Don
Mateo era el cacique de Pueblo Nuevo, un asentamiento de casas que se
encontraba en la sierra del sur del país; la generosa vegetación adornaba los
paisajes del idílico lugar cuyos habitantes desgraciadamente no podían
disfrutar debido al duro trabajo que tenían que desempeñar de sol a sol,
siempre bajo las implacables órdenes del acaudalado “Señor”.
Los
descendientes de la etnia propia del lugar, si bien no eran tan explotados como
sus ancestros, aún sufrían maltratos tales como solo poder trabajar en la finca
de don Mateo, así como comprar en su tienda los artículos necesarios para vivir
vendidos a precios exorbitantes. Asimismo, en caso de tener algún apuro económico
tenían que acudir al viejo abusivo, quien no tenía empacho en prestarles
dinero, pero a costa de elevadísimos intereses. Tomando en cuenta que por esos
alejados parajes la única vía de comunicación con la civilización como tal era
una carretera que pasaba como a cinco kilómetros de distancia, cuando le
llegaba su mercancía, el viejo avaro reclutaba a la mayoría de sus trabajadores
para que a golpe de mula, llevaran los víveres recién adquiridos.
Como
todo cacique, él era la completa autoridad de Pueblo Nuevo, pues contaba con
dos supuestos policías que obviamente, actuaban bajo las órdenes del señor
todopoderoso; en caso de que algún nativo se atreviera a protestar debido a los
abusos de que eran víctimas, inmediatamente don Mateo mandaba a sus esbirros a
“convencer” al rijoso, mediante amenazas en el mejor de los casos y en
situaciones más extremas, se llegaba incluso a la desaparición del inconforme,
para ejemplo de todos los demás habitantes de Pueblo Nuevo.
Era
tal su poder que incluso se encargaba del registro civil decidiendo él mismo
quien se podía casar y con quien; las pocas celebraciones como bautizos,
primeras comuniones y demás ritos religiosos necesitaban de su aprobación para
poderse llevar a cabo, obviamente en complicidad del viejo párroco de la
pequeña capilla con la que contaba el pueblo.
Algunos
habitantes, al ver la manera tan tiránica como eran gobernados por el cruel
hombre, habían decidido huir del lugar, pero tomando en cuenta lo alejado del
poblado, la mayoría no se atrevía a aventurarse a emigrar a las grandes
ciudades lo cual, aunado a la falta de educación y cultura de las que eran
víctimas, los hacía aceptar su destino como mansos borregos.
Como
era de esperarse en estas circunstancias, don Mateo cobraba por todo pues su
ambición no tenía límites.
Algo
muy peculiar era que como también se encargaba de la administración del panteón
del pueblo, en cuanto sabía que alguien acababa de fallecer, inmediatamente
mandaba a uno de sus ayudantes el cual, acompañado del sacerdote, entre ambos
comprometían a los deudos a pagar la grosera cantidad que pedía para que se
pudiera llevar a cabo el entierro del difunto; sus cómplices les recitaban
todos los gastos que tenían que cubrir y en cuanto los afligidos familiares del
muerto protestaban por la falta de dinero, en seguida el padre recitaba un
sermón lleno de sutiles amenazas declarando que si el fallecido no era
sepultado en tierra santa, su espíritu estaría condenado a vagar por toda la
eternidad sin obtener el descanso divino. Obviamente, a los dolientes no les
quedaba de otra más que aceptar los abusivos cobros de don Mateo, quedando una
deuda prácticamente de por vida, pues aparte de cargar con los compromisos
propios del finado que don Mateo trasladaba a los parientes vivos, éstos
quedaban además obligados a cubrir los gastos del sepelio con su trabajo en la
finca. Claro, con sus respectivos intereses.
Esa
era la vida de Pueblo Nuevo, coto de poder del ambicioso personaje.
Hasta
que todo cambió.
Una
tarde estaba don Mateo como de costumbre contando su dinero mal habido, cuando
entró Sabás, supuesto encargado de la seguridad del poblado quien le dijo
contento:
-¿Qué
cree patrón? Se acaba de morir don Martín anoche-.
El
cacique sonrió con ambición y exclamó:
-Me
parece muy bien; ya tenía mucho que no cobraba por un entierro. Ya sabes que en
esos casos se saca buen dinero-.
Y
completó con burla:
-De
todos modos el viejito ya sobraba en el mundo-.
Sabás
celebró la broma y preguntó:
-¿Me
voy a hacerles la cuenta del entierro?-.
Don
Martín lo pensó unos momentos y contestó serio:
-Sí;
pero yo te acompaño, pues como el señor según era curandero y muy apreciado, no
quiero que la indiada se nos alebreste-.
Y
tomando su sombrero, replicó:
-Además,
es una forma de demostrar mi poder enseñándoles que por mucho respeto que se le
tuvieran al muerto, aquí mando yo-.
Cuando
llegaron a la humilde casucha del finado y entraron, lo primero que escucharon
fueron los llantos de dolor de los tres hijos de don Martín, pues éste había
muerto viudo; aun así, las vecinas quienes apreciaban al amable anciano,
sollozaban desconsoladas.
Con
falso respeto, don Mateo se quitó el sombrero y cuando lo vieron los hijos de
don Martín, aquel inmediatamente sintió las miradas recelosas de los hombres
que rodeaban la cama donde habían tapado al difunto con una sábana blanca; él
no se amilanó y dijo autoritariamente:
-Bueno,
pues es una desgracia lo que ocurrió, pero ya saben que se tiene que hacer una
serie de trámites para enterrar a su pariente-.
Pero
antes de que prosiguiera uno de los hijos exclamó:
-Sí;
ya esperábamos su visita-.
Y
completó cono odio en la voz:
-Es
como cuando se muere un animal; inmediatamente comienzan a rodearlo los
buitres-.
Don
Mateo volteó a ver a su policía y dijo con falso pesar:
-¿Te
das cuenta Sabás? Uno trata de ayudar a pasar este trago amargo a la familia
que ha sufrido una pérdida como esta y así es como le pagan-.
Su
cómplice rió burlón y contestó:
-Así
es la gente de ingrata patrón-.
Como
el cacique se dio cuenta que las demás personas presentes comenzaban a verlo
despectivamente también, intentó imponer su ley:
-Bueno,
en estos casos está el gasto de la caja, la misa, el transporte y lo más
importante: el costo de la fosa-.
Sacó
una libreta donde empezó a anotar números y cuando le dio la cuenta al hijo
mayor de don Martín, éste gritó indignado:
-¡Pero
es que esto de plano es un abuso!-.
Al
acercarse los otros hijos, uno de ellos exclamó:
-¡Pero
si la caja es de pura madera; y el transporte nada más son dos personas las que
cargan la caja! Eso lo podemos hacer nosotros-.
El
otro hijo quiso utilizar otra táctica:
-Tenga
consideración don Mateo; estamos gastados de todo lo que ese abusivo doctor nos
cobró-.
Don
Mateo comenzó a decir molesto:
-Ese
doctor trabaja para mí, y sus tarifas yo las autorizo, así que no hay nada de
abusos-.
Y
antes de que las cosas se le salieran de las manos, añadió:
-Además;
¿Si don Martín era curandero porque no se curó a sí mismo?-.
-Porque
así no son las cosas-.
Todos
guardaron silencio, asustados de escuchar estas palabras y voltearon a ver al
recién llegado, quien las había pronunciado.
Era
don Vicente, compadre de toda la vida de don Martín y de casi la misma edad del
finado.
Estaba
parado con expresión desafiante en la puerta del jacal apoyado en su viejo
bastón de madera; nadie se atrevió a decir nada, por lo que prosiguió:
-Mi
compadre dio su vida y sus conocimientos para aliviar las dolencias de los
demás, no para salvarse a sí mismo-.
Don
Mateo, tratando de recuperar la compostura dijo burlón:
-Sí;
ya conozco la historia de que supuestamente le ayudaban los espíritus en sus
curaciones-.
Sabás
dijo asustado:
-¿Espíritus?-.
Don
Vicente fue quien contestó:
-Sí;
los espíritus que habitan esta región-.
Don
Mateo replicó:
-¡Pues
valientes espíritus que no pudieron evitar que se muriera!-.
Don
Vicente le lanzó una mirada penetrante y exclamó:
-Es
que esto no fue una muerte sino un sacrificio de salvación-.
Uno
de los hijos del difunto preguntó curioso:
-¿Salvación
de quién?-.
