El
doctor Julio Romo se recargó en su costoso sillón de piel y mientras
entrelazaba los brazos detrás de su cabeza, cerró los ojos plácidamente
haciendo un recuento de su vida en espera de la hora de terminar su jornada
diaria; se había dedicado a la medicina porque sabía que era una profesión muy
lucrativa, lo que hasta ahora había confirmado en su totalidad pues su
actividad le había dado más que suficiente para vivir como él quería; costosos
coches, una enorme mansión, ropa y accesorios de lujo así como un consultorio
situado en una de las zonas más exclusivas de la ciudad. Especializado en
ginecología, sabía que no iba a sufrir por clientela, pues nunca faltaban
mujeres que aparte de las molestias propias de su género, había un sinfín de
ellas que lo consultaban por tonterías tales como dolores de cabeza, mareos y
síntomas que en realidad no ameritaban una visita al galeno, pero como a final
de cuentas todas pagaban sus honorarios sin protestar, el doctor Romo estaba
dispuesto a consentirlas.
Y
vaya que las consentía, pues el profesionista de la salud contaba con su lista
de mujeres que primero pasaban por su mesa de auscultación para después
terminar en su cama.
Si,
el doctor Julio Romo era todo un triunfador.
La
mayoría de sus amantes eran ocasionales; con algunas otras había durado un
cierto periodo de tiempo, pero al final terminaba echándolas de su vida pues no
le interesaba comprometerse con nadie; solo vivía para él mismo, por lo que
cuando se aburría de la compañera en turno, simplemente la abandonaba y se
enfocaba en su siguiente víctima, por lo regular mujeres que sufrían de la
falta de atención de sus maridos y que creían encontrara en el galeno alguien
en quien confiar.
Como
era de esperarse, algunas de ellas terminaban embarazadas, pero Romo siempre
las había podido convencer de que abortaran. Él mismo se había encargado de
eso.
Y
no era las únicas.
Uno
de los aspectos del ejercicio de su carrera que le dejaba mayores ganancias era
los abortos clandestinos que realizaba a sus pacientes; a pesar de que
recientemente se había aprobado una ley que permitía interrumpir un embarazo
hasta los tres meses de gestación, el inescrupuloso doctor no tenía empacho en
practicar abortos en mujeres que se encontraban a semanas de dar a luz, casos
en los que cobraba todavía más caro.
Mientras
suspiraba relajadamente sin abrir los ojos y disfrutaba la música clásica que
salía de su costoso aparato de sonido se hizo la pregunta de siempre: ¿Por qué
practicaba abortos clandestinos?
Al
principio pensaba que les hacía un gran favor a su privilegiada clientela, pues
no tenía sentido traer un niño al mundo si éste no iba a ser apreciado por sus
padres; después pensó que simplemente lo hacía por dinero, pues cada uno de
esos casos le engrosaba de manera sustancial su ya de por sí enorme cuenta
bancaria, pero de algunos meses a la fecha había llegado a una macabra
conclusión.
El
doctor Romo odiaba a los niños.
Los
veía en los restaurantes, en los centros comerciales, en las calles; en todos
lados. Cuando uno o una de ellos se le acercaba, inmediatamente notaba como la
furia se apoderaba de él, por lo que los evitaba en lo posible. Cuando iba al
cine por ejemplo, buscaba películas con contenido solo para adultos y cuando le
interesaba alguna que iba dirigida al público en general en cuanto comenzaba a
escuchar la algarabía propia de los infantes, prefería mejor abandonar la sala
en medio de un enorme coraje que lo hacía dirigirse a su hogar sin poder a
veces ni siquiera dormir.
