jueves, 15 de agosto de 2019

PROHIBIDO MORIR



         Tadeo siempre había sigo un apasionado de las cosas fuera de lo común; desde pequeño cuando sus compañeritos de la escuela gustaban de comprar comics de superhéroes, él siempre compraba revistas donde se hablara de temas extraordinarios; desde lo macabro hasta ovnis, muertes espeluznantes, desapariciones de personas, seres extraños cuya existencia jamás se había podido comprobar, entre otras cosas igual de inverosímiles. Una vez que llegó a la edad adulta, buscó por todos los medios posibles participar en las publicaciones tanto físicas como en línea escribiendo acerca de esos temas.
         En la actualidad, escribía para un magazine que se publicaba cada mes y que trataba todos los tópicos que él amaba; se documentaba lo más que podía acerca de algo y comenzaba a escribir para después mandar su contribución a la publicación. Se había hecho de un nombre dentro del mundo de lo misterioso.
         Pero no se sentía satisfecho.
         En el fondo lo que siempre había buscado algo que hasta la fecha no había podido encontrar.
         La inmortalidad.
         Hacía ejercicio, llevaba una vida extremadamente saludable  y sin vicios así como una dieta diseñada específicamente para él por un caro nutriólogo que había contratado. Además, consumía cualquier producto que según se decía, retrasaba la vejez, pero con desilusión se daba cuenta que él no quería retrasar el tiempo.
         Él quería vivir eternamente.
         Leyó e investigó infinidad de historias al respecto; la fuente de la eterna juventud, razas antiguas que vivían por cientos de años en la Tierra para después irse a vivir a un planeta remoto de la vía láctea, pero nada le daba la respuesta que buscaba.
         Hasta que le llegó la oportunidad de su vida.

         Resulta que encontró en una de las páginas de internet de su preferencia una pequeña mención de un poblado en el sur del país donde la gente no moría, pues incluso llegaban a vivir más de cien años; el artículo iba acompañado de un par de fotos donde se veían personas extremadamente ancianas que mostraban una sonrisa tímida exhibiendo una boca sin un solo diente. Tadeo se emocionó pues pensó que en este caso sí podía ir a investigar personalmente, por lo que buscó en Google Maps la ubicación del poblado e inmediatamente se fue a reservar un pasaje de camión para llegar a dicho lugar.
         Cuando bajó del autobús después de cinco horas de ajetreado viaje, inmediatamente se dirigió a la base de taxis que se encontraba afuera de la terminal, donde los choferes casi obligaban a los pasajeros a subir a sus unidades; en cuanto Tadeo se acercó a uno de ellos, éste ofreció sus servicios pero cuando el joven le dijo a donde tenía pesando ir, al chofer se le borró la sonrisa del rostro y dijo con tono serio:
         -¿Y por qué quiere ir allá joven; tiene parientes en ese pueblo?-.
         Tadeo contestó desconcertado:
         -Pues no; en realidad quiero ir a hacer una investigación acerca de los pobladores-.
         Los demás choferes se acercaron y le recomendaron preocupados:
         -Usted no sabe en lo que se mete; mejor regrese por donde vino y olvídese del asunto-.
         El escritor cada vez se emocionaba más, pues sabía que si la gente mostraba miedo acerca de algún tema era porque valía la pena investigarlo, por lo que exclamó decidido:
         -No se preocupen que yo a esto me dedico; solo necesito saber quién me puede llevar-.
         Los choferes se alejaron de él e hicieron un círculo entre ellos para dialogar; Tadeo solo escuchaba exclamaciones tales como: “Yo ni loco voy para allá”, “A mí ni me miren”, “Dios me ampare si voy” y cuando creyó que nadie lo llevaría, se le acercó un hombre como de cincuenta años quien resignadamente le dijo:
         -Venga joven, yo lo llevaré-.
         Tadeo sonrió triunfalmente y comentó:
         -¿Usted es el más valiente de todos?-.
         El chofer, antes de subirse a su unidad, dijo tristemente:
         -No; simplemente soy el que más necesita el dinero-.
         Y arrancó el coche con el escritor de copiloto.

         Recorrieron la carretera aproximadamente una hora en silencio y cuando Tadeo estuvo a punto de preguntar si faltaba mucho, el taxi se metió en una vía secundaría en muy mal estado y a cuyos lados se alzaba una exuberante vegetación que en lugar de darle al paisaje una imagen idílica, lo hacía más siniestro; el joven, pensando que estaban a punto de llegar a su destino se asombró al darse cuenta que todavía recorrieron una hora más de camino y mientras daba tumbos dentro del taxi, comentó para aligerar el ambiente lúgubre que se cernía entre ambos:
         -Está un poco lejos el poblado ¿Verdad?-.
         El taxista dijo incómodo:
         -No tanto como uno quisiera-.
         Tadeo añadió:
         -¿Y por qué nadie quiere ir a ese lugar?-.
         El cincuentón solo contestó:
         -Usted se dará cuenta cuando llegue ahí-.
         En eso, el taxi se detuvo y antes de que Tadeo dijera algo, el taxista señaló hacia su derecha donde se veía un camino de terracería y exclamó:
         -El pueblo que usted busca está al final de este camino-.
         Tadeo reclamó:
         -¿Y por qué no me lleva hasta allá? La vía se ve en buen estado-.
         El taxista, cada vez más asustado solo contestó:
         -Es lo más cerca que lo puedo dejar; nadie lo llevaría más adelante-.
         Resignado, el escritor de lo extraño se bajó del taxi, tomó su morral y se quedó contemplando el misterioso camino; intentó caminar pero sus pies se negaban a obedecerlo, por lo que volteó a ver al taxista y le dijo:
         -¿Y cómo le puedo hacer para regresar?-.
         El taxista lo vio con una mirada indefinible y dijo enigmáticamente:
         -Nunca nadie ha regresado de ahí-.
         Y arrancó velozmente.

         Tadeo se cargó su morral y comenzó a caminar lentamente mientras trataba de adivinar con la mirada hasta donde llegaba el camino por el cual circulaba; no se alcanzaba a ver el fin por lo que suspirando, caminó cada vez más deprisa. Había llegado a la terminal de autobuses como a las tres de la tarde y por el trayecto que acaba de recorrer calculaba que era como las cinco de la tarde pues no usaba reloj para comprobarlo; caminó lo que calculó un par de horas hasta que al dar la vuelta en una ligera curva se encontró de frente con un letrero de madera que atravesaba todo el camino a una altura de aproximadamente tres metros que rezaba:
         “San Juan Apóstol”.
         Se sintió como un intruso que está a punto de entrar en una casa ajena y mientras contemplaba las primeras casas del poblado, notó que debajo del letrero había otro debajo donde habían anotado con palabras burdas:
         “Población: 457 habitantes”.
         Sintió escalofríos que le recorrían todo el cuerpo al notar con los últimos rayos del sol que sobre los números alguien había escrito con grandes letras rojas:
“PROHIBIDO MORIR”.
         El miedo le impedía moverse hasta que recordó que estaba ahí para escribir tal vez la mejor historia en su carrera de escritor de lo extraño y lo mejor de todo, encontrar lo que tanto tiempo había buscado, por lo que haciendo acopio de toda su valentía, cruzó el letrero para introducirse en el pueblo.
         Lo primero que notó fue a un par de ancianas quienes, inclinadas sobre de unos matorrales, parecían arrancar hierba de una pequeña parcela al lado del camino; cuando Tadeo pasó junto de ellas, levantaron la mirada contemplándolo un par de segundos para inmediatamente regresar a su labor. El escritor siguió caminando hasta llegar a lo que parecía el centro del pueblo; había una fuente derruida en el centro de la cual se notaba a leguas que había dejado de circular el agua hacia años, sino es que siglos. La observó unos instantes y se sentó para descansar un poco mientras examinaba las casas que rodeaban a la fuente; todas las viviendas se veían humildes y pequeñas, pero lo más llamativo es que la mayoría se veían al borde del colapso pues les faltaban tejas en el techo mientras que las puertas de madera se veían desvencijadas.
         “Es un pueblo en decadencia” pensó. Vio pasar a varios ancianos quienes lo miraban tristemente y seguían su camino; comenzó a darse cuenta que en ese lugar no había gente joven y que si la hubo, lo más lógico era pensar que habían emigrado a las grandes ciudades.
         Con el tiempo se daría cuenta lo equivocado que estaba al respecto.

         Descansó unos quince minutos más hasta que sintió que la tristeza que comenzó a embargarlo desde que entro a San Juan Apóstol se hacía insoportable, por lo que le dijo al primer viejo que pasó frente a él:
         -Buenas tardes señor ¿Me podría decir quien me podría dar alojamiento y comida? Traigo dinero para pagarlo-.
         El anciano lo contempló con mirada enigmática y contestó:
         -El dinero no tiene importancia en este lugar-.
         Y antes de que Tadeo dijera algo, el viejo continuó:
         -Venga; se puede quedar en mi casa-.
         El escritor caminó detrás del lugareño adaptando su paso a la lentitud del caminar de su recién conocido anfitrión hasta que llegaron a una casa igual de derruída que las otras; abrieron la puerta de entrada la cual parecía a punto de deshacerse de lo vieja que estaba y entraron.
         Inmediatamente el instinto de investigador del joven comenzó a trabajar contemplando la estancia de la casa; los pocos muebles que había se veían antiquísimos y en las paredes había unos cuadros bañados en polvo que mostraban una familia compuesta por una pareja con dos niños parecidos al hombre que lo había invitado, por lo que Tadeo comentó amigablemente:
         -¿Es usted y su esposa?-.
         El anciano observó la imagen señalada y contestó tristemente:
         -No; yo soy uno de los niños-.
         El joven se sorprendió por lo que solo atinó a decir:
         -Yo me llamo Tadeo ¿Y usted?-.
         El viejo guardo silencio unos instantes, como si tratara de recordar su propio nombre hasta que dijo secamente:
         -Anselmo-.
         Tadeo sonrió y dijo:
         -Bueno señor Anselmo, le agradezco su hospitalidad; si pudiera darme algo de comer le agradeceré mucho-.
         El anciano se movió lentamente hacia un fogón que se encontraba al fondo de la habitación, lo encendió para calentar una olla que se hallaba sobre él y cuando empezó a humear sirvió una pequeña porción en un plato que le puso al inesperado visitante quien al ver el platillo, inmediatamente se sentó a la mesa; iba a sonreír para agradecer la comida pero sus facciones se congelaron cuando olió lo que estaba a punto de comer. Sus fosas nasales se inundaron de un olor parecido a la humedad; comenzó a comer con recelo evitando las náuseas al darse cuenta que el alimento le sabía a tierra.
         No; de hecho sabía a viejo.
         Era tanta su hambre que se terminó la precaria ración y sin decir alguna palabra, hizo el plato a un lado de él.
         Como don Anselmo se había sentado en una silla desvencijada, Tadeo acercó su propia silla para sentarse frente a él; pensaba comenzar su investigación lo más rápidamente posible y largarse de ese extraño lugar por lo que comenzó a interrogar al anciano:
         -¿Sabe don Anselmo? Yo vengo porque leí un artículo que decía que en este lugar la gente vive por muchos años-.
         El viejo sonrió tímidamente y contestó:
         -Sí; mucha gente ha venido a tratar de comprobar eso-.
         El escritor quiso preguntar más acerca de los anteriores visitantes, pero prefirió decir:
         -¿Entonces es cierto; la gente de por aquí tiene tan buena salud que viven muchos años?-.
         Don Anselmo dijo enigmáticamente:
         -Vivimos muchos años pero lo de la salud es una cosa muy diferente-.
         -¿A qué se refiere?-.
         -Todos estamos llenos de achaques propias de la vejez; no es tan agradable como se oye eso de vivir muchos años-.
         Tadeo insistió:
         -Pero el artículo insinuaba que incluso la gente de aquí no muere; ¿Es verdad?-.
         Don Anselmo, como si le hablara a un niño, exclamó:
         -Mejor no se meta en esas cosas joven; si va a hacer su reportaje, hágalo, pero solo con lo que está a la vista-.
         Y se levantó para traerle un petate a Tadeo para que pudiera pasar la noche; el joven desconcertado se tendió en el suelo junto a su anfitrión y trató de dormir, pensando que no le iba a costar trabajo, tomando en cuenta la larga travesía que tuvo que realizar para llegar a su destino.
         Estaba equivocado.
         El silencio se había apoderado de la noche; a pesar de la vegetación tan exuberante que contempló durante el camino hacia San Juan Apóstol, aquí la hierba se veía igual de decrépita que sus habitantes y en cuanto a animales, Tadeo no había visto ninguno desde que había llegado al poblado, por eso le llamó la atención que en medio de la oscuridad se escuchara con toda claridad sonidos como de seres reptando, pues podía notar el ruido de la tierra al ser raspada por un cuerpo cuando se arrastra; cuando pensaba con temor que tal vez después de todo aquí hubiera víboras y que alguna de ella se le pudiera acercar en busca de calor, el corazón se le detuvo cuando escuchó lejanos lamentos lastimeros.
         Se incorporó en su petate para aguzar el oído intentando en vano calcular la distancia de donde venían tan espeluznantes sonidos pero no pudo; se volvió a acostar para darse cuenta con terror que dichos lamentos se convertían en murmullos.
         Cuando pensó que la situación no podía ser más horrible, la piel se le erizó al darse cuenta que esos sonidos venían de debajo de la tierra.
         Se desmayó.

         Al otro día se levantó con el cuerpo adolorido como si le hubieran dado una paliza; inocentemente trataba de atribuir su condición al hecho de que anteriormente jamás había dormido en el suelo,  pero lo que más le intrigaba era el cansancio que pesaba sobre de su humanidad.
         Desayunó la misma comida horrible del día anterior y le dijo a don Anselmo que si no había ningún problema, quería dar un recorrido por todo el pueblo; aquel simplemente dijo:
         -Cómo usted diga joven-.
         Salió hacia las calles de terracería del poblado el cual, a diferencia del clima extremadamente caluroso de la región, aquí el sol se asomaba tímidamente, lanzando tristes destellos sobre de las casuchas casi inservibles que el joven tenía a la vista.
         A los lados de casi todas las viviendas había una pequeña parcela donde los ancianos se inclinaban trabajosamente para darle mantenimiento a sus plantíos; por más que quiso, Tadeo no pudo identificar qué era lo que había sembrado en los terrenos. Siguió caminando entre las casas, encontrándose de vez en cuando con viejos y viejas que lo miraban por algunos instantes y después seguían su camino; el joven investigador se sentía cada vez más intrigado por las personas que se encontraba a su paso, pues todas ellas tenían la misma mirada.
         Una mirada de tristeza infinita.
         Sacó su cámara digital para tomarles algunas fotos a fin de obtener pruebas de lo que estaba documentando, pero cundo revisaba en la pantalla de su aparato las imágenes, las figuras de los ancianos se veían extrañamente borrosas; se lo atribuyó a la falta de luz así como su inexperiencia en el ramo de la fotografía, por lo que prefirió seguir caminando a todo lo largo del pueblo hasta llegar al extremo de éste, dándose cuenta sorprendido que había llegado a la entrada del panteón.
         Se paró en la entrada decidiéndose a entrar y cuando lo hizo, el miedo y el silencio lo hicieron caminar lentamente entre las tumbas; se acercó a algunas lápidas para leer el mensaje de despedida que se les había puesto a los difuntos para sentir como casi se le doblaban las piernas al leer la fechas de nacimiento y muerte de los finados. Haciendo cálculos mentales todas manejaban cifras de personas que habían vivido ciento veinte, ciento treinta hasta que llegó al único mausoleo del lugar que se encontraba en el fondo del camposanto el cual simplemente tenía escrito en la puerta:
Enoc.
1796-1952.
         Se quedó admirando la sepultura mientras el corazón le brincaba dentro de su pecho buscando una respuesta; trató de consolarse pensando que la ignorancia de los habitantes del pueblo era el motivo por el cual habían puesto esas cifras tan extrañas, pues sabía que estaba perfectamente documentado que solo un puñado de personas en el mundo habían vivido más de los cien años y que incluso a falta de papeles como acta de nacimiento o registros religiosos, en algunas de ellas se desconfiaba de la veracidad de su edad.
         Prefirió dejar a los muertos en paz y regresó a la casa de don Anselmo.
         No se había dado cuenta del paso del tiempo hasta que cuando llegó a la puerta de la entrada de su anfitrión, las sombras de la noche comenzaban a caer sobre él; entró y vio al anciano sentado en la misma silla deteriorada que el día anterior; cuando lo vio entrar quiso levantarse para servirle de comer, pero Tadeo le dijo melancólicamente:
         -No se preocupe, no tengo hambre; solo estoy muy cansado-.
         Y se acostó a dormir.
         Cuando despertó después de una noche infernal acompañada de los mismos ruidos extraños de la noche anterior, se dio cuenta preocupado de que en lugar de sentirse más repuesto, ahora estaba mucho más cansado; prefirió no darle importancia al hecho y siguió con su tarea de investigación, sacando fotos de los habitantes, las casas y los sembradíos que encontraba a su paso. Decidió dejar el panteón al final, pero por la tarde cuando quiso dirigirse hacia él, el cansancio no se lo permitió.
         Se sentó en una piedra que encontró en el camino para respirar sofocadamente; estaba extremadamente confundido tonado en cuenta su buena condición física; no tomaba ni tampoco fumaba por lo que no sabía que le estaba sucediendo a su cuerpo al cual cada vez le costaba más obedecer las órdenes que le enviaba su cerebro. Tal vez la extraña dieta que estaba llevando ahora, comiendo quien sabe qué cosa, estaba provocando que su cuerpo no recibiera los nutrientes necesarios para poder subsistir.
         Esa noche, cuando llegó con don Anselmo, decidió interrogarlo:
         -Quisiera hacerle algunas preguntas y si no le molesta, las voy a grabar-.
         Como el anciano no contestara nada, encendió su grabadora y comenzó a cuestionarlo:
         -¿Cuántos años tiene usted?-.
         Con aire cansino, el viejo contestó:
         -Si mal no recuerdo, tengo ciento diez y siete años-.
         El joven prosiguió, cada vez más asustado:
         -¿Desde hace cuánto tiempo vive en este pueblo?-.
         -Toda mi vida-.
         -¿Y sus vecinos?-.
         -Lo mismo-.
         -¿Por qué no hay gente joven?-.
         Don Anselmo sonrió melancólicamente, como si recordara una época más agradable y contestó:
         -Todos fuimos jóvenes alguna vez, pero ahora ya no-.
         -Pero; ¿Nadie ha tenido hijos durante este tiempo?-.
         -Los que fuimos jóvenes ahora ya somos ancianos; demasiado viejos para tener hijos-. Y antes de que el escritor dijera algo, continuó. –Tal vez sea mejor así-.
         Prefirió cambiar el rumbo de la conversación:
         -Veo que todos ustedes usan ropa muy desgastada, casi harapos; ¿Qué pasa si necesitan más ropa o alguna otra cosa que no les de la tierra?-.
         -Aquí tenemos todo lo que necesitamos; cuando uno es viejo se dejan de desear muchas cosas-.
         -¿Y si necesitan un doctor?-.
         -Nadie se ha enfermado desde hace muchos años-.
         Tadeo se dio cuenta que había llegado el momento de hacer la pregunta más importante, por lo que dijo con temor en la voz:
         -¿Quién fue Enoc?-.
         El anciano sonrió amargamente y contestó:
         -Fue el primer habitante del pueblo-. Y haciendo una extraña mueca de repulsión, añadió. –Y fue el iniciador de todo-.
         El investigador, más y más intrigado, dijo:
         -Pero entonces aquí la gente si se muere ¿Verdad? Viven muchos años pero eventualmente llegan a morir-.
         El viejo lo miró directamente a los ojos como queriendo confesar algo pero bajando la mirada contestó:
         -Más o menos-.
         Tadeo iba a preguntar algo más pero la respuesta le llegó en forma de campanadas que se escucharon a lo lejos; abrió los ojos sorprendido y exclamó:
         -¿Qué es eso?-.
         Don Anselmo se levantó cansadamente para tomar su raído sombrero mientras contestaba:
         -Es la campana de la iglesia que llama a muerto-.
         Y salió de su casa acompañado del joven quien se sorprendió al ver pasar el cortejo fúnebre; cuatro ancianos cargaban trabajosamente una simple caja de madera, mientras un sinfín de viejos y viejas trabajosamente caminaban detrás del féretro. Algunos cargaban ramos de flores marchitas entre las manos, mientras otros se detenían por momentos intentando descansar de la caminata.
         Tadeo sintió compasión por ellos por lo que dentro de su propio cansancio se acercó a las personas que cargaban el ataúd y sonriendo a uno de ellos se puso en su lugar para cargar con el difunto; se acomodó la caja lo mejor que pudo sobre de su hombro izquierdo sorprendido de la falta de peso de la caja. Le sorprendía el hecho de que a pesar de que se sentía extremadamente cansado desde que había llegado al poblado, ahora podía caminar tranquilamente con el ataúd sobre de él.
         La fúnebre procesión llegó al panteón donde ya había una fosa abierta; los ancianos bajaron con dificultad la caja y comenzaron a palear hasta que dejaron el sencillo ataúd tapado con tierra mientras las mujeres depositaban sus secas flores sobre la tierra removida. Una vez que cayó la última decadente flor, todos comenzaron a retirarse hasta que solo se quedaron don Anselmo y Tadeo frente a la tumba. El anciano volteó a ver al joven y poniéndose su sombrero se dio la media vuelta dejando a Tadeo sumamente intrigado por lo que acababa de experimentar.
         Por un  lado, no dejaba de llamarle la atención la ligereza de la caja del difunto que había transportado; pensaba sin convencerse a sí mismo que tal vez era debido a que como seguramente era un anciano como todos los demás, su cuerpo pesaba muy poco, pero aun así la falta de peso le preocupaba.
         Por otro lado, no entendía porque la fosa para enterrar la caja no sobrepasaba la altura de ésta, de tal manera que la tierra que le arrojaron encima casi quedó al ras del piso; tal vez dentro de su falta de cultura, los habitantes del pueblo no sabían que los muertos se deben de enterrar a un mínimo de dos metros para que la descomposición del cadáver no afecte a los vivos, o quizás era lo más que podían escarbar los ancianos.
         ¿O era otra cosa?
         Decidió irse a dormir sin dejar de pensar en el asunto.

         Los días siguieron pasando para el investigador, quien seguía buscando el motivo por el cual los pobladores de San Juan Apóstol vivían tantos años; no sabía si era debido al clima del lugar, la comida tan asquerosa que consumían a la cual él también comenzaba a acostumbrarse o incluso el agua, la cual para su gusto tenía un sabor muy diferente a la que normalmente tomaba en las botellas compradas en centros comerciales. Ésta última le sabía deliciosa principalmente cuando la consumía después de hacer ejercicio, a diferencia del agua de este lugar, la cual por más que la tomaba siempre le quedaba una sensación de sed dentro de él.
         Por otro lado, estaba la actitud taciturna de los ancianos; cavilaba que si una persona vivía muchos años era motivo de alegría, pues uno de los sueños más grandes del ser humano es vivir por siempre, pero cuando intentó entrevistarlos para saber sus impresiones al respecto, simplemente le sonreían tímidamente y guardaban silencio.
         Era como si estuvieran cansados de vivir.
         Todo lo anterior lo intrigaba sobremanera; sin embargo, había algo que de verdad le preocupaba.
         Cada día que pasaba aumentaba su cansancio, de tal manera que los últimos días incluso habían comenzado a dolerle todas las articulaciones del cuerpo lo que le provocaba que comenzara a caminar encorvado; pero lo peor de todo era que el pelo se le había comenzado a caer. Recordaba que en su familia no había habido casos de calvicie por lo que no atinaba a encontrar el motivo de su nuevo aspecto.
         Lo peor fue cuando se acercó a un riachuelo para enjuagarse la cara; se inclinó sobre del agua para notar asustado que habían comenzado a salirle canas.
         Se levantó aterrorizado pues sabía que a sus veinte y cinco años era casi imposible que su pelo perdiera el color, y más con la rapidez con la que le ocurría; se volvió a inclinar para notar con espanto que alrededor de los ojos y la boca se le notaban algunas arrugas mientras que su piel había tomado un tono cenizo.
         ¿Se estaría contagiando de algo?
         Tenía la certeza de que la clave de todo estaba en la tumba del recién fallecido por lo que esa noche estaba decidido a salir de dudas acerca de lo que le estaba pasando.

         En medio de la oscuridad en cuanto escuchó la suave respiración de don Anselmo, Tadeo se dio cuenta que era el momento esperado. Se levantó intentando no hacer ruido y tomando la vela que estaba sobre de la mesa, salió sigilosamente de la casa; buscó al lado de la puerta hasta que encontró una pala que había visto el día anterior y cuando la tuvo entre sus manos, comenzó a caminar lentamente hacia el panteón.
         Llegó ante la tumba recientemente utilizada y encendió la vela mientras la contemplaba.
         ¿Estaba dispuesto a profanar un sagrado sepulcro sólo para satisfacer su curiosidad?
         Sabía que ahora era cuestión de vida o muerte por lo que hizo acopio de todo su valor y comenzó a excavar trabajosamente, deteniéndose por momentos para descansar; algunas semanas atrás la hubiera abierto sin problemas pero ahora cada que paleaba, todo su cuerpo protestaba por el esfuerzo utilizado. Siguió cavando hasta que descubrió la caja del difunto; se enjuagó el sudor con su playera y poniéndose de rodillas desató la sencilla cuerda que servía de cerradura del ataúd para abrirlo lentamente mientras acercaba la vela para ver mejor.
         Estaba vacía.
         En lugar de respuestas encontró más preguntas.
         No estaba seguro de que esperaba hallar dentro de la caja, pero ahora que había comprobado su contenido, su mente era un caos.
         ¿Lo habían sacado o siempre estuvo vació?
         ¿Esta gente padecía demencia senil y les gustaba jugar al entierro?
         Y lo más importante:
         ¿Dónde estaba el cuerpo?
         Seguía reflexionando al respecto cuando de repente escuchó unos suaves pasos entre la hierba; levantó la vela rápidamente pero se tranquilizó al ver que era don Anselmo, quien se sentó en una piedra junto a él y dijo con voz triste:
         -No podía dejar de buscar la vida eterna ¿Verdad joven?-.
         Tadeo sintió como la furia se apoderaba de él y comenzó a gritar:
         -¡Sí; pero por lo que se ve, aquí todos están locos!-. Y señalando el sepulcro recién abierto, continuó. -¡Enterrar cajas vacías; eso es de dementes!-.
         Apretó fuertemente la mandíbula y cuando abrió la boca uno de sus dientes cayó frente a él; Tadeo lo vio asombrado y siguió vociferando:
         -¿Lo ve? ¡Algo aquí les está dañando el cuerpo y la mente porque ya no razonan como seres humanos!-. Contempló el diente caído y exclamó. –Se me cae el pelo, me salen canas y ahora hasta pierdo los dientes como si fuera…-.
         Los ojos casi se le salen de las órbitas al darse cuenta de lo que estaba a punto de decir, por lo que don Anselmo amablemente continuó por él:
         -…Un anciano ¿Verdad?-.
         El viejo se levantó trabajosamente y le dijo:
         -¿Quiere saber la verdad? Acompáñeme-.
         El investigador lo siguió como manso cordero dándose cuenta con horror que se dirigían al mausoleo de Enoc; cuando llegaron a la reja  de entrada, don Anselmo la abrió tranquilamente. Ambos entraron y cuando el viejo tomo una lámpara de aceite y la encendió, el corazón de Tadeo brincó al ver en medio de la estancia un ataúd desvencijado por el paso del tiempo.
         Dijo asustado:
         -¿Es el féretro de Enoc?-.
         El viejo levantó más la lámpara para alumbrar el lugar y dijo:
         -Sí; el iniciador de todo-.
         Tadeo comentó:
         -Y supongo que ahora sí me va a platicar toda la historia ¿No?-.
         Don Anselmo lo contempló por algunos segundos y comenzó su relato:
         -“Enoc era un joven como tú, que buscaba la eterna juventud; buscó por todos lados hasta que en un libro maldito encontró la respuesta. Hizo un pacto con un ser tan horrible cuyo nombre me niego a repetir…”-. Hizo un gesto de espanto, pero tomando aire, continuó. –“…El ser le dio lo que quería, pero llegó un momento que eso no fue suficiente para Enoc, pues también quería el poder que ostentaba el demonio que le dio tal regalo…”-.
         Tadeo lo interrumpió diciendo:
         -El poder de dar vida eterna-.
         Don Anselmo afirmó tristemente:
         -Así es; buscaba conseguir riquezas a cambio de otorgar su poder a las personas, pero cuando el ser se dio cuenta de lo que quería, le lanzó una maldición-.
         El investigador, tratando de controlar su terror, preguntó con voz temblorosa:
         -¿Cuál?-.
         El viejo contestó con una mueca de asco:
         -Enoc iba a tener vida eterna, pero no juventud; viviría por siempre pero su cuerpo se iba a deteriorar. Fue maldecido él y la tierra donde nació-. Una lágrima comenzó a escurrirle por su arrugada mejilla y completó. –Así como nosotros-.
         Tadeo se sentía al borde de la locura pues no podía creer lo que sus oídos escuchaban; no entendía como algo que podría que ser un don se pudiera convertir en una maldición.
         Pero lo peor estaba por venir.
         Preguntó:
         -Pero entonces; ¿Qué hay del entierro falso?-.
         El viejo dijo incómodo:
         -Cuando uno de nosotros se siente demasiado cansado para vivir, les avisa a los demás quienes le organizamos un falso sepelio como un homenaje a su vida; enterramos una caja con su nombre y le ponemos su lápida-.
         Tadeo exclamó:
         -Pero si no pueden morir; ¿Qué pasa con ellos?-.
         Don Anselmo no le contestó; simplemente se acercó a la parte de la cabecera del féretro de Enoc para inclinarse en el suelo y levantar una puerta de madera. Para asombro del investigador, en cuanto dicha puerta fue abierta, inmediatamente comenzaron a oírse los lamentos y murmullos que lo habían aterrorizado todas las noches desde que había llegado al poblado. El viejo alumbró la entrada que había estado tapada con la puerta para mostrar una escalera de piedra que descendía; comenzó a bajar mientras le decía a Tadeo:
         -Acompáñeme-.
         El buscador de la vida eterna con el cerebro bloqueado de la impresión, simplemente bajó los escalones detrás del viejo y conforme descendían más, los murmullos provenientes de abajo iban acallándose; cuando llegaron a terreno firme, don Anselmo levantó la lámpara para alumbrar el lugar.
         Tadeo pensó que había descendido al infierno.
         Unas sombras que se hallaban al fondo de la cueva se fueron acercando y cuando el haz de luz de la lámpara dio sobre de ellas, el escritor vio con horror que eran unas momias que se movían lentamente hacia ellos; su piel tenía un aspecto oscuro y acartonado y la mayoría carecía de dientes y pelo lo que les daba un aspecto más horrendo. Algunas trataban de hablar pero solo salían gemidos de sus gargantas; caminaban trabajosamente e incluso algunas rengueaban levantando las manos en dirección de los inesperados visitantes. El investigador notó que a los lados de la caverna habían más momias que no se podían levantar por lo que solo alzaban sus manos mirándolo con ojos de tristeza.
         Tadeo dijo horrorizado:
         -¡Pero qué es todo esto!-.
         Don Anselmo dijo tranquilamente:
         -Es el fin de todas las cosas-.
         Y antes de recibir una respuesta, explicó:
         -Como te dije antes podemos vivir eternamente, pero nuestro cuerpo se sigue deteriorando, así que cuando alguien ya no quiere estar entre los vivos lo traemos a este lugar-.
         Tadeo con lágrimas en los ojos, preguntó:
         -¿Y cuánto tiempo están aquí?-.
         El anciano alumbró un rincón de la cueva y dijo:
         -Hasta que sucede esto-.
         El investigador contempló lo que el viejo había alumbrado; unos pedazos de huesos sobre de los cuales había una calavera que solo tenía un ojo el cual observaba detenidamente a Tadeo.
Don Anselmo dijo proféticamente:
         -“Polvo eres y en polvo te convertirás”-.
         El ahora anciano dijo desesperado mientras veía como algunas momias se acercaban trabajosamente hacia ellos:
         -¿Pero por qué no se van de esta tierra maldita?-.
         El viejo dijo tristemente:
         -¿Huir a dónde? No hay lugar en este mundo para escapar de la eternidad-.
         Cuando las momias estaban a punto de tocar a Tadeo, éste dijo aterrado:
         -¿Y por qué me está diciendo todo esto?-.
         Don Anselmo sonrió lúgubremente y respondió:
         -Porque ahora tú eres uno de nosotros-.
         Y apagó la lámpara de un soplido.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario