domingo, 17 de noviembre de 2019

DOCTOR MUERTE



         El doctor Julio Romo se recargó en su costoso sillón de piel y mientras entrelazaba los brazos detrás de su cabeza, cerró los ojos plácidamente haciendo un recuento de su vida en espera de la hora de terminar su jornada diaria; se había dedicado a la medicina porque sabía que era una profesión muy lucrativa, lo que hasta ahora había confirmado en su totalidad pues su actividad le había dado más que suficiente para vivir como él quería; costosos coches, una enorme mansión, ropa y accesorios de lujo así como un consultorio situado en una de las zonas más exclusivas de la ciudad. Especializado en ginecología, sabía que no iba a sufrir por clientela, pues nunca faltaban mujeres que aparte de las molestias propias de su género, había un sinfín de ellas que lo consultaban por tonterías tales como dolores de cabeza, mareos y síntomas que en realidad no ameritaban una visita al galeno, pero como a final de cuentas todas pagaban sus honorarios sin protestar, el doctor Romo estaba dispuesto a consentirlas.
         Y vaya que las consentía, pues el profesionista de la salud contaba con su lista de mujeres que primero pasaban por su mesa de auscultación para después terminar en su cama.
         Si, el doctor Julio Romo era todo un triunfador.
         La mayoría de sus amantes eran ocasionales; con algunas otras había durado un cierto periodo de tiempo, pero al final terminaba echándolas de su vida pues no le interesaba comprometerse con nadie; solo vivía para él mismo, por lo que cuando se aburría de la compañera en turno, simplemente la abandonaba y se enfocaba en su siguiente víctima, por lo regular mujeres que sufrían de la falta de atención de sus maridos y que creían encontrara en el galeno alguien en quien confiar.
         Como era de esperarse, algunas de ellas terminaban embarazadas, pero Romo siempre las había podido convencer de que abortaran. Él mismo se había encargado de eso.
         Y no era las únicas.
         Uno de los aspectos del ejercicio de su carrera que le dejaba mayores ganancias era los abortos clandestinos que realizaba a sus pacientes; a pesar de que recientemente se había aprobado una ley que permitía interrumpir un embarazo hasta los tres meses de gestación, el inescrupuloso doctor no tenía empacho en practicar abortos en mujeres que se encontraban a semanas de dar a luz, casos en los que cobraba todavía más caro.
         Mientras suspiraba relajadamente sin abrir los ojos y disfrutaba la música clásica que salía de su costoso aparato de sonido se hizo la pregunta de siempre: ¿Por qué practicaba abortos clandestinos?
         Al principio pensaba que les hacía un gran favor a su privilegiada clientela, pues no tenía sentido traer un niño al mundo si éste no iba a ser apreciado por sus padres; después pensó que simplemente lo hacía por dinero, pues cada uno de esos casos le engrosaba de manera sustancial su ya de por sí enorme cuenta bancaria, pero de algunos meses a la fecha había llegado a una macabra conclusión.
         El doctor Romo odiaba a los niños.
         Los veía en los restaurantes, en los centros comerciales, en las calles; en todos lados. Cuando uno o una de ellos se le acercaba, inmediatamente notaba como la furia se apoderaba de él, por lo que los evitaba en lo posible. Cuando iba al cine por ejemplo, buscaba películas con contenido solo para adultos y cuando le interesaba alguna que iba dirigida al público en general en cuanto comenzaba a escuchar la algarabía propia de los infantes, prefería mejor abandonar la sala en medio de un enorme coraje que lo hacía dirigirse a su hogar sin poder a veces ni siquiera dormir.
