A mediados del
siglo XX, falleció el Obispo que se encargaba de la administración de una
Diócesis ubicada en el norte de México, por lo que inmediatamente el Vaticano
buscó cubrir dicha vacante enviando a Monseñor De Talamante, persona de probada
honradez. En cuanto llegó el prelado a su territorio comenzó a hacer un
inventario de posesiones y clérigos a su cargo; se dio cuenta que había muchos
archivos extremadamente antiguos de los que nadie sabía absolutamente nada. Le
llamó la atención sobremanera una construcción llamada Convento de las Lágrimas
que se encontraba a las afueras del poblado de San Pablo Apóstol, lugar que
según los datos recabados, estaba abandonado desde finales del siglo XIX, sin
ninguna otra indicación al respecto. La poca información que encontró al
respecto y que databa de los tiempos de la Revolución le indicaba que dicho
convento tenía mucho tiempo de no ser ocupado por representantes de la iglesia
católica; era como si simplemente se había desocupado y nadie más se había
hecho cargo de él, así que estaba en sus manos volver a habilitarlo para las
tareas propias de la Santa Iglesia.
Monseñor decidió
habilitar dicho edificio mandando a un grupo de diez monjas al mando de la
Madre Juanita para poder dar servicios religiosos a la población aledaña; le
encargó a la clériga que se encargara de poner en funcionamiento el convento,
haciendo las reparaciones necesarias para inmediatamente comenzar con sus
labores de adoctrinamiento a los habitantes de San Pablo y poblados vecinos.
La Madre Juanita
aceptó el encargo como todos los que le habían encomendado: con la docilidad
que se esperaría de una monja con más de cuarenta años al servicio de Dios, por
lo que reunió a su grupo de monjas y les informó acerca de su próxima tarea;
les comentó que serían días difíciles, pues habría mucho trabajo por hacer
tanto físico como espiritual pero que confiaba en ellas para poder llevar a
cabo su cometido. Todas recogieron sus escasas pertenencias y se pudieron en
marcha alquilando una carreta que las llevara a su destino; la travesía no era
nada del otro mundo pero cuando llegaron se sorprendieron de lo que
encontraron. En realidad, no era tanto la triste fachada derruida que esperaban
encontrar, sino que al abrir las pesadas puertas después de mucho batallar con
la cerradura, la cual parecía negarse a dar entrada a las nuevas visitantes, se
dieron cuenta que inmediatamente las acompañó un sentimiento de tristeza
profunda, como si llegaran a su última morada para jamás salir de ahí.
El convento se
encontraba en las condiciones que le había descrito: paredes derrumbadas,
ventanas sin vidrios y todos los pisos con una gruesa capa de polvo, por lo que
las hermanas inmediatamente se pusieron manos a la obra limpiando el monasterio
a conciencia.
Todo iba según lo
planeado, sin embargo no dejaba de llamarles la atención a las religiosas que,
cuando iban al mercado de San Pablo a comprar víveres y les decían a los
habitantes que iban a habitar el Convento de las Lágrimas, todo mundo se persignaba
y las veía con respeto e incluso con temor, pero la Madre Juanita lo atribuyó
al hecho de que dicho Convento había estado abandonado por muchas décadas.
Después de un par
de semanas dedicadas a la limpieza del lugar, las hermanas comenzaron a elaborar
los productos cuya venta ayudaba a mantener al grupo de religiosas; rompope y
galletas dulces que se vendían muy bien, sobre todo cuando la gente veía que se
las ofrecía una monja. Por otro lado, cada semana llegaba un cura a oficiar la
misa del domingo; la gente al principio acudió de manera tímida y en números
pequeños, pero con el paso del tiempo acudió cada vez más y más gente lo cual
dejaba una cantidad mayor de limosnas para poder salir adelante, por lo que la
Madre Juanita se regocijaba de entregar buenas cuentas al Obispo. La única
dificultad que había encontrado era que en el pueblo de San Pablo no habían
podido conseguir a alguien que quisiera acudir a realizar algunas reparaciones
mayores que eran necesarias para darle un mejor aspecto al edificio; intentaron
conseguir albañiles de los poblados vecinos, pero estos llegaban y trabajaban
un par de días y prácticamente desaparecían, dejando material de construcción y
herramientas olvidadas. La religiosa consideraba que esto se debía a la
ignorancia de la gente, lo que provocaba una gran irresponsabilidad para
dedicarse al trabajo.