En
su consultorio seguía el acostumbrado seguimiento a los embarazos de sus
pacientes y cuando se daba el alumbramiento, sacaba al producto de sus manos
con mueca de desagrado oculta tras su tapabocas diciendo siempre las mismas hipócritas
palabras: “Es una hermosa niña o un hermoso niño” e inmediatamente lo
depositaba entre los brazos de la feliz madre. Una vez que la flamante
progenitora se recuperaba, le entregaba una lista de profesionales pediatras
para que a partir de ahí, se hicieran cargo de la nueva vida y entonces sí,
jamás se volvía a acordar de su paciente y su nueva cría. Cuando alguna ingenua
clienta le mandaba fotos a su correo electrónico o las publicaba en su página
de Facebook para darle las gracias por la ayuda recibida, el doctor solo hacía
un sencillo comentario.
Y a veces ni siquiera
miraba la foto.
En
el fondo él mismo sabía que la razón de su desprecio hacia los infantes venía
desde su propia niñez, llena de miseria y maltratos por parte de sus padres
quienes siempre le restregaron en la cara la idea de que los hijos solo eran
una carga; idea que reafirmaron al no tener más hijos que el doctor Romo. Éste,
en cuanto tuvo oportunidad de independizarse, se fue de su casa y hasta la
fecha, jamás volvió a buscar a sus progenitores.
Tenía
tan arraigadas las quejas de sus padres que gran parte de su infancia ni
siquiera él mismo se soportaba, así como no soportaba a sus compañeros del
colegio; recordaba como todas las noches soñaba con dejar de ser niño para
amanecer convertido en un completo adulto o por lo menos en un adolescente,
puesto que todo lo que representaba el mundo infantil era aborrecido por el
futuro doctor.
Incluso
en la actualidad cuando veía que algunas de sus clientas asistían a la consulta
acompañadas de sus hijos les prohibía que los volvieran a llevar, alegando que
ese no era un lugar lo suficientemente higiénico para los pequeños visitantes;
claro que la verdadera razón era que no toleraba sus correrías y gritos en la
sala de espera y por muy callado que estuviera el niño o la niña, el simple
hecho de saber que había uno de esos engendros en su consultorio lo ponía de
mal humor.
Por
eso practicaba abortos.
A
veces hasta él mismo se asustaba cuando en medio de un aborto sacaba el feto y
esbozaba una sonrisa maligna pensando: “Un demonio menos en el mundo”.
Obviamente sabía que acabar con todos los niños en el planeta era punto menos
que imposible, pero de alguna manera el terminar con una futura vida hacía
acallar sus traumas emocionales e incluso lo hacía sentir mejor.
Afortunadamente
para él eso solo ocurrió al principio, pues en la actualidad a sus cuarenta y
tanto años de edad y más de veinte realizando abortos, éstos ya simplemente
eran considerados como parte de su trabajo así como una manera rápida de
hacerse millonario.
Desgraciadamente,
no todo en el trabajo es placer.
Como
iban a dar las ocho de la noche, hora en que daba por terminada su consulta, el
galeno pensó en recoger sus cosas para retirarse a su casa cuando en eso entró
su enfermera y recepcionista para anunciarle:
-Doctor,
acaba de llegar una paciente; no tiene cita pero insiste en verlo-.
Romo
se preguntó quién sería la paciente pues a esa hora era muy difícil que alguien
llegara sin cita, pero como dinero era dinero, suspiró de forma resignada y le
dijo a su asistente:
-Ya
pensaba irme, pero bueno que pase-.
Se
levantó de su sillón estirándose mientras se acomodaba la bata cuando escuchó
unos tímidos toques en la puerta, por lo que exclamó con tono amable:
-Adelante-.
Dibujó
en su cara la acostumbrada sonrisa amigable con la que atendía a sus clientes,
la cual se le congeló en los labios al ver que su visitante era una
adolescente. Sin salir de su asombro le indicó con la mano que se sentara en la
silla frente a su escritorio mientras él también se sentaba y le preguntó:
-¿Vienes
sola?-.
La
niña le contestó tímidamente:
-Sí-.
Romo recargó sus
codos en el escritorio entrelazando los dedos frente a su boca y le comentó:
-Por
lo regular las chicas de tu edad siempre vienen acompañadas de un adulto;
¿Cuántos años tienes?-.
Ella
le contestó de forma triste:
-Dieciséis
y mis papás no deben saber que estoy aquí-.