         En su consultorio seguía el acostumbrado seguimiento a los embarazos de sus pacientes y cuando se daba el alumbramiento, sacaba al producto de sus manos con mueca de desagrado oculta tras su tapabocas diciendo siempre las mismas hipócritas palabras: “Es una hermosa niña o un hermoso niño” e inmediatamente lo depositaba entre los brazos de la feliz madre. Una vez que la flamante progenitora se recuperaba, le entregaba una lista de profesionales pediatras para que a partir de ahí, se hicieran cargo de la nueva vida y entonces sí, jamás se volvía a acordar de su paciente y su nueva cría. Cuando alguna ingenua clienta le mandaba fotos a su correo electrónico o las publicaba en su página de Facebook para darle las gracias por la ayuda recibida, el doctor solo hacía un sencillo comentario.
Y a veces ni siquiera miraba la foto.
         En el fondo él mismo sabía que la razón de su desprecio hacia los infantes venía desde su propia niñez, llena de miseria y maltratos por parte de sus padres quienes siempre le restregaron en la cara la idea de que los hijos solo eran una carga; idea que reafirmaron al no tener más hijos que el doctor Romo. Éste, en cuanto tuvo oportunidad de independizarse, se fue de su casa y hasta la fecha, jamás volvió a buscar a sus progenitores.
         Tenía tan arraigadas las quejas de sus padres que gran parte de su infancia ni siquiera él mismo se soportaba, así como no soportaba a sus compañeros del colegio; recordaba como todas las noches soñaba con dejar de ser niño para amanecer convertido en un completo adulto o por lo menos en un adolescente, puesto que todo lo que representaba el mundo infantil era aborrecido por el futuro doctor.
         Incluso en la actualidad cuando veía que algunas de sus clientas asistían a la consulta acompañadas de sus hijos les prohibía que los volvieran a llevar, alegando que ese no era un lugar lo suficientemente higiénico para los pequeños visitantes; claro que la verdadera razón era que no toleraba sus correrías y gritos en la sala de espera y por muy callado que estuviera el niño o la niña, el simple hecho de saber que había uno de esos engendros en su consultorio lo ponía de mal humor.
         Por eso practicaba abortos.
         A veces hasta él mismo se asustaba cuando en medio de un aborto sacaba el feto y esbozaba una sonrisa maligna pensando: “Un demonio menos en el mundo”. Obviamente sabía que acabar con todos los niños en el planeta era punto menos que imposible, pero de alguna manera el terminar con una futura vida hacía acallar sus traumas emocionales e incluso lo hacía sentir mejor.
         Afortunadamente para él eso solo ocurrió al principio, pues en la actualidad a sus cuarenta y tanto años de edad y más de veinte realizando abortos, éstos ya simplemente eran considerados como parte de su trabajo así como una manera rápida de hacerse millonario.
         Desgraciadamente, no todo en el trabajo es placer.

         Como iban a dar las ocho de la noche, hora en que daba por terminada su consulta, el galeno pensó en recoger sus cosas para retirarse a su casa cuando en eso entró su enfermera y recepcionista para anunciarle:
         -Doctor, acaba de llegar una paciente; no tiene cita pero insiste en verlo-.
         Romo se preguntó quién sería la paciente pues a esa hora era muy difícil que alguien llegara sin cita, pero como dinero era dinero, suspiró de forma resignada y le dijo a su asistente:
         -Ya pensaba irme, pero bueno que pase-.
         Se levantó de su sillón estirándose mientras se acomodaba la bata cuando escuchó unos tímidos toques en la puerta, por lo que exclamó con tono amable:
         -Adelante-.
         Dibujó en su cara la acostumbrada sonrisa amigable con la que atendía a sus clientes, la cual se le congeló en los labios al ver que su visitante era una adolescente. Sin salir de su asombro le indicó con la mano que se sentara en la silla frente a su escritorio mientras él también se sentaba y le preguntó:
         -¿Vienes sola?-.
         La niña le contestó tímidamente:
         -Sí-.
Romo recargó sus codos en el escritorio entrelazando los dedos frente a su boca y le comentó:
         -Por lo regular las chicas de tu edad siempre vienen acompañadas de un adulto; ¿Cuántos años tienes?-.
         Ella le contestó de forma triste:
         -Dieciséis y mis papás no deben saber que estoy aquí-.
         Antes de que el doctor dijera algo, ella completó:
         -Además, ellos no saben de mi problema-.
         Y se abrió el costoso abrigo que llevaba puesto para mostrar una enorme barriga que resaltaba grotescamente en su delgada figura.
         Romo comenzó a entender la situación y la interrogó:
         -¿Cuántos meses tienes de embarazo?-.
         La adolescente contestó:
         -Casi ocho meses-.
         Quiso saber más:
         -¿Y cómo se lo has podido ocultar a tus padres?-.
         Ella simplemente dijo:
         -He estado viviendo con unas amigas-.
         La miro fijamente a los ojos y le preguntó:
         -¿Y qué es lo que necesitas?-.
         La chica le sostuvo la mirada y le contestó:
         -Sé que usted practica abortos sin hacer preguntas y yo… no quiero que mi bebé nazca-.
         El doctor sintió como un horrendo escalofrío le recorría la columna vertebral por lo que casi saltó de su sillón y se dirigió a la puerta mientras le decía seriamente:
         -Pues no sé quién te haya dicho tal cosa, pero yo no me presto para eso-.
         Ella sonrió maliciosamente y le propuso:
         -También sé cuánto cobra y estoy dispuesta a pagarle el triple-.
         Al doctor se le congelo la mano en el picaporte y sin voltear a ver a su visitante comenzó a pensar.
         ¿Sería capaz de practicarle un aborto a una menor de edad, algo que nunca había hecho y peor aún, sin el permiso de los papás?
         Pensó en todas las posibles consecuencias mientras veía como los dedos le temblaban, pero cuando llegó a la parte del dinero se decidió.
         Abrió la puerta y simplemente le dijo:
         -Te espero mañana a las once de la noche con un ayuno de cinco horas y en ropa ligera y cómoda-.

         Durante todo el día siguiente el doctor Julio se la pasó inquieto; a veces dudaba acerca de haber tomado la decisión correcta, pues incluso estuvo tentado de llamarle a su futura paciente al número de celular que le dio para cancelar la cita, pero seguía pensando en el dinero. Si de por sí sus honorarios para una situación de esa naturaleza eran exorbitantes, el triple era una cantidad que jamás había cobrado ni aún con la más rica de sus clientas, por lo que prefirió seguir con el plan, pero eso no evitaba que cada que sonara el reloj que estaba colgado en la pared de su oficina, angustiosamente hacia cuentas acerca de cuantas horas faltaban para la fatídica cita.
         Jamás se había sentido de esa manera.
         Cuando dieron las ocho, después de haber pasado un horrendo día durante el cual no pudo ni siquiera probar bocado pues nada se le antojaba, se sintió aliviado cuando su recepcionista se despidió de él; los abortos los practicaba solo, pues a pesar de su falta es escrúpulos era muy bueno en su profesión.
         Aparte de que no quería tener testigos, pues desconfiaba de que alguien lo pudiera chantajear en el futuro.
         Intentó dormir hasta la hora de llegada de su nueva paciente, pero cuando el sueño comenzaba a apoderarse de él despertaba sobresaltado, por lo que mejor tomó uno de sus costosos libros de medicina para intentar distraer su mente pero todo era inútil; siempre venía a su mente la apariencia triste de su clienta y cada vez que eso ocurría lo asaltaban las mismas preguntas: ¿Habría sido víctima de un abuso; la había engañado el novio? Jamás cuestionaba los motivos por los cuales las mujeres que acudían a su consultorio necesitaban un aborto; algunas le hacían comentarios de forma espontánea, pero él nunca les prestaba atención, pues lo único que le importaba era que las cosas salieran bien para poder cobrar sus altos honorarios.
         En eso brincó sobresaltado al escuchar el tono de mensaje de su teléfono y cuando lo revisó simplemente leyó las palabras:
         “Ya estoy aquí”.
         Se levantó rápidamente y le abrió la puerta trasera de su consultorio a la futura paciente; venía con el mismo abrigo de la noche anterior pero ahora debajo de él usaba una pans y una sudadera. No la saludo y simplemente la invitó a pasar dirigiéndola hacia la pequeña sala de operaciones que tenía al fondo de sus instalaciones; la pesó para poder preparar la dosis adecuada de anestesia, cosa que en otras circunstancias podría ser peligrosa para el producto, pero en la situación actual eso no tenía importancia.
Después de todo, el futuro bebé de la chica que se encontraba acostaba frente a él ya estaba sentenciado.
Le aplicó la dosis por medio de una jeringa esperando que se durmiera mientras se dirigía hacia su oficina a fin de traer lo necesario.
         Abrió uno de sus cajones y saco una pequeña caja de metal, la abrió y observó que en medio de un forro rojo descansaba un bisturí plateado como cualquier otro, pero que tenía la particularidad que éste tenía un mango rojo con sus iniciales grabadas en él.
         Era el bisturí que siempre utilizaba en los abortos.
         Lo levanto y por primera vez lo vio como lo que era: una arma utilizada para acabar con la vida de un ser indefenso; sintió escalofríos y tratando de no pensar trágicamente se dirigió al quirófano.
         Se victima ya se hallaba inconsciente, pues su pecho subía y bajaba suavemente debajo de una ligera sábana; se subió el tapabocas y empuño el bisturí todavía dudando si hacía lo correcto.
         Y comenzó su trabajo.
         Una vez que extrajo el producto lo echó en un contenedor de metal, pues después planeaba llevarlo a un pequeño incinerador que había comprado por Internet para deshacerse de las pruebas de sus fechorías; casi sintió culpa cuando lo vio en el fondo del recipiente, pero en eso volteó a ver a su paciente que comenzaba a emitir gemidos de dolor.
         Empezó a revisarla y para su espanto se dio cuenta que a pesar de que había seguido el procedimiento como de costumbre, la adolescente no paraba de sangrar; inmediatamente intentó suturar las heridas que ya había taponado por si lo había hecho mal la primera vez mientras le inyectaba un calmante, pues su respiración era cada vez más rápida; le aplicó una bolsa de sangre de las que contaba en abundancia en su almacén, pues sabía que a ese ritmo la jovencita iba a terminar completamente desangrada y le aplicó una ampolleta de analgésico para evitar una posible infección.
         Después de tres fatídicas y laboriosas horas, finalmente logró estabilizar a su paciente.
         Completamente rendido, se digirió a su oficina sin quitarse su ropa de operaciones, la cual se encontraba grotescamente bañada en sangre; se sentó y cerró los ojos para descansar un poco.
         Al cabo de un par de horas se sobresaltó cuando vio que la puerta se abrió lentamente para dejar pasar a la chica a la cual le acababa de sacar a su bebé; antes de que el galeno dijera algo, la adolescente con voz fatigosa le dijo:
         -Bueno doctor, cumplió su palabra, ya está hecho-.
         Romo le dijo alarmado:
         -¡Pero necesitas recuperarte! ¡No puedes irte en esas condiciones!-.
         Ella con un gesto de dolor le contestó:
         -Dudo mucho que de verdad le interese mi salud-.
         Sacó un sobre de papel y se lo arrojó en el escritorio para añadir:
         -Aquí está su pago-.
         Julio Romo solo observó el objeto sin decir nada, por lo que la chica dijo con un tono sarcástico:
         -¿No lo va a contar?-.
         El doctor solo balbuceó:
         -Creo que no hace falta-.
         La chica se dirigió a la puerta caminando lentamente sin dejar de agarrarse el estómago pero antes de que saliera por completo de la oficina, volteó a ver a Romo y le dijo con una expresión burlona:
         -Por cierto, ¿No quiere que le mande sus saludos a mi mamá?-.
         Romo hizo un gesto de extrañeza y exclamó:
         -No tengo el gusto de conocerla-.
