miércoles, 1 de mayo de 2019

ASESINO SERIAL




         Mi nombre no importa; los medios me llaman monstruo, engendro, aberración. A mí el que me más me gusta es el de asesino serial.
         Sí; me dedico a matar personas.
         ¿Por qué lo hago?
         Ya no lo recuerdo.
         Comencé matando gatos y perros que deambulaban cerca de mi casa cuando tenía como diez años; no entraré en detalles, simplemente diré que me encantaba ver como se convulsionaban cuando la vida huía despavorida de sus cuerpos.
         No los aburriré con historias de familias disfuncionales pues mis papás, cuando vivían, me trataban muy bien; festejos en cumpleaños, vacaciones como premio por mis excelentes calificaciones escolares, entre otros placeres propios de la niñez.
         Nada de maltrato infantil.
         Simplemente me gusta matar.
         Mi primera víctima humana fue a los quince años; una antigua amiga que tuve en una ocasión me hizo enfurecer, ya no recuerdo por qué, y comencé a golpearla hasta que cayó sin vida.
         Me gustó.
         No; de hecho me encantó.
         Así como hay personas que al tocar un lápiz y comenzar a dibujar descubren cuál es su objetivo en la vida, así me sentí yo; me di cuenta que había nacido para matar.
         Obviamente he evolucionado; con mi primera víctima simplemente la llevé a una casa abandonada que conocíamos en mi barrio y ahí la abandoné. Encontraron el cuerpo putrefacto tiempo después, lo que causó todo un revuelo en esos días.
         Pero lo que más me gustó, aparte de la sensación de matar, fue el orgullo que sentí cuando en los periódicos dijeron que el asesino que había matado a la chica había demostrado un elevado nivel de sangre fría y que, dado que no había dejado ningún rastro, era prácticamente imposible que lo atraparan.
         En el momento actual escojo detalladamente a mis futuras presas; las estudio, las sigo y aprendo cuáles son sus rutinas de vida para saber en qué momento puedo atacar.
         Esa espera y planeación es extremadamente excitante.
         No hago distinción entre hombre y mujer, pues eso para mí no es importante; de hecho, cuando escojo a una chica es porque me parecen bellas. Eso es todo.
         ¿Nunca has pensado en destruir algo hermoso?
         No se confundan; no abuso sexualmente de ellas, pues eso me parece asqueroso.
         De hecho, ni siquiera siento necesidades sexuales como todos los demás, pues al matarlas es simplemente como cuando te encuentras una muñeca nueva y la haces pedazos, arrancándoles las piernas de juguete, luego los brazos y finalmente les quitas la cabeza.
         No; mi satisfacción sexual la obtengo al ver el miedo en sus ojos.
         Miedo de saber que van a morir y que no pueden hacer nada para evitarlo.
         Y lo mejor de todo es la expresión de dolor al sentir las “caricias” de mi colección de instrumentos de muerte que ido ampliando con el paso de los años.
         A veces incluso he llegado al orgasmo mientras veo como la vida abandona sus frágiles cuerpos.
         Claro que he cometido errores.
         Hace tres años me encontraba siguiendo a un tipo que iba al mismo gimnasio que yo y tuve la torpeza de primero hacer amistad con él. Cuando encontraron su cuerpo mutilado, inmediatamente recayeron las sospechas sobre de mí; estuve tres meses en la cárcel hasta que se dieron cuenta que no había pruebas que me inculparan por lo que tuvieron que dejarme salir, pero mis huellas y mis datos se quedaron registrados en el sistema.
         Afortunadamente, mis padres ya habían fallecido pues si hubieron visto a su único hijo ir a la cárcel, eso los hubiera derrumbado.
         Supongo que si eso hubiera pasado, me habría causado dolor ver su sufrimiento.
         O al menos, eso es lo que imagino.
         Para evitar otro tropiezo como ese, dejé de hacer amistad con mis “prospectos”.
         Aparte, poseo un arma secreta.
         Tengo un primo de mi edad llamado  Adán, quien tenía la afición de jugar fútbol americano. En una ocasión recibió un golpe tan fuerte en la columna que terminó cuadrapléjico por lo que no puede mover ninguna parte de su cuerpo; incluso le implantaron un respirador para que pueda seguir viviendo.
         Si es que a eso se le puede llamar vida.
         Su cerebro sigue funcionando, pues se le nota la alegría cuando lo visitan mis tíos, pero no puede hablar ni siquiera para saludarlos.
         En una ocasión que lo visité me di cuenta que dado que su existencia no tiene más utilidad que causarle aflicción a sus padres, bien podría servir para mis propósitos, por lo que he llevado varios de mis cuchillos para ponérselos en sus manos muertas y que se les queden grabadas sus huellas digitales; aparte, de vez en cuando si está a solas en la habitación del lujoso hospital donde ese encuentra internado, le inserto una jeringa para sacar algunas gotas de su sangre y así, cuando termino una de mis “travesuras”, impregno el cuerpo de mis víctimas con su líquido hemático; de esta manera, si pierdo mis herramientas las huellas que encuentren en ellas serán las de Adán y la sangre derramada contiene su ADN, no el mío.
         No sé si hasta la fecha al practicar las necropsias de los cuerpos se hayan dado cuenta que hay otro tipo de sangre en los cadáveres, pero prefiero ya no arriesgarme; incluso he dejado algunos cabellos suyos en la escena del crimen que le he arrancado y dado que me he depilado todo el vello de mi cuerpo, incluido mi propio pelo, en ese aspecto también estoy protegido.
         Supongo que todo eso ha funcionado, pues que jamás he vuelto a ser sospechoso de nada.
         Lo mejor de todo lo referente a mi primo es que también tiene otra utilidad para mí.
         Es mi confidente.
         Sé que suena arrogante, pero me fascina la idea de saber que soy mucho más inteligente que los pseudo investigadores que andan tras de mí, sin encontrarme. Como sería una completa estupidez escribir un diario, prefiero visitar a mi primo y platicarle la última de mis hazañas. Es divertido ver como se le abren desmesuradamente los ojos cuando me ve entrar en su habitación, y más cuando jalo una silla para sentarme a diez centímetros de su cama mientras le tomo su mano derecha entra las mías y le confieso mis crímenes. A veces es tanto el miedo que expresan sus ojos mientras platico con él, que los cierra fuertemente y cuando los abre comienzan a rodar lágrimas por sus mejillas. En una ocasión mis estúpidos tíos entraron cuando eso sucedía y se enternecieron al ver la emoción en sus ojos, y más porque lo atribuyeron al dolor de no poder convivir conmigo como cuando éramos chiquillos.
         Desgraciadamente eso no me duró mucho.
         Después de unos cuantos meses, mi primo empezó a tener un comportamiento extraño, si es que en sus circunstancias puede haber algo más extraño que vivir sin vivir.
Sucedió que los médicos notaron que su mirada ya no tenía la viveza que antes mostraban; se lo atribuyeron al hecho de que se había rendido y que en realidad ya no quería seguir viviendo.
         Una noche su corazón simplemente dejó de funcionar; todo mundo se lo atribuyó a una fuerte depresión que le impidió seguir adelante.
         Los humanos pueden ser tan ingenuos.
         ¿Qué si yo lo maté con mis confesiones?
         No lo sé; lo único que siento es que me quedé sin mi baño.
         ¡Ja!, lo llamo baño porque mi primo se había convertido en el receptor de toda la porquería que sale de mi mente y que he llevado a cabo a lo largo de mi vida.
         Y eso que no le platicaba los detalles de mis aventuras.
         Esos me los guardo para mí mismo.
         Esos me pertenecen solo a mí.
         Hay noches en que no he dormido hasta el amanecer, pues me deleito repasando lo que hice horas antes recreando todo el episodio en mi mente como si fuera una película; desde que comienzo a seguir a mi presa hasta el momento en que me acerco a ella sigilosamente en medio de la noche para inyectarle un tranquilizante que hace que su cuerpo pierda las fuerzas pero no la conciencia; la subo a mi auto y me la llevo a una casa de campo que me heredaron mis padres y que me evita el riesgo de posibles testigos.
         Aun así, en una ocasión me detuvo una patrulla y al ver que la chica que llevaba no se movía, me cuestionaron al respecto por lo que simplemente les dije que veníamos de una fiesta y que como había bebido, la llevaba a descansar a su casa. Como a esa presa le desfiguré la cara, no hubo riesgo de que la identificaran como la mujer que vieron la noche anterior.
         ¡Estúpidos!
         Siguiendo con mis recuerdos, me regodea la parte cuando llegamos a la casa y que los acuesto en una mesa metálica que tengo en la habitación más amplia de la vivienda; sus ojos muestran confusión de no saber que está sucediendo y más cuando comienzo a amarrar sus extremidades al mueble. Después de eso, les corto las ropas para poder divertirme a mis anchas; preparo mi arsenal mientras pasa el efecto del tranquilizante, pues es mejor cuando sienten cada una de las cosas que hago con su cuerpo.
         Para evitar cualquier percance, los amordazo fuertemente pues no quiero que los gritos atraigan a  alguien, a pesar de la lejanía que tiene la casa con la civilización.
         A veces me pregunto; si les quitara la mordaza: ¿Qué gritarían? ¿Pedirían piedad, amenazarían, invocarían a Dios?
         Prefiero no arriesgarme.
         Así que mejor sigo con mi pasatiempo y saco mis juguetes para divertirme con ellos.
         A veces he pensado en conservar un par de “recuerdos”, o trofeos como les llaman los criminólogos, pero eso se me hace demasiado infantil, como cuando coleccionas estampas de los álbumes que venden afuera de las escuelas.
         No; prefiero que esos recuerdos se queden en mi mente y de esa manera, disfrutarlos en cualquier momento y en cualquier lugar, como cuando estoy en mi oficina y a media tarde tomo un pequeño descanso de mis labores. Me recargo cómodamente en mi sillón de piel y comienzo a repasar mis pensamientos mientras veo pasar frente a mi puerta a los demás empleados.
         ¿Qué pensarían si pudieran leer mi mente?
         ¿Quién se imaginaría que un alto ejecutivo como yo se divierte no como ellos, en conciertos y deportes sino que pasa sus ratos libres descuartizando personas?
         Es de dar risa, ¿No?
         Bueno, hoy es viernes y llegó el momento de divertirme.

         Han pasado tres meses desde que hice un recuento de mi vida; en todo este tiempo han sucedido muchas cosas, como que la policía ya encontró la sangre y las huellas de mi primo pero como no tienen con qué comprarlas, no han avanzado en sus investigaciones. En cuanto a los medios de comunicación, se han deleitado con las altas ventas de los periódicos al explicar a detalle mis aventuras mientras la gente horrorizada con los detalles, leen hasta la última palabra a pesar del ambiente de paranoia que se ha desatado en toda la ciudad a causa mía.
         Morbosos como todos los seres humanos.
         Creo que ellos están más locos que yo.
         Yo hago esto porque así nací, ¿Pero ellos?
         ¿Qué les fascina tanto de mis crímenes?
         Todos tenemos nuestro lado oscuro.
         ¿Será que sienten envidia de que yo sí dejo salir al monstruo que tengo dentro y ellos no pueden hacerlo por miedo?
         Tal vez por eso se nutren consumiendo noticias aberrantes.
         Para saciar su propia sed de sangre.
         En fin, todo esto lo pienso mientras estoy preparando el cuerpo de mi nuevo visitante; ya está amarrado en la mesa completamente desnudo; ya encendí el horno que construí para deshacerme de los restos, pues una vez que han encontrado el ADN de mi primo, eso guiará a las autoridades hacia un camino equivocado mientras yo puedo divertirme tranquilamente.
         Me he desnudado yo también pues me causa repulsión terminar con la ropa bañada en sangre; prefiero simplemente bañarme al terminar y así descansar relajadamente.
         Pero algo no anda bien; siento algo extraño en el aire.
         Algo que no debería estar en el ambiente; un intruso que se ha colado en mi casa, en mi vida, en mi diversión.
         Presiento algo inesperado.
         Escucho una fuerte explosión y pierdo el conocimiento.

         Abro mis ojos trabajosamente y la luz de las lámparas me ciega momentáneamente, mientras trato de ubicar en donde me encuentro.
         Escucho sonidos intermitentes de máquinas que están instaladas a los lados de mi cuerpo y mis fosas nasales son invadidas por el olor a alcohol y desinfectante, lo que me indica que estoy en un hospital.
         No puedo moverme lo que debe ser producto de la anestesia ya que ni siquiera siento dolor en mi cuerpo; solo puedo mover mis ojos.
         ¿Sabrán quién soy?
         Supongo que sí, pues puedo leerlo en la mirada de miedo y repulsión que me lanza el doctor que acaba de entrar; detrás de ella una enfermera se acerca para revisar el expediente que está colgado a los pies de mi cama y cuando quiero interrogarla acerca de mi condición, mis labios no se mueven.
         Desisto de hablar y me dedico a escucharlos.
         La enfermera muestra una mirada de terror mientras el médico le informa que yo soy el asesino que habían estado buscando las autoridades desde hace varios años; me encontraron al escuchar una explosión en medio de un paraje desolado y que cuando llegaron vieron que mi horno había estallado provocando un derrumbe que ocasiono que las vigas del techo cayeran sobre de mí.
No sufrí ninguna quemadura lo cual me causa un poco de consuelo pero las lágrimas comienzan a rodar por mis mejillas cuando oigo el diagnóstico:
“Este hombre ha quedado cuadrapléjico”.
        

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