Antes
de que el doctor dijera algo, ella completó:
-Además,
ellos no saben de mi problema-.
Y
se abrió el costoso abrigo que llevaba puesto para mostrar una enorme barriga
que resaltaba grotescamente en su delgada figura.
Romo
comenzó a entender la situación y la interrogó:
-¿Cuántos
meses tienes de embarazo?-.
La
adolescente contestó:
-Casi
ocho meses-.
Quiso
saber más:
-¿Y
cómo se lo has podido ocultar a tus padres?-.
Ella
simplemente dijo:
-He
estado viviendo con unas amigas-.
La
miro fijamente a los ojos y le preguntó:
-¿Y
qué es lo que necesitas?-.
La
chica le sostuvo la mirada y le contestó:
-Sé
que usted practica abortos sin hacer preguntas y yo… no quiero que mi bebé
nazca-.
El
doctor sintió como un horrendo escalofrío le recorría la columna vertebral por
lo que casi saltó de su sillón y se dirigió a la puerta mientras le decía
seriamente:
-Pues
no sé quién te haya dicho tal cosa, pero yo no me presto para eso-.
Ella
sonrió maliciosamente y le propuso:
-También
sé cuánto cobra y estoy dispuesta a pagarle el triple-.
Al
doctor se le congelo la mano en el picaporte y sin voltear a ver a su visitante
comenzó a pensar.
¿Sería
capaz de practicarle un aborto a una menor de edad, algo que nunca había hecho
y peor aún, sin el permiso de los papás?
Pensó
en todas las posibles consecuencias mientras veía como los dedos le temblaban,
pero cuando llegó a la parte del dinero se decidió.
Abrió
la puerta y simplemente le dijo:
-Te
espero mañana a las once de la noche con un ayuno de cinco horas y en ropa
ligera y cómoda-.
Durante
todo el día siguiente el doctor Julio se la pasó inquieto; a veces dudaba
acerca de haber tomado la decisión correcta, pues incluso estuvo tentado de
llamarle a su futura paciente al número de celular que le dio para cancelar la
cita, pero seguía pensando en el dinero. Si de por sí sus honorarios para una
situación de esa naturaleza eran exorbitantes, el triple era una cantidad que
jamás había cobrado ni aún con la más rica de sus clientas, por lo que prefirió
seguir con el plan, pero eso no evitaba que cada que sonara el reloj que estaba
colgado en la pared de su oficina, angustiosamente hacia cuentas acerca de
cuantas horas faltaban para la fatídica cita.
Jamás
se había sentido de esa manera.
Cuando
dieron las ocho, después de haber pasado un horrendo día durante el cual no
pudo ni siquiera probar bocado pues nada se le antojaba, se sintió aliviado
cuando su recepcionista se despidió de él; los abortos los practicaba solo,
pues a pesar de su falta es escrúpulos era muy bueno en su profesión.
Aparte
de que no quería tener testigos, pues desconfiaba de que alguien lo pudiera
chantajear en el futuro.
Intentó
dormir hasta la hora de llegada de su nueva paciente, pero cuando el sueño
comenzaba a apoderarse de él despertaba sobresaltado, por lo que mejor tomó uno
de sus costosos libros de medicina para intentar distraer su mente pero todo
era inútil; siempre venía a su mente la apariencia triste de su clienta y cada
vez que eso ocurría lo asaltaban las mismas preguntas: ¿Habría sido víctima de
un abuso; la había engañado el novio? Jamás cuestionaba los motivos por los cuales
las mujeres que acudían a su consultorio necesitaban un aborto; algunas le
hacían comentarios de forma espontánea, pero él nunca les prestaba atención, pues
lo único que le importaba era que las cosas salieran bien para poder cobrar sus
altos honorarios.
En
eso brincó sobresaltado al escuchar el tono de mensaje de su teléfono y cuando
lo revisó simplemente leyó las palabras:
“Ya
estoy aquí”.