Don
Vicente apretó su bastón y sentenció:
-La
salvación del pueblo-.
Y
mirando directamente a la cara de don Mateo, concluyó:
-De
usted-.
Y
se dio la media vuelta para alejarse lentamente.
Todos
guardaron silencio unos momentos hasta que el cacique desesperado, ordenó:
-¡Pues
todas esas son tonterías, así que si quieren enterrar a su muerto, van a tener
que pagarme los gastos!-.
Y
salió casi corriendo de la casita seguido por Sabás.
Como
a la media hora del desagradable encuentro con don Vicente, estaba don Mateo en
su oficina cuando entró Rogelio, quien era el encargado del panteón así como de
preparar los cuerpos de los difuntos antes de enterrarlos; el avaro preguntó
molesto:
-¿Qué
diablos haces aquí; no tienes un cuerpo que preparar?-.
Rogelio
dijo asustado:
-Si
patrón, pero hay algo que quiero que vea-.
El
cacique replicó extrañado:
-¿Ver
qué?-.
El
sepulturero buscaba las palabras adecuadas, pero al no encontrarlas,
simplemente dijo:
-Mejor
venga a ver en lugar de que le explique-.
Y
salió apresurado sin esperar a don Mateo, quien tomó su sombrero y siguió a su
empleado; cuando llegaron a la construcción que se utilizaba de morgue, ambos
entraron y al ver el cuerpo de don Martín que seguía tapado con una sábana
blanca, don Mateo se persignó y dijo:
-Bueno,
y entonces ¿Qué tengo que ver?-.
Rogelio,
francamente aterrorizado tomo una esquina de la sábana y descubriendo el
cadáver, dijo:
-Esto-.
Los
ojos del ambicioso sujeto se abrieron desmesuradamente al contemplar el cuerpo
inerte de don Martín; lo sorprendente no era el cuerpo en sí, sino su
apariencia. Los restos del antiguo curandero se encontraban completamente
ennegrecidos como si fuera una momia desenterrada después de cientos de años de
estar bajo tierra.
Don
Mateo inmediatamente sacó un pañuelo del bolsillo de su pantalón para taparse
boca y nariz y exclamó asustado:
-¿Pues
de qué demonios se murió este hombre?-.
Rogelio
exclamó:
-Ya
le fui a preguntar al doctor, pero dice que nunca supo; simplemente se fue
debilitando su cuerpo hasta que dejó de respirar-.
El
cacique replicó:
-Pero
sí parece que tiene años de muerto; y huele horrible-.
El
sepulturero comentó preocupado:
-Es
que eso es lo que no entiendo; nunca había visto algo así antes. Ni siquiera el
calor sofocante que hace en Pueblo Nuevo puede provocar algo así en un recién
fallecido-.
Don
Mateo comenzó a caminar hacia atrás para salir de la habitación mientras
ordenaba:
-Cierra
la caja con clavos para que nadie la abra y entiérralo lo más rápido que
puedas-.
Todos
los aproximadamente doscientos habitantes de Pueblo Nuevo fueron al entierro de
don Martín esa mañana, demostrándole el aprecio que le tuvieron en vida; el
único que no acudió aun cuando lo consideraba parte de sus deberes fue don
Mateo, pues prefirió enclaustrarse en su casa, todavía asustado de lo que había
visto. Le ordenó a Rogelio que no le comentara a nadie lo que había sucedido y
que si alguien preguntaba, que dijera que él había dado la orden de cerrar de
manera definitiva el ataúd por lo que estaba prohibido abrirlo.
Por
la tarde comenzó a caer una incesante lluvia para sorpresa y susto de todos,
pues aun cuando vivían en una zona donde las tempestades son parte de la vida
en esta ocasión nadie se atrevió a salir de sus casas, temerosos al escuchar el
lúgubre ulular del viento, el cual también parecía lamentar la partida del
generoso anciano. Solo don Mateo, quien contemplaba la caída del agua desde la
ventana de su residencia, no comparaba al sonido del viento con una
lamentación.
Para
él más bien sonaba a un reclamo.
Pero
lo peor estaba por venir.