Nunca imaginó que la
causa era algo completamente inesperado.
Como el Convento no
contaba con luz eléctrica, por las noches las monjas se alumbraban con velas,
por lo que en una ocasión en que la Madre Juanita quiso asegurarse, como
encargada del lugar, de que todas las ventanas y puertas estuvieran bien
cerradas; caminaba por un pasillo cuando de repente en medio del silencio de la
noche, escuchó ruidos como de pequeños pies que corrían; cuando avanzó hacia el
lugar del origen de dichos sonidos estos callaron, pero la religiosa al bajar
la vela, pudo ver que efectivamente había huellas de pequeñas pisadas y una
cuerda de las que usan los infantes para saltar con ella. A pesar de lo extraño
del hecho, pensó que los sonidos eran ecos mal interpretados de los ruidos de
la noche y las pisadas de niños que durante el día habían ido a curiosear al
templo, así que no le dio mayor importancia; más bien le alegraba saber que a
pesar del inicial temor de la gente aledaña de acudir al convento, se daba
cuenta que los niños, en su bendita inocencia, acudían a jugar en ese lugar, el
cual incluso a la religiosa le parecía que tenía un aspecto siniestro, pero
confiaba en que cuando se terminara de reparar, iba a dar un aspecto más alegre
y digno del lugar del encuentro entre la gente y Dios.
A los dos días,
cuando comenzaban a caer las sombras de la noche, se encontraba la Madre
Superiora en su oficina redactando un informe, cuando de reojo alcanzó a ver
una carita infantil asomarse por la orilla de la puerta; cuando levantó la
mirada dicho rostro desapareció, así que tomó su vela y salió a investigar
malhumorada, ya que una cosa era que los niños del poblado fueran a asomarse al
Convento, pero tanto como llegar hasta sus habitaciones, eso si no estaba
dispuesta a permitirlo.
Buscó y buscó sin
encontrar a nadie y cuando dio la media vuelta para regresar a sus tareas,
escuchó una risa traviesa al fondo del convento, por lo que apuró el paso y
encontrar a la intrusa, pero cuando llegó al final del pasillo, ahora escuchó
la risa del otro lado, casi corrió de vuelta, pero una vez más al llegar al
final del pasillo, ya no escuchó una risa, sino más bien risas en coro de niños
y niñas que parecían divertirse con el juego de esconderse. La clériga comenzó
a sentir un extraño miedo por lo que se santiguó y prefirió regresar a su
habitación para intentar dormir, no sin hacerlo con sobresaltos durante toda la
noche.
Al otro día reunió
a las demás monjas para interrogarlas al respecto, y se sorprendió cuando una
de ellas se echó a llorar, mientras otra decía que le alegraba saber que no era
la única que había visto las visitas inesperadas; una a una comenzaron a
platicar sus propias anécdotas acerca de los misteriosos hechos.
Una decía que al
lavar las sábanas de las camas, al regresar a recoger las prendas las
encontraba en el suelo manchadas de pisadas de niños sin nadie a la vista; otra
comentó escuchar canticos infantiles por las tardes; una más encontró dibujos
hechos con tiza en algunas paredes, pero como no pudo encontrar una explicación
lógica, prefirió borrarlos con agua y callar su experiencia vivida; sin embargo, la más asustada de las monjas dijo que ella no había oído
risas, sino tristes sollozos que gemían de manera lastimera en medio de la
oscuridad nocturna y que cuando quiso ir a investigar, comenzó a escuchar los
clásicos rezos que se llevan a cabo en un velorio, pero emitido por la mismas
voces infantiles.