Se
levantó rápidamente y le abrió la puerta trasera de su consultorio a la futura
paciente; venía con el mismo abrigo de la noche anterior pero ahora debajo de
él usaba una pans y una sudadera. No la saludo y simplemente la invitó a pasar
dirigiéndola hacia la pequeña sala de operaciones que tenía al fondo de sus
instalaciones; la pesó para poder preparar la dosis adecuada de anestesia, cosa
que en otras circunstancias podría ser peligrosa para el producto, pero en la
situación actual eso no tenía importancia.
Después de todo, el
futuro bebé de la chica que se encontraba acostaba frente a él ya estaba
sentenciado.
Le aplicó la dosis
por medio de una jeringa esperando que se durmiera mientras se dirigía hacia su
oficina a fin de traer lo necesario.
Abrió
uno de sus cajones y saco una pequeña caja de metal, la abrió y observó que en
medio de un forro rojo descansaba un bisturí plateado como cualquier otro, pero
que tenía la particularidad que éste tenía un mango rojo con sus iniciales
grabadas en él.
Era
el bisturí que siempre utilizaba en los abortos.
Lo
levanto y por primera vez lo vio como lo que era: una arma utilizada para
acabar con la vida de un ser indefenso; sintió escalofríos y tratando de no
pensar trágicamente se dirigió al quirófano.
Se
victima ya se hallaba inconsciente, pues su pecho subía y bajaba suavemente
debajo de una ligera sábana; se subió el tapabocas y empuño el bisturí todavía
dudando si hacía lo correcto.
Y
comenzó su trabajo.
Una
vez que extrajo el producto lo echó en un contenedor de metal, pues después
planeaba llevarlo a un pequeño incinerador que había comprado por Internet para
deshacerse de las pruebas de sus fechorías; casi sintió culpa cuando lo vio en
el fondo del recipiente, pero en eso volteó a ver a su paciente que comenzaba a
emitir gemidos de dolor.
Empezó
a revisarla y para su espanto se dio cuenta que a pesar de que había seguido el
procedimiento como de costumbre, la adolescente no paraba de sangrar;
inmediatamente intentó suturar las heridas que ya había taponado por si lo
había hecho mal la primera vez mientras le inyectaba un calmante, pues su
respiración era cada vez más rápida; le aplicó una bolsa de sangre de las que
contaba en abundancia en su almacén, pues sabía que a ese ritmo la jovencita
iba a terminar completamente desangrada y le aplicó una ampolleta de analgésico
para evitar una posible infección.
Después
de tres fatídicas y laboriosas horas, finalmente logró estabilizar a su
paciente.
Completamente
rendido, se digirió a su oficina sin quitarse su ropa de operaciones, la cual
se encontraba grotescamente bañada en sangre; se sentó y cerró los ojos para
descansar un poco.
Al
cabo de un par de horas se sobresaltó cuando vio que la puerta se abrió
lentamente para dejar pasar a la chica a la cual le acababa de sacar a su bebé;
antes de que el galeno dijera algo, la adolescente con voz fatigosa le dijo:
-Bueno
doctor, cumplió su palabra, ya está hecho-.
Romo
le dijo alarmado:
-¡Pero
necesitas recuperarte! ¡No puedes irte en esas condiciones!-.
Ella
con un gesto de dolor le contestó:
-Dudo
mucho que de verdad le interese mi salud-.
Sacó
un sobre de papel y se lo arrojó en el escritorio para añadir:
-Aquí
está su pago-.
Julio
Romo solo observó el objeto sin decir nada, por lo que la chica dijo con un
tono sarcástico:
-¿No
lo va a contar?-.
El
doctor solo balbuceó:
-Creo
que no hace falta-.
La
chica se dirigió a la puerta caminando lentamente sin dejar de agarrarse el estómago
pero antes de que saliera por completo de la oficina, volteó a ver a Romo y le
dijo con una expresión burlona:
-Por
cierto, ¿No quiere que le mande sus saludos a mi mamá?-.
Romo
hizo un gesto de extrañeza y exclamó:
-No
tengo el gusto de conocerla-.
Ella
ahora sonrió tristemente y contestó:
-Me
lo imaginaba; ella solo fue una de tantas para usted, pero para ella fue el
amor de su vida-.
Antes
de que el galeno quisiera preguntar más detalles, la chica explicó:
-La
conoció hace dieciocho años y fue tanto el amor de ella que incluso tuvo una
niña-.
El
médico sintió como el suelo se abrió frente a él al comprender.
-Entonces,
¿Tú eres…?-.
La
niña completó casi al borde del llanto:
-Sí
doctor Romo, yo soy su hija-.
El
atribulado hombre se dejó caer en la silla pues no acababa de asimilar la
información recibida.
Pero
aún faltaba lo peor.
De
repente sintió como el sudor comenzaba a correr desde su cabeza hasta sus pies,
mientras la ropa se le mojaba mezclándose el sudor con la sangre de su ahora
conocida hija y con un hilo de voz dijo:
-Entonces
el niño que abortaste…-.
Ella
sentenció fatídicamente:
-Así
es, acabas de matar a tu nieto-.
Y
cerró la puerta mientras el doctor Romo apretaba los ojos desesperadamente y
sus manos se jalaban los cabellos; sentía que la respiración se le detenía
mientras el corazón amenazaba con salirse de su pecho.
Fue cuando los
escuchó.
Primero
fue un sonido tenue, pero conforme pasaban los segundos el sonido se transformó
en un escándalo hasta terminar en una horrible algarabía.
Asustado,
el doctor abrió los ojos para encontrarse en medio del infierno.
Fetos
de todos los tamaños y colores habían invadido su oficina; los más pequeños
jugaban entre ellos, brincando y empujándose mientras los más grandes habían
subido al librero para arrojar todo tipo de objetos hacia la mullida alfombra.
Pero
lo más horrendo de todo era que varios no jugaban sino que se agarraban el
pedazo de cordón umbilical que les arrastraba mientras lloraban
desconsoladamente, dejando caer lágrimas de sangre que escurrían por todo el
piso.
Romo
sentía que había perdido la razón; quería levantarse de su sillón para salir
del lugar pero las piernas no le respondían. Lo único que podía hacer era
contemplar los juegos infantiles de los macabros seres que deambulaban por toda
la habitación mientras él mismo comenzaba a llorar sin saber que hacer con el
dolor que le había nacido directamente en el corazón para invadirle todo el
cuerpo.
Volteó su mirada
hacia el escritorio y vio como sus lágrimas bañaban su bisturí preferido,
cómplice de sus pecados; cuando los no-nacidos se dieron cuenta de lo que
estaba viendo el doctor guardaron silencio y se le fueron acercando. Empezaron
a sonreír mientras iba creciendo un murmullo entre ellos que decía:
-¡Hazlo!
¡Hazlo! ¡Hazlo!-.
Romo
trataba de buscar compasión en los ojos de sus alucinantes visitantes, pero
solo veía odio y burla, sentimientos como los que él siempre les expresó; ahora
los fetos se habían tomado de las manos para comenzar a bailar alrededor del
escritorio mientras cantaban:
-¡Hazlo
doctor, tú puedes!, ¡Hazlo doctor, es lo mejor! ¡Hazlo doctor, tú puedes! ¡Hazlo doctor, es lo mejor!-.
Cuando
el doctor Julio Romo se dio cuenta que ya no quedaba una sola lágrima en su
cuerpo y que solo una infinita tristeza habitaba en su corazón, tomó el
instrumento quirúrgico y con un rápido movimiento se rebanó la garganta de lado
a lado, provocando que las horrendas criaturas estallaran en aplausos y gritos
de felicidad.
El
médico sintió como la sangre corría por todo su pecho mientras sus pulmones se
negaban a seguir respirando.
Pero
ya nada le importaba.
Antes
de cerrar los ojos para siempre, vio como se le acercaba un feto que se le
hincó frente a su cara y le dijo con una sonrisa diabólica:
-No
te preocupes, ahora estaremos juntos tú y yo…
...abuelo-.
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