A
los dos días del entierro de don Martín, el cacique estaba en su casa cuando
escuchó el repique de las campanas de la iglesia sonar con el característico
ritmo de aviso de que había difunto; iba a salir para buscar a Sabás y preguntarle
quien era el nuevo finado, cuando a los diez minutos volvió a escucharse el
sonido de las campanas. Pensó molesto que el párroco al ser un anciano, se
había olvidado de que ya había hecho sonar las campanas por lo que había
ordenado tocarlas otra vez; cuando llegó a la entrada de su casa se topó con su
gendarme, quien le comunicó espantado:
-¡Jefe,
jefe! Hay difunto-.
Don
Mateo replico molesto:
-Ya
lo sé idiota ¿Quién se murió?-.
Sabás
dijo con temor en la voz:
-Es
que eso es lo que le iba a decir; no es uno sino dos muertos-.
El
ambicioso sujeto sorprendido preguntó:
-¿Qué
hubo un accidente?-.
Su
empleado contestó:
-No,
cada uno se murió por su lado-.
Y
antes de recibir contestación, continuó:
-Pero
hay algo más-.
Don
Mateo comenzó a sentir como el miedo se apoderaba de él pero aun así,
cuestionó:
-¿Qué?-.
Sabás
dijo con voz temblorosa:
-Que
los dos ya están con Rogelio el sepulturero y ambos se ven igual que el cuerpo
de don Martín-.
Don
Mateo abrió desmesuradamente los ojos y gritó:
-¡Cómo
que igual que don Martín!-.
Sabás
casi al borde del desmayo, informó:
-¡Sí
jefe; los dos están completamente negros y parecen momias chupadas!-.
El
cacique se sentó estupefacto en una silla; pensó en ir a verificar la
información recibida pero no se atrevió, por lo que simplemente le ordenó a su
esbirro que Rogelio hiciera lo mismo que con el anciano.
Cerrar
las cajas y prohibir que alguien las abriera.
Y
a partir de ese entonces, los sucesos se dieron en cascada; no había un solo
día en que no hubiera dos, tres o incluso hasta cinco muertos en Pueblo Nuevo.
La gente brincaba del pánico cada que escuchaban las campanas de la iglesia e
inmediatamente iban a ver a sus parientes y cercanos amigos para comprobar que
el difunto no era uno de ellos; cuando los encontraban a todos sonreían de
alivio pero cuando era lo contrario, comenzaban los gritos y los sollozos.
Hicieron
lo único que se les ocurrió.
Fueron
a ver a don Mateo.
Éste
recibió una comitiva en la sala de su casa y sin demostrar su propio miedo que
no lo había abandonado desde que había visto el cuerpo de don Martín, se sirvió
una bebida alcohólica mientras daba de vueltas en la habitación; los habitantes
lo contemplaban expectantes y con un ligero aire de esperanza en la mirada,
hasta que el cacique habló:
-Ya
hablé con el doctor aquí presente y todavía no sabe a qué se deben tantas
muertes-. Y continuó para dar esperanza. –Yo creo que debe ser porque ustedes
no se alimentan como se debe; ya saben que en mi tienda hay comida suficiente para
que alcance para todos así que yo no sé porque no la compran-.
Se
escuchó un murmullo en la parte de atrás de los presentes de donde
sobresalieron las palabras:
-Sí
hay comida, pero nos la cobra como si fuera un restaurante de lujo-.
Y
se soltó el pandemónium.
Los
hombres reclamaban por los abusos del cacique mientras las mujeres lloraban
diciendo que era un castigo divino, hasta que don Mateo gritó para callarlos y
dijo molesto:
-¡Con
reclamos no vamos a resolver nada; así que ahorita mismo se va a ir el doctor a
la capital del país para traer médicos especialistas que vengan a revisarlos a
todos para saber que está pasando-.
Cuando
los trabajadores guardaron silencio, algunos respirando con alivio, don Mateo
continuó más tranquilo:
-Hasta
que no vengan los expertos no podemos hacer nada, por lo que vamos a tratar de
seguir trabajando como siempre-. Y ya más conciliatoriamente completó. –No se
preocupen; yo voy a solucionar esto-.
La
gente comenzó a hacer comentarios consolándose unos a otros, confiando en que
lo que había ordenado el patrón era lo más adecuando, por lo que abandonaron su
casa más tranquilos.
Una
vez que el rico hacendado se quedó a solas con Sabás y el doctor, le dijo a
éste último:
-A
ver doctor, ahora sí dígame qué está pasando-.
El
anciano galeno levantó las manos confundido y dijo:
-Pues
lo mismo que usted dijo patrón; no tengo idea porqué la gente se está
muriendo-.
El
cacique dijo desesperado:
-¡Usted
debe saber a qué enfermedad nos estamos enfrentando; sus síntomas y sus
causas!-.
El
doctor replicó:
-¡Es
que no hay explicación; simplemente se sienten muy cansados y se van a
acostar!-. Y terminó diciendo lúgubremente. –Para ya no despertar-.
Don
Mateo pensó unos instantes y preguntó:
-¿No
será que el agua está envenenada o la comida?-.
El
médico inmediatamente exclamó:
-Si
eso fuera ya estaríamos todos muertos, pero a pesar de tantos decesos la
mayoría estamos bien-.
El
ambicioso hombre insistió:
-¿Un
virus?-.
El
doctor se rascó la cabeza pensativo y replicó:
-Por
lo regular los virus atacan a los más débiles como ancianos y niños, pero nos
consta que hombres que sabemos que eran fuertes como un toro también están
cayendo-.
Don
Mateo hizo una mueca de amargura mientras decía:
-¡Eso
es lo que más me preocupa; me estoy quedando sin trabajadores!-.
Y
dirigiéndose hacia el doctor, lo tomó de la solapa violentamente para
ordenarle:
-Pues
como les dije a esos ignorantes; te vas con Sabás inmediatamente a la capital a
traer a los mejores médicos que encuentres para que vengan a revisar a estos
indios, que les hagan estudios o qué sé yo, pero esto se tiene que terminar-.
Antes
de que el médico contestara, dijo Sabás:
-¿Y
quién se va a ocupar de la vigilancia patrón?-.
Don
Mateo enojado dijo:
-¿Con
el miedo que tienen tú crees que van a hacer algo en contra mía?; de todos
modos se queda Pedro para lo que se ofrezca, así que ya lárguense porque los
quiero de vuelta mañana mismo-.
Y
sus empleados salieron de la habitación.
Pero
pasaron tres días y no se supo nada de ellos.
Don
Mateo estaba desesperado; al principio le agradó la idea de cobrar por tantos
entierros, pero con el paso del tiempo comenzaba a preocuparse tanto por la
falta de trabajadores en sus plantíos como por el miedo que reinaba el lugar,
pues veía a sus jornaleros que se conducían como si fueran condenados a muerte;
se veían unos a otros tratando de adivinar si no sería esa la última vez que
los contemplaran con vida.
El
cacique incluso llegó a pensar que el doctor y Sabás habían preferido huir a regresar
al pueblo, por lo que fue a revisar sus viviendas dándose cuenta que habían
dejado todos sus efectos personales, dinero incluido, por lo que desechó la
idea.
Mandó
llamar a Pedro y le ordenó lo mismo:
-Te
vas a la capital y me traes al primer doctor que encuentres, pero no quiero que
te vayas a tardar como los otros-.
Pedro
dijo seriamente:
-¿Quiere
que a ellos también los vaya a buscar?-.
El
cacique replicó:
-Ellos
no me interesan; lo que me importa es que traigas a alguien que nos diga qué
diablos está pasando en Pueblo Nuevo-.
Pero
pasó lo mismo.
De
todos los enviados que había mandado don Mateo, ninguno regresó.
Empezaron
a fallecer también sus empleados de confianza; primero fue el capataz, luego el
encargado de la tienda hasta que sucedió lo que más temía.
Falleció
Rogelio el sepulturero.
Don
Mateo ofreció el puesto a quien quisiera ocuparlo, incluso aumentando la paga
pero nadie se atrevió a aceptar, por lo que no le quedó de otra más que cumplir
con esa función él mismo.
Sentía
tal terror así como repugnancia de tocar los cuerpos momificados que cuando los
preparaba para la sepultura, cada dos minutos tenía que salir a volver el
estómago.
Pero
lo peor era por las noches.
Cuando
se iba a acostar extremadamente fatigado de preparar tantos cuerpos que en
cuanto cerraba los ojos las pesadillas se apoderaban de él; soñaba que todos
los muertos se levantaban de sus tumbas para perseguirlo por lo que se
refugiaba en su casa, pero en cuanto cerraba puertas y ventanas, las momias se
aparecían dentro de su residencia, para devorarlo.
La
situación estaba a punto de volverlo loco.
El
panteón comenzó a ser insuficiente para albergar a tantos muertos, por lo que
don Mateo ordenó que una parcela dedicada a sembrar manzanas y que se encontraba
al lado del camposanto, fuera habilitada como anexo del cementerio. Le dolió en
el alma hacerlo, puesto que esa fruta era la que más le daba a ganar, pero
dadas las circunstancias, no podía hacer otra cosa.
El
único consuelo que encontró fue el alcohol.
Cuando
no estaba dando órdenes a los pocos pobladores que quedaban o preparando
cuerpos para enterrarlos, se dedicaba a beber grandes cantidades de licor, por
lo que prácticamente todo el tiempo estaba borracho. Dentro de sus desvaríos
etílicos recordaba si lo que estaba sucediendo era de verdad un castigo divino
o simplemente la muerte era quien quería arrebatarle su emporio, su coto de
poder donde él era el único dueño y señor.
Pero
él no estaba dispuesto a abandonar sus posesiones, por lo que hizo lo que le
dictó el alcohol.
Reunió
al puñado de trabajadores y sus familias que todavía habitaban tristemente
Pueblo Nuevo enfrente de su casa y comenzó a dar un discurso. Decía en medio de
disparates todo lo que le había costado construir su imperio, por lo que no
estaba dispuesto a dejar que la muerte se lo arrebatara; se consideraba lo
suficientemente capaz de desafiarla y con la ayuda de todos, su reinado iba a
subsistir y que él siempre sería el rey; cuando uno de los pobladores le
preguntó cómo lo iba a conseguir, el cacique con una mirada siniestra sacó un
pedazo de manta que clavo torpemente en la puerta de su casa.
Cuando
terminó se metió a dormir mientras los asustados trabajadores se acercaron a la
manta pero leer con asombro lo que ésta decía:
PUEBLO
NUEVO, PROPIEDAD DE DON MATEO.
Don
Mateo se sintió cada vez más confiado con la nueva acción que acababa de
realizar; después de todo él era el emperador de sus tierras por lo que hasta
la muerte tendría que respetar su propiedad.
Se
dio cuenta que lo que había hecho surtió el efecto esperado cuando notó con
satisfacción que durante los tres días siguientes no hubo un solo deceso en el
pueblo; se dedicó a dar órdenes como de costumbre pensando que la supuesta
maldición había terminado y que una vez que las cosas siguieran su curso
contrataría más gente para labrar sus tierras.
Sí;
don Mateo recuperaría el reino que había edificado a base de los abusos de los
que hacía víctimas a sus “súbditos”.
Lo
único que no cambió fue su afición a la botella, pues ésta se había vuelto su
compañera inseparable y no iba a ningún lugar sin ella.
Desgraciadamente,
no sería la única compañía.
Al
atardecer del cuarto día sin decesos, el cielo comenzó a oscurecerse amenazando
tormenta; el viejo cacique decidió retirarse a su residencia y esperar a que la
tempestad amainara, escuchando con satisfacción como el cielo literalmente se
caía a pedazos, mientras escuchaba en la comodidad de su lujosa sala, como
caían estruendosos truenos y por segundos su estancia se alumbrara por
relámpagos de manera tétrica.
De
repente, cayó uno tan cerca de su casa que incluso rompió las ventanas y apagó
las velas que había encendido para alumbrarse; cuando la residencia quedó casi
a oscuras, el ebrio sujeto se asomó hacia la calle de enfrente para quedar
boquiabierto.
En
medio de la vereda se veían bultos tirados en el suelo y cuando quiso averiguar
que eran, un rayo alumbró el lugar por lo que notó con horror que eran cuerpos
humanos; inmediatamente abrió la puerta para salir corriendo y comprobar lo que
había visto.
Efectivamente,
la calle se encontraba repleta de cadáveres; pensó que el rayo que recién había
caído había cobrado víctimas mortales, pero el terror le congeló la sangre en
las venas cuando al acercarse vio que ninguno de los muertos estaba calcinado.
Simplemente
eran momias ennegrecidas.
Con
el cerebro bloqueado corrió de regreso a su casa para tomar un machete y correr
desesperadamente hacia la dirección donde él sabía estaba la salida del pueblo;
ya no le importaba conservar sus posesiones, simplemente quería salir corriendo
de ese lugar maldito.
La
lluvia caía sin descanso, mientras el loco sujeto a punta de machetazos trataba
de cortar la exageradamente tupida vegetación que se encontraba a su paso;
sofocadamente lanzaba golpes a diestra y siniestra sin gran éxito debido al
licor ingerido, por lo que avanzaba demasiado lento para su propia desesperación.
Se
encontró con un montón de maleza frente a él, por lo que siguió dando de
machetazos, con tan mala suerte que debido a su borrachera cayó de bruces en
medio del camino; su cara quedó enterrada entre la hierba y cuando la levantó
se escuchó un relámpago que alumbró lo que tenía enfrente.
Eran
los cadáveres del doctor y Sabás.
Momificados.
Lanzó
un grito de terror y echó a correr olvidando su machete y en el paroxismo de la
locura, sacó la pistola que siempre cargaba en el cinto y comenzó a disparar
sin dejar de huir.
Después
de casi una hora de moverse desaforadamente, llegó a una pared de maleza y
mientras la examinaba, se dio cuenta con alegría que reconocía el lugar; había
llegado a la salida de Pueblo Nuevo. Desesperadamente con los dedos comenzó a
arrancar la necia hierba que se interponía en su camino, haciendo caso omiso de
las heridas que se estaba infligiendo en las manos; se dio cuenta que estaba a
punto de escapar por lo que con una sonrisa arrancó lo último que se interponía
entre él y la libertad.
La
sonrisa se le congeló en la cara cuando contempló el paisaje que se mostraba
ante él.
Era
el cementerio de Pueblo Nuevo.
Quiso
volver a correr pero en el fondo se dio cuenta que era inútil, pues estaba
atrapado en su propio reino.
Se
acercó a la entrada del panteón y en medio de la lluvia contempló las
interminables tumbas que llenaban el lugar.
Concluyó
que solo tenía una vía de escape.
Sacó
la pistola de su cintura y apuntando a su cabeza, apretó el gatillo.
Pero
la bala no salió; extrañado, comprobó que todavía había proyectiles en el arma
por lo que se puso el cañón en la boca y volvió a intentarlo.
La
bala se negaba a salir de la pistola.
Afligido,
arrojó el arma y buscó entre las tumbas hasta encontrar una de las sogas que se
utilizaban para los entierros; se subió a la rama del único árbol que adornaba
el camposanto y ató un extremo de la cuerda mientras que el otro se lo amarró
alrededor del cuello.
Lanzando
un suspiro de tristeza se dejó caer.
Pero
la rama que anteriormente había comprobado era lo suficientemente gruesa como
para aguantar su cuerpo, se rompió mandándolo estrepitosamente al suelo.
Cayó
en medio del lodazal ocasionado por la ahora escasa lluvia y mientras trataba
de encontrar una explicación, algo le tapó la cara.
Levantó
las manos desesperadamente para quitarse el objeto que le impedía ver y cuando se
dio cuenta que era, una tristeza infinita se apoderó de él.
Era
un pedazo de manta que tenía escritas las palabras:
PUEBLO
NUEVO, PROPIEDAD DE DON MATEO.
De
rodillas en medio del panteón, se dio cuenta lo que acababa de ocurrir.
Se
levantó trabajosamente mientras dejaba de llover, para dirigirse a su casa;
llegó a la entrada de ésta para contemplar los cadáveres tirados en el suelo.
Después
de todo, don Martín sí había salvado a todos los pobladores.
El
cacique estaba seguro que donde quiera que estuvieran sus trabajadores así como
sus familias, ahora descansaban eternamente, mientras que él tenía que seguir
en ese valle de terror, pues a él mismo le estaba prohibido el descanso.
Sacó
una carreta de su enorme residencia y se dedicó a recolectar los cuerpos de sus
antiguos empleados; los llevó a la morgue para prepararlos para su sepultura y
una vez que estuvieron listos, los llevó al panteón para sepultarlos.
Y
a partir de ese día, el hombre que no podía morir siguió viviendo por toda la
eternidad en su reino.
Un
reino de muertos.
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