantaba la cabeza para ver si en medio de la gente veía llegar a la misteriosa anciana, pero para su frustración, ésta no aparecía.
         Pasaron las horas, salió el sol y llegó el medio día, mientras Arturo en medio del incesante calor seguía esperando; no hacía caso del cansancio, el hambre y la inmensa sed que le atacaba la garganta, producto de todo el aguardiente que había ingerido. Llegó la tarde y con ésta regresó María, acompañada de dos amigos, todos preocupados por la actitud del ebrio; solo pudieron convencerlo con el razonamiento lógico de que si la anciana había llegado al pueblo, seguramente la encontrarían en la iglesia y si no, le preguntarían al cura si sabía algo al respecto.
         Se dirigieron al templo y al platicarle al sacerdote la aventura de Arturo, notaron inmediatamente cómo el clérigo iba abriendo más y más los ojos sorprendido del relato y cuando terminaron, les dijo que abrieran el costal.
Arturo presintiendo algo extraño en el resultado de su aventura comenzó a desatar las cuerdas que aprisionaban la boca de la bolsa y cuando la abrió, todos se asomaron para brincar asombrados pues el contenido de la bolsa eran un montón de huesos raídos por el tiempo.
         El borracho volteó a ver al cura con mirada interrogante y éste le dijo a manera de explicación:
        -Lo que pasa es que hay personas que prometen visitar el templo de algún santo en pago por algún favor pero antes de que puedan cumplir, la muerte se los impide, por lo que se pasan la eternidad caminando sin llegar a ninguna parte, intentando saldar su deuda con Dios-.
         Todos enmudecieron.
         El sacerdote añadió:
         -Dejen el costal aquí; tomando en cuenta que la iglesia es tierra santa, podemos dejar los huesos en un buen lugar para que su dueña pueda descansar en paz-.
         Y se persignó, siendo imitado por todos los presentes. Rezaron un par de oraciones y el padre les dijo que se podían retirar; todos dieron la media vuelta, pero en eso Arturo le preguntó al religioso:
         -¿Hice bien o mal al ayudar a la anciana?-.
         El padre simplemente dijo:
         -Depende de si te has portado bien o mal en la vida-.
         Y se retiró de su presencia.
        
         A partir de ese suceso, Arturo jamás volvió a probar una gota de alcohol y cada que se festeja la fiesta de San Horacio Mártir, es el primero que se encarga de organizar la peregrinación, siendo el más entusiasta participante, pues siempre camina a la cabeza del contingente de peregrinos para asombro de todos y beneplácito de su mujer, quien se siente feliz de ver el cambio que el suceso vivido provocó en su marido pues éste, aparte de dejar de tomar, se volvió un responsable padre de familia quien incluso comenzó a ayudarle con la venta de comida, para convertirse en parte del sostén de sus hijos.
         Arturo por su parte, participa en la peregrinación como una forma de reconciliarse con la religión; sin embargo, cada año camina con la secreta esperanza de encontrarse con su amiga para decirle que la deuda que tenía con Dios ya está saldada.
         Pero muy en lo profundo, el antiguo borracho sabe que nunca la volverá a encontrar, ya que su antigua compañera de peregrinación ahora ya descansa en la iglesia de San Horacio Mártir.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario