Tadeo
siempre había sigo un apasionado de las cosas fuera de lo común; desde pequeño
cuando sus compañeritos de la escuela gustaban de comprar comics de
superhéroes, él siempre compraba revistas donde se hablara de temas extraordinarios;
desde lo macabro hasta ovnis, muertes espeluznantes, desapariciones de
personas, seres extraños cuya existencia jamás se había podido comprobar, entre
otras cosas igual de inverosímiles. Una vez que llegó a la edad adulta, buscó
por todos los medios posibles participar en las publicaciones tanto físicas
como en línea escribiendo acerca de esos temas.
En
la actualidad, escribía para un magazine que se publicaba cada mes y que
trataba todos los tópicos que él amaba; se documentaba lo más que podía acerca
de algo y comenzaba a escribir para después mandar su contribución a la
publicación. Se había hecho de un nombre dentro del mundo de lo misterioso.
Pero
no se sentía satisfecho.
En
el fondo lo que siempre había buscado algo que hasta la fecha no había podido
encontrar.
La
inmortalidad.
Hacía
ejercicio, llevaba una vida extremadamente saludable y sin vicios así como una dieta diseñada
específicamente para él por un caro nutriólogo que había contratado. Además,
consumía cualquier producto que según se decía, retrasaba la vejez, pero con
desilusión se daba cuenta que él no quería retrasar el tiempo.
Él
quería vivir eternamente.
Leyó
e investigó infinidad de historias al respecto; la fuente de la eterna
juventud, razas antiguas que vivían por cientos de años en la Tierra para
después irse a vivir a un planeta remoto de la vía láctea, pero nada le daba la
respuesta que buscaba.
Hasta
que le llegó la oportunidad de su vida.
Resulta
que encontró en una de las páginas de internet de su preferencia una pequeña
mención de un poblado en el sur del país donde la gente no moría, pues incluso
llegaban a vivir más de cien años; el artículo iba acompañado de un par de
fotos donde se veían personas extremadamente ancianas que mostraban una sonrisa
tímida exhibiendo una boca sin un solo diente. Tadeo se emocionó pues pensó que
en este caso sí podía ir a investigar personalmente, por lo que buscó en Google
Maps la ubicación del poblado e inmediatamente se fue a reservar un pasaje de
camión para llegar a dicho lugar.
Cuando
bajó del autobús después de cinco horas de ajetreado viaje, inmediatamente se
dirigió a la base de taxis que se encontraba afuera de la terminal, donde los
choferes casi obligaban a los pasajeros a subir a sus unidades; en cuanto Tadeo
se acercó a uno de ellos, éste ofreció sus servicios pero cuando el joven le
dijo a donde tenía pesando ir, al chofer se le borró la sonrisa del rostro y
dijo con tono serio:
-¿Y
por qué quiere ir allá joven; tiene parientes en ese pueblo?-.
Tadeo
contestó desconcertado:
-Pues
no; en realidad quiero ir a hacer una investigación acerca de los pobladores-.
Los
demás choferes se acercaron y le recomendaron preocupados:
-Usted
no sabe en lo que se mete; mejor regrese por donde vino y olvídese del asunto-.
El
escritor cada vez se emocionaba más, pues sabía que si la gente mostraba miedo
acerca de algún tema era porque valía la pena investigarlo, por lo que exclamó
decidido:
-No
se preocupen que yo a esto me dedico; solo necesito saber quién me puede
llevar-.
Los
choferes se alejaron de él e hicieron un círculo entre ellos para dialogar;
Tadeo solo escuchaba exclamaciones tales como: “Yo ni loco voy para allá”, “A
mí ni me miren”, “Dios me ampare si voy” y cuando creyó que nadie lo llevaría,
se le acercó un hombre como de cincuenta años quien resignadamente le dijo:
-Venga
joven, yo lo llevaré-.
Tadeo
sonrió triunfalmente y comentó:
-¿Usted
es el más valiente de todos?-.
El
chofer, antes de subirse a su unidad, dijo tristemente:
-No;
simplemente soy el que más necesita el dinero-.
Y
arrancó el coche con el escritor de copiloto.
Recorrieron
la carretera aproximadamente una hora en silencio y cuando Tadeo estuvo a punto
de preguntar si faltaba mucho, el taxi se metió en una vía secundaría en muy
mal estado y a cuyos lados se alzaba una exuberante vegetación que en lugar de
darle al paisaje una imagen idílica, lo hacía más siniestro; el joven, pensando
que estaban a punto de llegar a su destino se asombró al darse cuenta que
todavía recorrieron una hora más de camino y mientras daba tumbos dentro del
taxi, comentó para aligerar el ambiente lúgubre que se cernía entre ambos:
-Está
un poco lejos el poblado ¿Verdad?-.
El
taxista dijo incómodo:
-No
tanto como uno quisiera-.
Tadeo
añadió:
-¿Y
por qué nadie quiere ir a ese lugar?-.
El
cincuentón solo contestó:
-Usted
se dará cuenta cuando llegue ahí-.
En
eso, el taxi se detuvo y antes de que Tadeo dijera algo, el taxista señaló
hacia su derecha donde se veía un camino de terracería y exclamó:
-El
pueblo que usted busca está al final de este camino-.
Tadeo
reclamó:
-¿Y
por qué no me lleva hasta allá? La vía se ve en buen estado-.
El
taxista, cada vez más asustado solo contestó:
-Es
lo más cerca que lo puedo dejar; nadie lo llevaría más adelante-.
Resignado,
el escritor de lo extraño se bajó del taxi, tomó su morral y se quedó
contemplando el misterioso camino; intentó caminar pero sus pies se negaban a
obedecerlo, por lo que volteó a ver al taxista y le dijo:
-¿Y
cómo le puedo hacer para regresar?-.
El
taxista lo vio con una mirada indefinible y dijo enigmáticamente:
-Nunca
nadie ha regresado de ahí-.
Y
arrancó velozmente.
Tadeo
se cargó su morral y comenzó a caminar lentamente mientras trataba de adivinar
con la mirada hasta donde llegaba el camino por el cual circulaba; no se
alcanzaba a ver el fin por lo que suspirando, caminó cada vez más deprisa.
Había llegado a la terminal de autobuses como a las tres de la tarde y por el
trayecto que acaba de recorrer calculaba que era como las cinco de la tarde
pues no usaba reloj para comprobarlo; caminó lo que calculó un par de horas
hasta que al dar la vuelta en una ligera curva se encontró de frente con un
letrero de madera que atravesaba todo el camino a una altura de aproximadamente
tres metros que rezaba:
“San
Juan Apóstol”.
Se
sintió como un intruso que está a punto de entrar en una casa ajena y mientras
contemplaba las primeras casas del poblado, notó que debajo del letrero había
otro debajo donde habían anotado con palabras burdas:
“Población:
457 habitantes”.
Sintió
escalofríos que le recorrían todo el cuerpo al notar con los últimos rayos del
sol que sobre los números alguien había escrito con grandes letras rojas:
“PROHIBIDO MORIR”.
El
miedo le impedía moverse hasta que recordó que estaba ahí para escribir tal vez
la mejor historia en su carrera de escritor de lo extraño y lo mejor de todo,
encontrar lo que tanto tiempo había buscado, por lo que haciendo acopio de toda
su valentía, cruzó el letrero para introducirse en el pueblo.
Lo
primero que notó fue a un par de ancianas quienes, inclinadas sobre de unos
matorrales, parecían arrancar hierba de una pequeña parcela al lado del camino;
cuando Tadeo pasó junto de ellas, levantaron la mirada contemplándolo un par de
segundos para inmediatamente regresar a su labor. El escritor siguió caminando
hasta llegar a lo que parecía el centro del pueblo; había una fuente derruida
en el centro de la cual se notaba a leguas que había dejado de circular el agua
hacia años, sino es que siglos. La observó unos instantes y se sentó para
descansar un poco mientras examinaba las casas que rodeaban a la fuente; todas
las viviendas se veían humildes y pequeñas, pero lo más llamativo es que la
mayoría se veían al borde del colapso pues les faltaban tejas en el techo
mientras que las puertas de madera se veían desvencijadas.
“Es
un pueblo en decadencia” pensó. Vio pasar a varios ancianos quienes lo miraban
tristemente y seguían su camino; comenzó a darse cuenta que en ese lugar no
había gente joven y que si la hubo, lo más lógico era pensar que habían
emigrado a las grandes ciudades.
Con
el tiempo se daría cuenta lo equivocado que estaba al respecto.
Descansó
unos quince minutos más hasta que sintió que la tristeza que comenzó a
embargarlo desde que entro a San Juan Apóstol se hacía insoportable, por lo que
le dijo al primer viejo que pasó frente a él:
-Buenas
tardes señor ¿Me podría decir quien me podría dar alojamiento y comida? Traigo
dinero para pagarlo-.
El
anciano lo contempló con mirada enigmática y contestó:
-El
dinero no tiene importancia en este lugar-.
Y
antes de que Tadeo dijera algo, el viejo continuó:
-Venga;
se puede quedar en mi casa-.
El
escritor caminó detrás del lugareño adaptando su paso a la lentitud del caminar
de su recién conocido anfitrión hasta que llegaron a una casa igual de derruída
que las otras; abrieron la puerta de entrada la cual parecía a punto de
deshacerse de lo vieja que estaba y entraron.
Inmediatamente
el instinto de investigador del joven comenzó a trabajar contemplando la
estancia de la casa; los pocos muebles que había se veían antiquísimos y en las
paredes había unos cuadros bañados en polvo que mostraban una familia compuesta
por una pareja con dos niños parecidos al hombre que lo había invitado, por lo
que Tadeo comentó amigablemente:
-¿Es
usted y su esposa?-.
El
anciano observó la imagen señalada y contestó tristemente:
-No;
yo soy uno de los niños-.
El
joven se sorprendió por lo que solo atinó a decir:
-Yo
me llamo Tadeo ¿Y usted?-.
El
viejo guardo silencio unos instantes, como si tratara de recordar su propio
nombre hasta que dijo secamente:
-Anselmo-.
Tadeo
sonrió y dijo:
-Bueno
señor Anselmo, le agradezco su hospitalidad; si pudiera darme algo de comer le
agradeceré mucho-.
El
anciano se movió lentamente hacia un fogón que se encontraba al fondo de la
habitación, lo encendió para calentar una olla que se hallaba sobre él y cuando
empezó a humear sirvió una pequeña porción en un plato que le puso al
inesperado visitante quien al ver el platillo, inmediatamente se sentó a la
mesa; iba a sonreír para agradecer la comida pero sus facciones se congelaron
cuando olió lo que estaba a punto de comer. Sus fosas nasales se inundaron de un
olor parecido a la humedad; comenzó a comer con recelo evitando las náuseas al
darse cuenta que el alimento le sabía a tierra.
No;
de hecho sabía a viejo.
Era
tanta su hambre que se terminó la precaria ración y sin decir alguna palabra,
hizo el plato a un lado de él.
Como
don Anselmo se había sentado en una silla desvencijada, Tadeo acercó su propia
silla para sentarse frente a él; pensaba comenzar su investigación lo más
rápidamente posible y largarse de ese extraño lugar por lo que comenzó a
interrogar al anciano:
-¿Sabe
don Anselmo? Yo vengo porque leí un artículo que decía que en este lugar la
gente vive por muchos años-.
El
viejo sonrió tímidamente y contestó:
-Sí;
mucha gente ha venido a tratar de comprobar eso-.
El
escritor quiso preguntar más acerca de los anteriores visitantes, pero prefirió
decir:
-¿Entonces
es cierto; la gente de por aquí tiene tan buena salud que viven muchos años?-.
Don
Anselmo dijo enigmáticamente:
-Vivimos
muchos años pero lo de la salud es una cosa muy diferente-.
-¿A
qué se refiere?-.
-Todos
estamos llenos de achaques propias de la vejez; no es tan agradable como se oye
eso de vivir muchos años-.
Tadeo
insistió:
-Pero
el artículo insinuaba que incluso la gente de aquí no muere; ¿Es verdad?-.
Don
Anselmo, como si le hablara a un niño, exclamó:
-Mejor
no se meta en esas cosas joven; si va a hacer su reportaje, hágalo, pero solo
con lo que está a la vista-.
Y
se levantó para traerle un petate a Tadeo para que pudiera pasar la noche; el
joven desconcertado se tendió en el suelo junto a su anfitrión y trató de
dormir, pensando que no le iba a costar trabajo, tomando en cuenta la larga
travesía que tuvo que realizar para llegar a su destino.
Estaba
equivocado.
El
silencio se había apoderado de la noche; a pesar de la vegetación tan
exuberante que contempló durante el camino hacia San Juan Apóstol, aquí la
hierba se veía igual de decrépita que sus habitantes y en cuanto a animales,
Tadeo no había visto ninguno desde que había llegado al poblado, por eso le
llamó la atención que en medio de la oscuridad se escuchara con toda claridad
sonidos como de seres reptando, pues podía notar el ruido de la tierra al ser
raspada por un cuerpo cuando se arrastra; cuando pensaba con temor que tal vez
después de todo aquí hubiera víboras y que alguna de ella se le pudiera acercar
en busca de calor, el corazón se le detuvo cuando escuchó lejanos lamentos
lastimeros.
Se
incorporó en su petate para aguzar el oído intentando en vano calcular la
distancia de donde venían tan espeluznantes sonidos pero no pudo; se volvió a
acostar para darse cuenta con terror que dichos lamentos se convertían en
murmullos.
Cuando
pensó que la situación no podía ser más horrible, la piel se le erizó al darse
cuenta que esos sonidos venían de debajo de la tierra.
Se
desmayó.
Al
otro día se levantó con el cuerpo adolorido como si le hubieran dado una
paliza; inocentemente trataba de atribuir su condición al hecho de que
anteriormente jamás había dormido en el suelo,
pero lo que más le intrigaba era el cansancio que pesaba sobre de su
humanidad.
Desayunó
la misma comida horrible del día anterior y le dijo a don Anselmo que si no
había ningún problema, quería dar un recorrido por todo el pueblo; aquel
simplemente dijo:
-Cómo
usted diga joven-.
Salió
hacia las calles de terracería del poblado el cual, a diferencia del clima
extremadamente caluroso de la región, aquí el sol se asomaba tímidamente,
lanzando tristes destellos sobre de las casuchas casi inservibles que el joven
tenía a la vista.
A
los lados de casi todas las viviendas había una pequeña parcela donde los
ancianos se inclinaban trabajosamente para darle mantenimiento a sus plantíos;
por más que quiso, Tadeo no pudo identificar qué era lo que había sembrado en
los terrenos. Siguió caminando entre las casas, encontrándose de vez en cuando
con viejos y viejas que lo miraban por algunos instantes y después seguían su
camino; el joven investigador se sentía cada vez más intrigado por las personas
que se encontraba a su paso, pues todas ellas tenían la misma mirada.
Una
mirada de tristeza infinita.
Sacó
su cámara digital para tomarles algunas fotos a fin de obtener pruebas de lo
que estaba documentando, pero cundo revisaba en la pantalla de su aparato las
imágenes, las figuras de los ancianos se veían extrañamente borrosas; se lo
atribuyó a la falta de luz así como su inexperiencia en el ramo de la
fotografía, por lo que prefirió seguir caminando a todo lo largo del pueblo
hasta llegar al extremo de éste, dándose cuenta sorprendido que había llegado a
la entrada del panteón.
Se
paró en la entrada decidiéndose a entrar y cuando lo hizo, el miedo y el
silencio lo hicieron caminar lentamente entre las tumbas; se acercó a algunas
lápidas para leer el mensaje de despedida que se les había puesto a los
difuntos para sentir como casi se le doblaban las piernas al leer la fechas de
nacimiento y muerte de los finados. Haciendo cálculos mentales todas manejaban
cifras de personas que habían vivido ciento veinte, ciento treinta hasta que llegó
al único mausoleo del lugar que se encontraba en el fondo del camposanto el
cual simplemente tenía escrito en la puerta:
Enoc.
1796-1952.
Se
quedó admirando la sepultura mientras el corazón le brincaba dentro de su pecho
buscando una respuesta; trató de consolarse pensando que la ignorancia de los
habitantes del pueblo era el motivo por el cual habían puesto esas cifras tan
extrañas, pues sabía que estaba perfectamente documentado que solo un puñado de
personas en el mundo habían vivido más de los cien años y que incluso a falta
de papeles como acta de nacimiento o registros religiosos, en algunas de ellas
se desconfiaba de la veracidad de su edad.
Prefirió
dejar a los muertos en paz y regresó a la casa de don Anselmo.
No
se había dado cuenta del paso del tiempo hasta que cuando llegó a la puerta de
la entrada de su anfitrión, las sombras de la noche comenzaban a caer sobre él;
entró y vio al anciano sentado en la misma silla deteriorada que el día
anterior; cuando lo vio entrar quiso levantarse para servirle de comer, pero
Tadeo le dijo melancólicamente:
-No
se preocupe, no tengo hambre; solo estoy muy cansado-.
Y
se acostó a dormir.
Cuando
despertó después de una noche infernal acompañada de los mismos ruidos extraños
de la noche anterior, se dio cuenta preocupado de que en lugar de sentirse más
repuesto, ahora estaba mucho más cansado; prefirió no darle importancia al
hecho y siguió con su tarea de investigación, sacando fotos de los habitantes,
las casas y los sembradíos que encontraba a su paso. Decidió dejar el panteón
al final, pero por la tarde cuando quiso dirigirse hacia él, el cansancio no se
lo permitió.
Se
sentó en una piedra que encontró en el camino para respirar sofocadamente;
estaba extremadamente confundido tonado en cuenta su buena condición física; no
tomaba ni tampoco fumaba por lo que no sabía que le estaba sucediendo a su
cuerpo al cual cada vez le costaba más obedecer las órdenes que le enviaba su
cerebro. Tal vez la extraña dieta que estaba llevando ahora, comiendo quien
sabe qué cosa, estaba provocando que su cuerpo no recibiera los nutrientes
necesarios para poder subsistir.
Esa
noche, cuando llegó con don Anselmo, decidió interrogarlo:
-Quisiera
hacerle algunas preguntas y si no le molesta, las voy a grabar-.
Como
el anciano no contestara nada, encendió su grabadora y comenzó a cuestionarlo:
-¿Cuántos
años tiene usted?-.
Con
aire cansino, el viejo contestó:
-Si
mal no recuerdo, tengo ciento diez y siete años-.
El
joven prosiguió, cada vez más asustado:
-¿Desde
hace cuánto tiempo vive en este pueblo?-.
-Toda
mi vida-.
-¿Y
sus vecinos?-.
-Lo
mismo-.
-¿Por
qué no hay gente joven?-.
Don
Anselmo sonrió melancólicamente, como si recordara una época más agradable y
contestó:
-Todos
fuimos jóvenes alguna vez, pero ahora ya no-.
-Pero;
¿Nadie ha tenido hijos durante este tiempo?-.
-Los
que fuimos jóvenes ahora ya somos ancianos; demasiado viejos para tener hijos-.
Y antes de que el escritor dijera algo, continuó. –Tal vez sea mejor así-.
Prefirió
cambiar el rumbo de la conversación:
-Veo
que todos ustedes usan ropa muy desgastada, casi harapos; ¿Qué pasa si
necesitan más ropa o alguna otra cosa que no les de la tierra?-.
-Aquí
tenemos todo lo que necesitamos; cuando uno es viejo se dejan de desear muchas
cosas-.
-¿Y
si necesitan un doctor?-.
-Nadie
se ha enfermado desde hace muchos años-.
Tadeo
se dio cuenta que había llegado el momento de hacer la pregunta más importante,
por lo que dijo con temor en la voz:
-¿Quién
fue Enoc?-.
El
anciano sonrió amargamente y contestó:
-Fue
el primer habitante del pueblo-. Y haciendo una extraña mueca de repulsión,
añadió. –Y fue el iniciador de todo-.
El
investigador, más y más intrigado, dijo:
-Pero
entonces aquí la gente si se muere ¿Verdad? Viven muchos años pero
eventualmente llegan a morir-.
El
viejo lo miró directamente a los ojos como queriendo confesar algo pero bajando
la mirada contestó:
-Más
o menos-.
Tadeo
iba a preguntar algo más pero la respuesta le llegó en forma de campanadas que
se escucharon a lo lejos; abrió los ojos sorprendido y exclamó:
-¿Qué
es eso?-.
Don
Anselmo se levantó cansadamente para tomar su raído sombrero mientras
contestaba:
-Es
la campana de la iglesia que llama a muerto-.
Y
salió de su casa acompañado del joven quien se sorprendió al ver pasar el
cortejo fúnebre; cuatro ancianos cargaban trabajosamente una simple caja de
madera, mientras un sinfín de viejos y viejas trabajosamente caminaban detrás
del féretro. Algunos cargaban ramos de flores marchitas entre las manos,
mientras otros se detenían por momentos intentando descansar de la caminata.
Tadeo
sintió compasión por ellos por lo que dentro de su propio cansancio se acercó a
las personas que cargaban el ataúd y sonriendo a uno de ellos se puso en su
lugar para cargar con el difunto; se acomodó la caja lo mejor que pudo sobre de
su hombro izquierdo sorprendido de la falta de peso de la caja. Le sorprendía
el hecho de que a pesar de que se sentía extremadamente cansado desde que había
llegado al poblado, ahora podía caminar tranquilamente con el ataúd sobre de
él.
La
fúnebre procesión llegó al panteón donde ya había una fosa abierta; los
ancianos bajaron con dificultad la caja y comenzaron a palear hasta que dejaron
el sencillo ataúd tapado con tierra mientras las mujeres depositaban sus secas
flores sobre la tierra removida. Una vez que cayó la última decadente flor,
todos comenzaron a retirarse hasta que solo se quedaron don Anselmo y Tadeo
frente a la tumba. El anciano volteó a ver al joven y poniéndose su sombrero se
dio la media vuelta dejando a Tadeo sumamente intrigado por lo que acababa de
experimentar.
Por
un lado, no dejaba de llamarle la
atención la ligereza de la caja del difunto que había transportado; pensaba sin
convencerse a sí mismo que tal vez era debido a que como seguramente era un
anciano como todos los demás, su cuerpo pesaba muy poco, pero aun así la falta
de peso le preocupaba.
Por
otro lado, no entendía porque la fosa para enterrar la caja no sobrepasaba la
altura de ésta, de tal manera que la tierra que le arrojaron encima casi quedó
al ras del piso; tal vez dentro de su falta de cultura, los habitantes del
pueblo no sabían que los muertos se deben de enterrar a un mínimo de dos metros
para que la descomposición del cadáver no afecte a los vivos, o quizás era lo
más que podían escarbar los ancianos.
¿O
era otra cosa?
Decidió
irse a dormir sin dejar de pensar en el asunto.
Los
días siguieron pasando para el investigador, quien seguía buscando el motivo
por el cual los pobladores de San Juan Apóstol vivían tantos años; no sabía si
era debido al clima del lugar, la comida tan asquerosa que consumían a la cual
él también comenzaba a acostumbrarse o incluso el agua, la cual para su gusto
tenía un sabor muy diferente a la que normalmente tomaba en las botellas
compradas en centros comerciales. Ésta última le sabía deliciosa principalmente
cuando la consumía después de hacer ejercicio, a diferencia del agua de este
lugar, la cual por más que la tomaba siempre le quedaba una sensación de sed
dentro de él.
Por
otro lado, estaba la actitud taciturna de los ancianos; cavilaba que si una
persona vivía muchos años era motivo de alegría, pues uno de los sueños más
grandes del ser humano es vivir por siempre, pero cuando intentó entrevistarlos
para saber sus impresiones al respecto, simplemente le sonreían tímidamente y
guardaban silencio.
Era
como si estuvieran cansados de vivir.
Todo
lo anterior lo intrigaba sobremanera; sin embargo, había algo que de verdad le
preocupaba.
Cada
día que pasaba aumentaba su cansancio, de tal manera que los últimos días
incluso habían comenzado a dolerle todas las articulaciones del cuerpo lo que
le provocaba que comenzara a caminar encorvado; pero lo peor de todo era que el
pelo se le había comenzado a caer. Recordaba que en su familia no había habido
casos de calvicie por lo que no atinaba a encontrar el motivo de su nuevo
aspecto.
Lo
peor fue cuando se acercó a un riachuelo para enjuagarse la cara; se inclinó
sobre del agua para notar asustado que habían comenzado a salirle canas.
Se
levantó aterrorizado pues sabía que a sus veinte y cinco años era casi
imposible que su pelo perdiera el color, y más con la rapidez con la que le
ocurría; se volvió a inclinar para notar con espanto que alrededor de los ojos y
la boca se le notaban algunas arrugas mientras que su piel había tomado un tono
cenizo.
¿Se
estaría contagiando de algo?
Tenía
la certeza de que la clave de todo estaba en la tumba del recién fallecido por
lo que esa noche estaba decidido a salir de dudas acerca de lo que le estaba
pasando.
En
medio de la oscuridad en cuanto escuchó la suave respiración de don Anselmo,
Tadeo se dio cuenta que era el momento esperado. Se levantó intentando no hacer
ruido y tomando la vela que estaba sobre de la mesa, salió sigilosamente de la
casa; buscó al lado de la puerta hasta que encontró una pala que había visto el
día anterior y cuando la tuvo entre sus manos, comenzó a caminar lentamente
hacia el panteón.
Llegó
ante la tumba recientemente utilizada y encendió la vela mientras la
contemplaba.
¿Estaba
dispuesto a profanar un sagrado sepulcro sólo para satisfacer su curiosidad?
Sabía
que ahora era cuestión de vida o muerte por lo que hizo acopio de todo su valor
y comenzó a excavar trabajosamente, deteniéndose por momentos para descansar; algunas
semanas atrás la hubiera abierto sin problemas pero ahora cada que paleaba,
todo su cuerpo protestaba por el esfuerzo utilizado. Siguió cavando hasta que
descubrió la caja del difunto; se enjuagó el sudor con su playera y poniéndose
de rodillas desató la sencilla cuerda que servía de cerradura del ataúd para
abrirlo lentamente mientras acercaba la vela para ver mejor.
Estaba
vacía.
En
lugar de respuestas encontró más preguntas.
No
estaba seguro de que esperaba hallar dentro de la caja, pero ahora que había
comprobado su contenido, su mente era un caos.
¿Lo
habían sacado o siempre estuvo vació?
¿Esta
gente padecía demencia senil y les gustaba jugar al entierro?
Y
lo más importante:
¿Dónde
estaba el cuerpo?
Seguía
reflexionando al respecto cuando de repente escuchó unos suaves pasos entre la
hierba; levantó la vela rápidamente pero se tranquilizó al ver que era don
Anselmo, quien se sentó en una piedra junto a él y dijo con voz triste:
-No
podía dejar de buscar la vida eterna ¿Verdad joven?-.
Tadeo
sintió como la furia se apoderaba de él y comenzó a gritar:
-¡Sí;
pero por lo que se ve, aquí todos están locos!-. Y señalando el sepulcro recién
abierto, continuó. -¡Enterrar cajas vacías; eso es de dementes!-.
Apretó
fuertemente la mandíbula y cuando abrió la boca uno de sus dientes cayó frente
a él; Tadeo lo vio asombrado y siguió vociferando:
-¿Lo
ve? ¡Algo aquí les está dañando el cuerpo y la mente porque ya no razonan como
seres humanos!-. Contempló el diente caído y exclamó. –Se me cae el pelo, me
salen canas y ahora hasta pierdo los dientes como si fuera…-.
Los
ojos casi se le salen de las órbitas al darse cuenta de lo que estaba a punto
de decir, por lo que don Anselmo amablemente continuó por él:
-…Un
anciano ¿Verdad?-.
El
viejo se levantó trabajosamente y le dijo:
-¿Quiere
saber la verdad? Acompáñeme-.
El
investigador lo siguió como manso cordero dándose cuenta con horror que se
dirigían al mausoleo de Enoc; cuando llegaron a la reja de entrada, don Anselmo la abrió
tranquilamente. Ambos entraron y cuando el viejo tomo una lámpara de aceite y
la encendió, el corazón de Tadeo brincó al ver en medio de la estancia un ataúd
desvencijado por el paso del tiempo.
Dijo
asustado:
-¿Es
el féretro de Enoc?-.
El
viejo levantó más la lámpara para alumbrar el lugar y dijo:
-Sí;
el iniciador de todo-.
Tadeo
comentó:
-Y
supongo que ahora sí me va a platicar toda la historia ¿No?-.
Don
Anselmo lo contempló por algunos segundos y comenzó su relato:
-“Enoc
era un joven como tú, que buscaba la eterna juventud; buscó por todos lados
hasta que en un libro maldito encontró la respuesta. Hizo un pacto con un ser
tan horrible cuyo nombre me niego a repetir…”-. Hizo un gesto de espanto, pero
tomando aire, continuó. –“…El ser le dio lo que quería, pero llegó un momento
que eso no fue suficiente para Enoc, pues también quería el poder que ostentaba
el demonio que le dio tal regalo…”-.
Tadeo
lo interrumpió diciendo:
-El
poder de dar vida eterna-.
Don
Anselmo afirmó tristemente:
-Así
es; buscaba conseguir riquezas a cambio de otorgar su poder a las personas,
pero cuando el ser se dio cuenta de lo que quería, le lanzó una maldición-.
El
investigador, tratando de controlar su terror, preguntó con voz temblorosa:
-¿Cuál?-.
El
viejo contestó con una mueca de asco:
-Enoc
iba a tener vida eterna, pero no juventud; viviría por siempre pero su cuerpo
se iba a deteriorar. Fue maldecido él y la tierra donde nació-. Una lágrima
comenzó a escurrirle por su arrugada mejilla y completó. –Así como nosotros-.
Tadeo
se sentía al borde de la locura pues no podía creer lo que sus oídos
escuchaban; no entendía como algo que podría que ser un don se pudiera
convertir en una maldición.
Pero
lo peor estaba por venir.
Preguntó:
-Pero
entonces; ¿Qué hay del entierro falso?-.
El
viejo dijo incómodo:
-Cuando
uno de nosotros se siente demasiado cansado para vivir, les avisa a los demás
quienes le organizamos un falso sepelio como un homenaje a su vida; enterramos
una caja con su nombre y le ponemos su lápida-.
Tadeo
exclamó:
-Pero
si no pueden morir; ¿Qué pasa con ellos?-.
Don
Anselmo no le contestó; simplemente se acercó a la parte de la cabecera del
féretro de Enoc para inclinarse en el suelo y levantar una puerta de madera.
Para asombro del investigador, en cuanto dicha puerta fue abierta,
inmediatamente comenzaron a oírse los lamentos y murmullos que lo habían
aterrorizado todas las noches desde que había llegado al poblado. El viejo
alumbró la entrada que había estado tapada con la puerta para mostrar una
escalera de piedra que descendía; comenzó a bajar mientras le decía a Tadeo:
-Acompáñeme-.
El
buscador de la vida eterna con el cerebro bloqueado de la impresión, simplemente
bajó los escalones detrás del viejo y conforme descendían más, los murmullos
provenientes de abajo iban acallándose; cuando llegaron a terreno firme, don
Anselmo levantó la lámpara para alumbrar el lugar.
Tadeo
pensó que había descendido al infierno.
Unas
sombras que se hallaban al fondo de la cueva se fueron acercando y cuando el
haz de luz de la lámpara dio sobre de ellas, el escritor vio con horror que
eran unas momias que se movían lentamente hacia ellos; su piel tenía un aspecto
oscuro y acartonado y la mayoría carecía de dientes y pelo lo que les daba un
aspecto más horrendo. Algunas trataban de hablar pero solo salían gemidos de
sus gargantas; caminaban trabajosamente e incluso algunas rengueaban levantando
las manos en dirección de los inesperados visitantes. El investigador notó que
a los lados de la caverna habían más momias que no se podían levantar por lo
que solo alzaban sus manos mirándolo con ojos de tristeza.
Tadeo
dijo horrorizado:
-¡Pero
qué es todo esto!-.
Don
Anselmo dijo tranquilamente:
-Es
el fin de todas las cosas-.
Y
antes de recibir una respuesta, explicó:
-Como
te dije antes podemos vivir eternamente, pero nuestro cuerpo se sigue
deteriorando, así que cuando alguien ya no quiere estar entre los vivos lo
traemos a este lugar-.
Tadeo
con lágrimas en los ojos, preguntó:
-¿Y
cuánto tiempo están aquí?-.
El
anciano alumbró un rincón de la cueva y dijo:
-Hasta
que sucede esto-.
El
investigador contempló lo que el viejo había alumbrado; unos pedazos de huesos
sobre de los cuales había una calavera que solo tenía un ojo el cual observaba
detenidamente a Tadeo.
Don Anselmo dijo
proféticamente:
-“Polvo
eres y en polvo te convertirás”-.
El
ahora anciano dijo desesperado mientras veía como algunas momias se acercaban
trabajosamente hacia ellos:
-¿Pero
por qué no se van de esta tierra maldita?-.
El
viejo dijo tristemente:
-¿Huir
a dónde? No hay lugar en este mundo para escapar de la eternidad-.
Cuando
las momias estaban a punto de tocar a Tadeo, éste dijo aterrado:
-¿Y
por qué me está diciendo todo esto?-.
Don
Anselmo sonrió lúgubremente y respondió:
-Porque
ahora tú eres uno de nosotros-.
Y
apagó la lámpara de un soplido.
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