Andrés
era un niño de nueve años que se dedicaba a las labores propias del campo,
principalmente cuidar del exiguo ganado que poseía su humilde familia; no eran
más de una docena de vacas que debía llevar a pastar al llano durante gran
parte del día y a media tarde regresarlas a su establo.
No
iba a la escuela pues en esos tiempos las personas pensaban que los estudios
eran una pérdida de tiempo así como consideraban que lo que pudieran aprender
no les iba a dar de comer por lo que le daban prioridad al cuidado de sus
animales pues de la leche y las crías era de donde sacaban difícilmente lo suficiente
para vivir.
El
pequeño Andrés vivía con su mama viuda, dos tías de menos de treinta años así
como con un tío de diecinueve años llamado Darío, familiar que debido a su edad
era con el que más convivía y mejor se llevaba.
Darío
era de las personas que a pesar de tener la vitalidad propia de la edad, no le
gustaba mucho el trabajo, por lo que lo eludía cada que podía; de las tareas
que le encomendaban sus hermanas, algunas las cumplía a medias, otras
simplemente no las hacía y en las ocasiones que acompañaba al pequeño Andrés a
cuidar las vacas, prácticamente le dejaba toda la responsabilidad a su sobrino,
pues en cuanto los animales llegaban a los pastizales él mejor se dedicaba, en
el mejor de los casos, a vagar por la sierra o a dormir entre la hierba
mientras el pequeño se encargaba del cuidado de los vacunos.
Un
día, en los momentos en que Andrés estaba disfrutando de su raquítico almuerzo
a media mañana, llegó Darío presa de una extraña excitación por lo que el chico
lo interrogó curiosamente:
-¿Y
ahora tú, que es lo que te pasa? Parece que encontraste un tesoro-.
Darío
completamente sofocado le contestó:
-Creo
que encontré algo mejor; me metí en una cueva que está cerca del Cerro de las
Angustias-.
Antes
de que siguiera, Andrés exclamó con miedo:
-Pero
ya sabes que mi mamá nos ha prohibido que vayamos para allá porque dicen que
ese lugar está embrujado-.
Sin
darle importancia a lo que escuchó, el tío prosiguió:
-Pues
no sé si estará embrujado; la cosa es que me metí no sin un poco de miedo y comencé
a caminar hasta donde casi no llegaba la luz del sol-.
-¿Y
no viste nada extraño?-.
Darío
experimentó un ligero estremecimiento cuando los recuerdos llegaron a su mente
y dijo:
-Pues
hay una parte donde vi unos como huesos, veladoras y otras cosas raras; pero lo
mejor de todo es que sobre una enorme piedra que parece una mesa llena de
manchas rojas hallé esto-.
Y
jalando el morral que siempre cargaba, sacó un enorme libro forrado de piel
negra; en cuanto se lo mostró a Andrés una gran cantidad de nubes comenzó a
tapar el cielo azul propio de la primavera, mientras seguía platicando su
aventura.
-Te
juro que cuando lo tomé se empezaron a oír unos aullidos y una especie de risas
que venían del fondo de la cueva, pero aun así me lo traje-.
Andrés,
cada vez más asustado exclamó:
-Pues
no sé, pero creo que aquí hay algo malo-.
Darío
dijo con orgullo, mientras señalaba el libro:
-Puede
ser, pero de lo que si estoy seguro es que esta cosa puede valer mucho pues se
ve muy antiguo; yo creo que me darán mucho dinero por él-.
Cuando
dijo esto último, comenzó a caer una sorprendente lluvia que rápidamente llenó
el valle de un agua helada por lo que los dos jovencitos juntaron sus vacas
para llevarlas de regreso a su establo; estuvieron a punto de perder a dos de
ellas debido a la rapidez con la que la extraña lluvia crecía en intensidad.
Pero lo más sorprendente de todo fue que cuando llegaron a su casa, con la
misma velocidad que empezó a llover salió otra vez el sol; tal parecía que el
mismo astro rey se había dado cuenta que algo maligno había aparecido en el
ambiente por lo que había cerrado los ojos ante tal diabólico espectáculo.
A
partir de entonces las cosas no volvieron a ser las mismas.
Darío
les anunció a sus hermanas que se iba a vender algo que había encontrado por lo
que ellas accedieron, pero cuando pasaron tres días y notaron que su pariente
no había regresado, comenzaron a preocuparse por lo que fueron al pueblo a
preguntar si alguien sabía algo de él pero nadie les dio razón del joven.
Sin
saber que hacer decidieron esperar un poco más pues como no sabían que era lo
que esperaba vender, pensaban que tal vez no había encontrado comprador en el
poblado por lo que se había ido a los alrededores en busca de alguien que
adquiriera el objeto que llevaba consigo.
Andrés
era el único que sabía que era lo que en realidad pensaba vender su tío pero
muy dentro de él, el miedo le decía que era mejor guardar silencio.
Y
más aún; desde que Darío se había ido, el pequeño sufría de pesadillas que
todas las noches lo despertaban en medio de un mar de terror, pues siempre
soñaba lo mismo; que un demonio venía a verlo para reclamar la devolución de su
libro y cuando el pequeño le decía que él no lo tenía, el extraño ser se le
arrojaba encima y justo cuando estaba a punto de tocarlo, despertaba presa de
un terror indescriptible.
Pero
aún faltaba lo peor.
Cuando
Darío regreso a su humilde casa apareció convertido en otra persona; esto es, en
alguien más siniestro. Vestía una playera de algodón y un pantalón de tela
sencilla, todo de color oscuro; lo extraño es que no era ropa precisamente
negra, sino más bien oscurecida como si la hubiera atacado el humo de un gran
fuego, dejándola macabramente ennegrecida. En cuanto a su físico, estaba más
delgado que de costumbre y si anteriormente había sido un hombre no mal
parecido ahora se veía repugnante, pues tal parecía que todo la maldad del
mundo se había acumulado en su cara llena de verrugas, tez pálida y ojos
hundidos; como si alguna fuerza extraña le hubiera chupado la esencia de la vida.
Pero lo más macabro era su actitud; tenía un aire macabro y taciturno y si
antes le encantaba burlarse de todo y de todos, ahora jamás sonreía y solo
observaba a las personas con una mirada llena de maldad sin decir una sola
palabra.
Los
hermanas quisieron interrogarlo acerca de donde había andado pero él
simplemente contestaba: “Por ahí” sin dar ninguna otra información al respecto.
La
vida en la antes alegre casa cambió por completo, pues cuando las hermanas y
Andrés se encontraban solos, platicaban alegremente acerca de cualquier cosa,
pero de repente sentían como les llegaba a sus olfatos un olor parecido al
azufre e inmediatamente las sonrisas se borraban de sus rostros pues era cuando
aparecía el joven Darío y cuando éste se sentaba junto de ellas, el ambiente se
tornaba pesado pues sentían como si algo malvado visitase su humilde morada.
Pero
lo que más les asustaba era que el anteriormente inquieto muchacho, ahora siempre
andaba con una apariencia lúgubre y a pesar de haber tenido siempre buen
apetito desde que regresó ahora casi no comía y por las noches siempre era el
último en acostarse.
¿A
qué se dedicaba?
Todo
el tiempo se la pasaba leyendo el libro que había encontrado.
Sus
parientas le llegaron a preguntar de que se trataba el texto, pues les
extrañaba que Darío, quien apenas sabía leer, ahora se mostraba muy interesado
en la lectura del libro el cual se había convertido en su inseparable
compañero; cuando eso sucedía, él siempre contestaba con tono distraído:
-Son
cosas que ustedes no pueden entender-.
Las
mujeres prefirieron dejarlo en paz al ver la actitud tan perversa que había
adoptado el joven.
Hasta
que una noche hablaron entre ellas para tratar de entender y solucionar la situación.
Se
reunieron todas en la habitación donde dormía Andrés y su mamá para discutir
acerca de la actitud de Darío; se habían dado cuenta que todo había cambiado a
partir de que había llevado el extraño libro del que ahora no se despegaba por
lo que pensaban que si desaparecían dicho objeto todo volvería a ser como
antes.
Pero
los planes no siempre salen como uno los imagina.
Durante
gran parte del transcurso del día, el joven se la pasaba leyendo el dichoso
libro en la mesa de la cocina y cuando salía al baño, sus hermanas corrían para
llevarse el ejemplar malvado, pero siempre que llegaban el libro éste no se
encontraba donde lo había dejado Darío lo que confundía y aterraba al mismo
tiempo a las tres señoras, pues todas habían comprobado que su hermano había
salido de la casa con las manos vacías por lo que no podían entender donde
había quedado el infernal objeto.
Más
incomprensibles eran las ocasiones en que, en medio de la noche Darío leía el
libro en su cuarto; la mamá de Andrés lo mandaba llamar con cualquier pretexto
y en cuanto abandonaba su habitación sus hermanas entraban corriendo para
buscar el libro y destruirlo pero lo mismo, no encontraban nada; revisaban el
cuarto de arriba abajo y en los únicos muebles que poseía el joven, volteaban la
cama de un lado hacia otro, revisando bajo de ella; el pequeño ropero donde
guardaba sus escasas prendas de vestir de donde las sacaban una a una para
comprobar desencantadas que no había nada. Incluso llegaron a pensar si no
estaría oculto en algún recoveco de las paredes pero no había lugar alguno donde
se pudiera ocultar un objeto tan grande como el que buscaban; en medio de la
desesperación pensaban si no lo había enterrado en el suelo pero cuando
buscaban en alguna parte de la habitación donde la tierra hubiera sido removida
recientemente seguían sin encontrar lo que buscaban tan afanosamente.
Todo
eso las tenía completamente aterradas.
Andrés,
quien era el único que sabía de donde había sacado el libro Darío, seguía
guardando silencio, pues él a su vez también se encontraba tremendamente
asustado, como si él mismo hubiera hecho algo malo, por lo que esperaba que en
algún momento terminase la pesadilla que estaban viviendo en su casa.
Presas
de la desesperación, las hermanas optaron por llamar a un cura para que fuera a
bendecir la casa y así evitar la entrada del maligno, por lo que en cuanto
Darío abandonó su morada en una de sus incontables ausencias fueron por el
párroco del pueblo, pero en cuanto éste dio un pie dentro la casa cayó
desmayado, siendo presa de horribles convulsiones que lograron que el clérigo
se desmayara; en cuanto volvió en sí, se levantó para irse corriendo jurando
jamás volver a lo que él llamó “Tierra maldita”.
Pero
aún faltaba lo peor.
Al día siguiente de
la fallida bendición de la casa, las hermanas de Darío se le acercaron con
miedo y le pidieron que acompañara al pequeño Andrés para cuidar a las vacas y
cuando esperaban que aquel se negaría, el joven simplemente dijo:
-Sí,
iré con él; tengo algunas cosas que hacer en el campo-.
Al
escuchar lo anterior, al chiquillo le brincó el corazón de miedo, pues desde
que su tío había regresado de la supuesta venta del libro, jamás habían vuelto
a platicar y dada su actitud, ahora Andrés le tenía un terror que no se atrevía
a confesar por lo que ambos caminaron el trecho hasta el llano en completo
silencio.
Pero
en el fondo, como todo niño curioso cuando estaban almorzando, el pequeño
comenzó a cuestionar a su tío:
-Oye,
y el libro que encontraste, ¿De qué trata?-.
Darío
guardó silencio unos instantes y cuando Andrés pensó que no le iba a contestar,
le dijo:
-Habla
de grandes poderes que puedes obtener si sigues al pie de la letra las
enseñanzas que te indica-.
Andrés
se sorprendió de lo que le dijo su tío, pero más le aterró la manera tan culta
que tenía de expresarse, algo que jamás había hecho antes, pero aun así le
preguntó:
-¿Y
qué enseñanzas son esas?-.
El
joven solo dijo:
-No
lo entenderías-.
Y
se acabó la conversación.
Andrés
se sentía angustiado pero no sabía bien el por qué; había dejado de disfrutar
la compañía de su tío y en ese momento le invadía una incomodidad como si
presintiera que algo malo fuera a ocurrir, lo cual aumentó cuando Darío se
levantó rápidamente de donde estaba sentado y le dijo:
-Ahorita
regreso, tengo algunas cosas importantes que hacer-.
Y antes de que el niño le preguntara
algo, le ordenó:
-Y
pase lo que lo pase no me sigas-.
Andrés
se dirigió hacia donde estaban sus vacas mientras veía como el joven se dirigía
al Cerro de las Angustias de forma decidida.
El
chiquillo se quedó un par de horas arreando a sus animales cuando el cielo
comenzó a ser invadido por un sinfín de nubes oscuras y amenazadoras que
conforme avanzaban, ocultaban al sol de manera inexplicable mientras el
ambiente se enrarecía cada vez más.
En
eso, un viento helado comenzó a soplar mientras el cielo se oscurecía hasta dar
la impresión de no ser el medio día pues casi parecía noche cerrada; las vacas
mugieron desesperadamente presas del nerviosismo al sentir el viento que circulaba
cada vez más rápido.
Andrés
trataba de controlar el ganado lo mejor que podía pero conforme aumentaba la
oscuridad y la velocidad del viento se dio cuenta que era tarea menos que
imposible, pues todas las vacas se echaron a correr desperdigándose por el
campo despavoridas; el pequeño no sabía qué hacer, pues no se decidía entre
correr tras los animales y recuperarlos o buscar él también algún refugio.
Para
mayor pavor de Andrés, se escucharon una serie de relámpagos que de repente
iluminaban el ambiente de manera grotesca y cuando estaba a punto de echarse a
correr pudo ver en medio de los rayos una figura oscura que a lo lejos se
acercaba velozmente.
El
chiquillo quiso gritar pero cuando la figura se acercó más, vio con alivio que
era Darío que corría con el libro maldito bajo el brazo pero cuando llego junto
a él, el terror se volvió a apoderar del niño pues su tío corría desesperado
con una expresión de absoluto espanto en sus ojos mientras le gritaba:
-¡Andrés,
Andrés, ayúdame!-.
Y
en cuanto llegó junto a su sobrino, lo abrazó desesperadamente por lo que el
pequeño en medio del pánico que experimentaba le contestó también a gritos:
-¿Qué
pasa Darío? ¿Qué está sucediendo?-.
Darío
simplemente gritó:
-¡Agárrame
porque me quiere llevar!-.
Y
el niño exclamó angustiado:
-¿Llevar?
Pero ¿Quién?-.
Y
mientras Darío abrazaba desesperadamente a su sobrino, ambos voltearon hacia el
Cerro de las Angustias y con espanto vieron a un hombre vestido con un traje de
charro completamente negro que montaba un caballo de igual color que arrojaba
fuego por los orificios de la nariz.
Andrés
sentía que estaba a punto de desmayarse pero aun así, le preguntó a su tío:
-¡Darío!
¿Quién es ese hombre?-.
El
joven en medio de su pavor le contestó:
-¡Es
el Diablo y viene para llevarme con él!-.
Y
antes de que pudieran decir algo más, la siniestra figura les habló con voz
estruendosa:
-¿Así que quieres ser mi aliado Darío?
¡Ya estoy cansado de estúpidos como tú que quieren compartir mi poder pero no
quieren pagar el precio: su maldita alma!-.
Mientras
escuchaban lo anterior, Andrés se dio cuenta que al demonio no se le podía
distinguir la cara pues solo se veían un par de puntos rojos que al parecer
eran sus ojos los cuales miraban con un odio infinito; el caballo brincaba
violentamente sobre sus cuartos traseros relinchando de forma horrible mientras
el Diablo volvió a hablar:
-¡Por esta vez la inocencia del niño
que abrazas patéticamente te ha salvado pero no quiero volver a saber de ti en
lo que resta de tu inmunda vida!-.
Y
dándose media vuelta, desapareció detrás del cerro.
Inmediatamente
las nubes se fueron abriendo para dejar pasar la luz del sol por lo que Darío
soltó a Andrés, dejándose caer de rodillas mientras ambos lloraban entre la
hierba.
Poco
a poco las cosas volvieron a la normalidad por lo que se dedicaron a buscar a
las vacas que se habían refugiado a la sombra de un grupo de árboles a
excepción de una que se hallaba en el suelo gimiendo lastimeramente; cuando se
acercaron vieron que la mitad de su cuerpo se encontraba completamente quemado
por lo que decidieron sacrificarla poniéndose de acuerdo que a las tías de
Andrés les iban a decir que le había caído un rayo.
Después
de ese día, Darío convenció a sus hermanas de que mejor vendieran su ganado e
iniciaran una nueva vida en otro lugar; las señoras, al ver que el chico había
vuelto a la normalidad y que incluso su físico había vuelto a ser el de antes
le hicieron caso, por lo que se deshicieron de sus animales y con el dinero se
fueron a vivir a otro estado de la República Mexicana, donde pusieron un
comercio que atendían entre todos, lo cual con el tiempo incluso mejoró su
nivel de vida.
Darío,
a pesar de que lo había abandonado el aire siniestro que había adoptado, jamás
volvió a ser el mismo, pues se volvió una persona muy seria dedicada por
completo a su trabajo y como jamás se casó, murió solo casi a los ochenta años.
En
cuanto a Andrés, las pesadillas producto de lo que vivió en el ese fatídico día
lo hicieron enfermar, por lo que su mamá tuvo que conseguir un santero para que
lo curara de espanto.
Pero
como el tiempo todo lo alivia, años después el mismo Andrés dejó de pensar en
lo que había experimentado guardando sus recuerdos en lo más profundo de su
alma y solo se atrevió a contar dicha historia a sus nietos a quienes les
encantaba reunirse alrededor de su abuelo para que les contara una y otra vez
la infernal aventura que había vivido de chiquillo; en una ocasión en que uno
de sus descendientes le preguntó qué había pasado con el libro maldito, el
experimentado anciano lanzó un suspiro de alivio y simplemente contestó:
-Jamás
se volvió a saber nada de él-.
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