         Ella ahora sonrió tristemente y contestó:
         -Me lo imaginaba; ella solo fue una de tantas para usted, pero para ella fue el amor de su vida-.
         Antes de que el galeno quisiera preguntar más detalles, la chica explicó:
         -La conoció hace dieciocho años y fue tanto el amor de ella que incluso tuvo una niña-.
         El médico sintió como el suelo se abrió frente a él al comprender.
         -Entonces, ¿Tú eres…?-.
         La niña completó casi al borde del llanto:
         -Sí doctor Romo, yo soy su hija-.
         El atribulado hombre se dejó caer en la silla pues no acababa de asimilar la información recibida.
         Pero aún faltaba lo peor.
         De repente sintió como el sudor comenzaba a correr desde su cabeza hasta sus pies, mientras la ropa se le mojaba mezclándose el sudor con la sangre de su ahora conocida hija y con un hilo de voz dijo:
         -Entonces el niño que abortaste…-.
         Ella sentenció fatídicamente:
         -Así es, acabas de matar a tu nieto-.
         Y cerró la puerta mientras el doctor Romo apretaba los ojos desesperadamente y sus manos se jalaban los cabellos; sentía que la respiración se le detenía mientras el corazón amenazaba con salirse de su pecho.
Fue cuando los escuchó.
         Primero fue un sonido tenue, pero conforme pasaban los segundos el sonido se transformó en un escándalo hasta terminar en una horrible algarabía.
         Asustado, el doctor abrió los ojos para encontrarse en medio del infierno.
         Fetos de todos los tamaños y colores habían invadido su oficina; los más pequeños jugaban entre ellos, brincando y empujándose mientras los más grandes habían subido al librero para arrojar todo tipo de objetos hacia la mullida alfombra.
         Pero lo más horrendo de todo era que varios no jugaban sino que se agarraban el pedazo de cordón umbilical que les arrastraba mientras lloraban desconsoladamente, dejando caer lágrimas de sangre que escurrían por todo el piso.
         Romo sentía que había perdido la razón; quería levantarse de su sillón para salir del lugar pero las piernas no le respondían. Lo único que podía hacer era contemplar los juegos infantiles de los macabros seres que deambulaban por toda la habitación mientras él mismo comenzaba a llorar sin saber que hacer con el dolor que le había nacido directamente en el corazón para invadirle todo el cuerpo.
Volteó su mirada hacia el escritorio y vio como sus lágrimas bañaban su bisturí preferido, cómplice de sus pecados; cuando los no-nacidos se dieron cuenta de lo que estaba viendo el doctor guardaron silencio y se le fueron acercando. Empezaron a sonreír mientras iba creciendo un murmullo entre ellos que decía:
         -¡Hazlo! ¡Hazlo! ¡Hazlo!-.
         Romo trataba de buscar compasión en los ojos de sus alucinantes visitantes, pero solo veía odio y burla, sentimientos como los que él siempre les expresó; ahora los fetos se habían tomado de las manos para comenzar a bailar alrededor del escritorio mientras cantaban:
         -¡Hazlo doctor, tú puedes!, ¡Hazlo doctor, es lo mejor! ¡Hazlo doctor, tú puedes!  ¡Hazlo doctor, es lo mejor!-.
         Cuando el doctor Julio Romo se dio cuenta que ya no quedaba una sola lágrima en su cuerpo y que solo una infinita tristeza habitaba en su corazón, tomó el instrumento quirúrgico y con un rápido movimiento se rebanó la garganta de lado a lado, provocando que las horrendas criaturas estallaran en aplausos y gritos de felicidad.
         El médico sintió como la sangre corría por todo su pecho mientras sus pulmones se negaban a seguir respirando.
         Pero ya nada le importaba.
         Antes de cerrar los ojos para siempre, vio como se le acercaba un feto que se le hincó frente a su cara y le dijo con una sonrisa diabólica:
         -No te preocupes, ahora estaremos juntos tú y yo…

         ...abuelo-.

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