La Madre Superiora
les encomendó que estuvieran atentas y que le notificaran cualquier suceso
extraño que ocurriera; todas asintieron silenciosamente y se fueron a dormir
con el semblante preocupado.
La Madre Juanita
también se retiró a su celda y después de varias horas de caer presa de un
sueño inquieto y extraño, en la madrugada se despertó al escuchar ruidos en la
pequeña capilla donde el cura oficiaba misa los domingos, por lo que a pesar
del temor que sentía, hizo acopio de todo su valor, tomó el rosario que siempre
portaba en la cintura y que había sido bendito por el mismo Papa y encendiendo
una vela, se encaminó hacia el origen del sonido.
Cuando llegó a la
capilla, vio una pequeña sombra inclinada enfrente del altar y cuando se acercó
más, le aterró darse cuenta que era la niña que había visto asomarse a su
oficina, quien ahora se encontrada arrodillada y cuando llegó junto a ella, la
pequeña volteó hacia la religiosa, dejando ver su carita bañada en lágrimas y
al preguntarle la Madre Juanita que le ocurría, la niña contestó tristemente:
-“Es que no podemos
salir de aquí”-.
Juanita al
principio sintió alivio de ver que efectivamente era una niña como la que más,
por lo que no se estaba volviendo loca junto con sus demás subalternas, pero en
eso cayó en cuenta de lo que le había acabado de contestar la misteriosa
visitante y le preguntó:
-¿A quiénes te
refieres nena?-.
La pequeña le dijo
misteriosamente:
-“A todos los niños
que habitamos el Convento”-.
La monja sintió
como el pánico la amenazaba así que le cuestionó:
-¿De dónde no
pueden salir amor?-.
La niña señaló el
altar y en cuanto su pequeño dedo apuntó hacia ese lugar, inmediatamente
comenzaron a oírse en coro, desgarradores sollozos de niños y niñas que incluso
gritaban por auxilio.
La Madre Juanita se
desmayó.
Al día siguiente, la
Madre Superiora fue encontrada por las demás monjas quienes la habían
encontrado tendida en el piso, exactamente frente al altar; cuando las monjas
completamente aterradas intentaron despertarla, la anciana clériga abrió
desmesuradamente los ojos y comenzó a llorar desconsoladamente, para sorpresa
de sus acompañantes. Se abrazaba a una de ellas como si fuera una niña
desamparada, mientras las demás la veían con susto y compasión. Después de
varios minutos, pudo reponerse y les contó lo ocurrido la noche anterior, por
lo que todas soltaron gritos de susto, pero antes de que perdieron por completo
el control de sí mismas, la anciana les dijo que iba a mandar a algunas de
ellas para avisar a la Diócesis y esperar instrucciones.
Dos monjas inmediatamente
se pusieron en marcha y a mediodía regresaron con un cura, quien se presentó
como el Padre Camacho, experto en ciencias ocultas y exorcismos; el clérigo de
mirada adusta, comenzó a entrevistar a todas y cada una de las habitantes del
Convento de las Lágrimas, y mientras éstas en medio de tristes llantos le
relataban sus experiencias, el extraño sacerdote anotaba en una libreta que
sacó de una funda de piel que en la portaba tenía dibujada una cruz católica,
pero adornada con figuras que ninguna de las monjas había visto en sus largos
años al servicio de la Iglesia; el Padre anotaba y preguntaba, anotaba y
preguntaba, todo sin expresar ninguna señal de emoción en su rostro.
Finalmente, le tocó
a la Madre Juanita, quien cada vez más repuesta le hizo un resumen de todo lo
vivido en el convento para después contarle su anécdota de la noche anterior;
cuando llegó a la parte del altar, el sacerdote dejó de escribir y le puso toda
su atención e incluso en una par de ocasiones levantó ligeramente una ceja en
señal de asombro. La Madre Juanita terminó su relato y se quedó callada,
mientras el padre Camacho cavilaba, frotando su mentón con la palma de su mano
derecha y una mirada pensativa; cuando la anciana pensaba preguntarle a que
conclusión había llegado, el clérigo dijo secamente:
-Voy a escribir una
carta a Monseñor para informarle de lo ocurrido-.
La Madre Juanita
preguntó tímidamente:
-¿Y qué pasará con
el Convento? ¿Y nosotras; tendremos que abandonarlo?-.
El Padre Camacho
dijo enérgicamente:
-¡Jamás! Ahora es
cuando más necesita este lugar de su ayuda-.
Y se dedicó a
escribir rápidamente la anunciada carta; una vez que la terminó, mandó llamar a
dos monjas para que se le llevaran inmediatamente al Obispo De Talamante y
volteando a ver a la anciana, le ordenó:
-Junte a todas las
monjas y vengan conmigo-.
Una vez que todos
se encontraron reunidos se encaminaron hacia el altar, seguidos de tres hombres
que había acompañado al sacerdote, los cuales traían entre sus manos picos y
palas y cuando llegaron al lugar señalado, el Padre Camacho inmediatamente les
ordenó que escarbaran exactamente donde había señalado la niña.
Todos guardaron un
reverencial silencio, el cual solo era interrumpido por los duros golpes de
pico que hacían botar pedazos de cemento; los hombres golpeaban decididamente
como si ya supieran que es lo que iban a encontrar y no pararon ni siquiera
cuando largas hileras de gotas de sudor les bajaba por el cuello hasta mojar
las sencillas camisas que vestían; todo lo anterior mientras el Padre Camacho
rezaba en latín oraciones que leía de un pequeño libro que había sacado de uno
de los bolsillos de su negra sotana.
Después de botar
todo el cemento, ahora comenzaron a escarbar con las palas en el duro terreno
hasta que al llegar a un metro de profundidad, dándose cuenta todos que la
tierra se sentía más suave y entonces vieron que en medio del hoyo cavado surgían
pequeños envoltorios de tela raída y cuando sacaron el primero, se lo pasaron
al Padre Camacho, quien primero se santiguó seguido de todos los presentes. Dio
un triste suspiro y abrió el envoltorio; todos brincaron sorprendidos al ver
que éste contenía pequeños huesos carcomidos por el paso del tiempo.
Los trabajadores
seguían sacando más y más envoltorios que seguían el mismo ritual que el primero,
todo en medio de rezos del Padre Camacho y llantos dolorosos de las monjas
presentes.
Contaron hasta
veinte y ocho envoltorios y una vez que los juntaron, el Padre Camacho volteó a
ver a la Madre Juanita y le dijo:
-Nos vamos a llevar
los restos de estos pequeños inocentes para enterrarlos en tierra santa;
mientras, el próximo domingo yo oficiaré la misa para rezar por el eterno
descanso de estos niños y niñas-.
Y añadió sonriendo
de forma melancólica:
-Y no se preocupe
Madre Juanita; después de esto, ya no volverán sus inesperadas visitas-.
El sacerdote ordenó
a sus hombres que llevaran la macabra carga a la carreta en la que habían
llegado y despidiéndose de las habitantes del convento, se fueron tan
silenciosamente como habían llegado.
Y efectivamente, tal
y como lo había anunciado el Padre Camacho, a partir de ese día las monjas
jamás volvieron a ver nada fuera de lo común.
¿Qué fue lo que
sucedió en ese lugar? Bueno, la versión oficial dice que hace muchos años a las
jovencitas con un comportamiento fuera de lo que indicaban las buenas
costumbres, sus familias las mandaban de monjas; pero lo que poca gente sabe es
que muchas de esas chicas eran niñas ingenuas seducidas por hombres que no les
cumplían sus promesas de matrimonio, por lo que eran recluidas en esos lugares
para evitar la vergüenza familiar. De esta manera, ellas llegaban resignadamente
a vivir toda su vida dentro de los conventos.
Y llegaban…
Embarazadas.
Por eso; ahora el
lugar se llama “El Convento de las Lágrimas de los Inocentes”.
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