Juan
tenía pensado comprarse un celular desde algunas semanas atrás; se encontraba
muy molesto debido a que el último aparato que había poseído se lo habían
robado en el transporte público. Reflexionaba, tal vez con justa razón, que no tenía
caso comprarse un teléfono de alta categoría toda vez que el anterior, el cual
le había costado varios miles de pesos, ahora lo estaría disfrutando el
malandrín que se lo había quitado por la fuerza durante el robo; además,
tomando en cuenta que no tenía contemplado un gasto así, decidió mejor comprar
un celular usado. Investigó entre amigos y familiares buscando quien le vendiera
un celular con al menos algunas de las características que él buscaba en un
teléfono y que incluso, le eran necesarias para el trabajo de vendedor de una
importante empresa de productos de limpieza. Desgraciadamente nadie de sus
conocidos tenía planeado vender su teléfono.
Pero
la suerte de Juan estaba a punto de cambiar.
Al
ver que nadie de su entorno lo podía
ayudar, decidió arriesgarse a comprar el celular con un desconocido, con el
miedo obvio de que le fueran a ver la cara timándole el poco dinero con el que
contaba o peor aún, que le vendieran un teléfono robado. Así las cosas, estuvo
buscando en conocidas páginas de internet donde se anuncian productos usados a
menor precio que los nuevos con la esperanza de encontrar algo de su agrado;
buscaba y buscaba pero nada le llamaba la atención ya que los aparatos más
baratos eran los más viejos o deteriorados y los que tenían lo que él buscaba,
los ofrecían casi al precio de nuevos. Juan empezaba a desesperarse hasta que
encontró el anuncio de un celular de una categoría más alta del que le habían
robado, pero ofrecido casi a la cuarta parte de lo que él había pagado por el suyo;
empezó a dudar de la seriedad del anuncio, pero algo dentro de él le dijo que debía
confiar, por lo que marcó el número que había en el anuncio y esperó; cuando le
contestaron sintió un poco de alivio al darse cuenta que la voz era la de una
mujer de mediana edad, por lo que preguntó:
-Hola
buenas tardes, llamo por la oferta del celular que ofrecen ¿Todavía está
disponible?-.
La
mujer le contestó suavemente e incluso con un ligero tono de melancolía:
-Así
es, todavía lo tengo; de hecho a pesar de que lo he ofrecido desde hace dos
meses eres la primera persona que pregunta-.
Juan
pensó que la gente al ver las características y precio, pensaban lo mismo que
él, que la oferta era un fraude, pero razonó que en todo caso, la señora no
tenía la necesidad de hacerle ese comentario, por lo que siguió hablando con la
vendedora:
-Oiga,
disculpe la pregunta pero, ¿El precio anunciado es el correcto? Es que se me
hace demasiado barato-.
La
dama le contestó:
-Entiendo
tu desconfianza, es posible que por eso nadie más haya llamado; lo que pasa es
que lo estoy vendiendo porque me trae malos recuerdos. –Hizo una pausa y
continuó-. Pero para tu tranquilidad puedes venir a mi casa y probarlo, además
de que te lo voy a dar con la nota de compra de la tienda donde lo adquirí-.
El
joven decidió seguir con la transacción por lo que acordó una cita para el día
siguiente y verificar por sí mismo si la oferta era real.
Juan
iba de camino a comprar su posible nuevo celular acompañado de su novia
Elizabeth; tal vez no era la mejor opción, pero por lo que había platicado con
su futura vendedora, cada vez sentía menos temor de un posible fraude.
Pero
su chica no pensaba lo mismo, por lo que mientras el joven manejaba ella lo
seguía cuestionando:
-Pues
no sé; a pesar de todo lo que me has dicho, suena demasiado fantástico que un
celular de esas características te lo vendan a ese precio-.
Juan
dijo pacientemente:
-Ya
te dije que lo da a ese precio porque de plano se quiere deshacer de él debido
a los malos recuerdos que le trae; además, la zona donde está la casa es más
segura incluso que la colonia donde nosotros vivimos, así que no creo que haya problema
alguno-.
Su
novia dijo con un tono de crítica:
-Tú
siempre viendo solo lo mejor de las personas. –Y añadió resignadamente-. En
fin, veremos qué pasa-.
Llegaron
a la dirección que le habían dado a Juan e inmediatamente se dieron cuenta que
la casa era de las más lujosas de la calle donde se encontraba, por lo que el
joven cada vez se iba relajando más y más, mientras Elizabeth se sorprendía del
tamaño de la casona, por lo que aun así reclamó:
-¿Lo
ves? Por el lujo de la casa dudo mucho que le interese vender su teléfono; esta
gente cuando no quiere algo simplemente lo tira a la basura-.
Juan
contestó con una sonrisa:
-Pues
que me digan donde tiran su basura para ir a recogerlo-.
Llegaron
a la reja y tocaron mientras admiraban el cuidado jardín que poseía la casa y
después de unos segundos la puerta principal se abrió saliendo una mujer quien
al verlos se dirigió hacia ellos; los jóvenes se miraron sorprendidos, ya que
la dama en cuestión era una señora ya casi rayando en los cuarenta con una
belleza y distinción diga de admirarse, pero lo que más les llamó la atención
fue el aire de tristeza que emanaba la dama, lo cual aunado a que su ropa
aunque elegante, era completamente negra, les indicaba que esa persona había
sufrido una cercana pérdida.
La
señora llegó a la reja e intentó sonreírles, pero solo le salió una mueca
melancólica mientras los saludaba:
-Hola
chicos, me imagino que ustedes son los que vienen a comprar el celular-.
Después
de la sorpresa inicial, Juan le contestó:
-Sí,
¿Usted es la señora Refugio?-.
La
aludida dijo:
-Así
es, pero pasen por favor para que puedan ver el teléfono-.
Los
jóvenes obedecieron y los tres entraron a la sala de la enorme casa dándose
cuenta Juan y Elizabeth de que si por fuera se notaba el lujo, por dentro la
casa era aún más impresionante, pues estaba amueblada con enseres que ellos
solo habían visto en catálogos de tiendas de productos de diseñador; casi les
dio pena sentarse en el enorme sofá donde les señaló doña Refugio para
esperarla mientras ella iba por el celular.
Mientras
estaban sentados, ambos paseaban la mirada por la estancia, contemplando las
esculturas y pinturas que adornaban la habitación, hasta que Elizabeth rompió
el silencio diciendo:
-Definitivamente
esta casa suda dinero-.
Juan
reflexionó y comentó:
-Pues
sí, hay lujo desde el techo hasta el tapete de entrada-.
La
chica añadió:
-¿No
te gustaría vivir en un lugar así?-.
El
joven lo pensó unos instantes y contestó:
-No
sé; la casa está muy bonita pero si te das cuenta como que se respira un
ambiente de infinita tristeza-.
Ella
analizó la respuesta y a su vez exclamó:
-¿Si,
verdad? Yo creo que a la señora se le murió alguien; su marido o alguien así y
por eso anda de luto-.
Juan
iba a contestar cuando en eso regresó la señora Refugio con la caja del celular
mientras decía suavemente:
-Disculpen
que no les ofrezca nada de tomar pero es que hoy es el día de descanso de las
sirvientas y yo soy una inutilidad en la cocina-.
La
jovencita fue quien contestó:
-No
se preocupe señora; solo venimos por el celular y no le causaremos ninguna
molestia-.
La
señora agradeció el gesto con una ligera sonrisa y le entregó a Juan la caja del
aparato; el joven sacó el celular dándose cuenta que estaba prácticamente nuevo
y cuando vio de reojo las etiquetas del empaque compró que el teléfono había
sido comprado en una de las tiendas más lujosas de la ciudad; encendió el
aparato y mientras revisaba su funcionamiento Elizabeth, con la clásica
curiosidad femenina no resistió la tentación de preguntar:
-Disculpe
señora Refugio, pero si se ve que el aparato está casi nuevo ¿Por qué lo
vende?-.
Juan
le dirigió una mirada de reproche, pero la señora dando un largo suspiro
comenzó a hablar:
-Lo
que pasa es que yo tengo un celular que utilizo en mis negocios, pero este lo
compré solo para que mi hijo me hablara para saludarme-.
Al
ver el gesto de dolor en la cara de doña Refugio la chica tomo suavemente la
mano de la señora mientras le decía comprensivamente:
-Pero
él ya no está con nosotros ¿Verdad?-.
Doña
Refugio agradeció el gesto de afecto apretando suavemente los dedos de
Elizabeth y dijo:
-No,
falleció hace tres meses-.
Y
antes de que los jóvenes pudieran decir algo, añadió:
-De
hecho, él mismo escogió este modelo de teléfono para ambos; le gustaba tanto su
celular que cuando lo sepultamos yo misma eché el suyo dentro de la caja-.
En
eso Juan dijo:
-Disculpe
señora, pero la verdad es que después de escuchar eso no me animo a pagarle tan
poco dinero por este aparato-.
Ella
dijo con una sonrisa más relajada:
-Gracias,
eso me demuestra que eres una persona de buen corazón, lo que me indicaría que
si te quedas con él, estará en buenas manos-.
El
joven aun así exclamó:
-¿Pero
no lo quiere como recuerdo o algo así?-.
Doña
Refugio volvió a su tono triste y dijo:
-A
veces los recuerdos duelen tanto que resultan insoportables-.
Juan
se quedó callado y sacó la suma de dinero acordada de su cartera para
entregarlo a la señora.
Cuando
los chicos se dirigieron a la salida fue entonces que notaron una enorme
fotografía que estaba al lado de la puerta la cual mostraba a un niño de mirada
traviesa y sonrisa divertida; se dieron cuenta que estaban frente al hijo
ausente y antes de que pudiera reaccionar, de los labios de Juan salieron las
palabras:
-¡Pero
si era un niño!-.
Doña
Refugio al borde de las lágrimas dijo:
-Sí,
solo tenía siete años-.
Elizabeth, sin
pensar en lo que hacía tomo a la señora entre sus brazos para decirle casi
llorando:
-¡Lo siento
tanto!-.
Y salieron de la
casa.
Durante todo el
trayecto de regreso, Juan y Elizabeth iban extremadamente callados;
reflexionaban acerca de la aventura que acababan de experimentar. Cada uno por
su lado filosofaba acerca de la muerte y de la pérdida de un ser querido
pensando en la forma como reaccionarían si les ocurriera algo así. Pensaban en
miles de escenarios donde alguien conocido abandonara el mundo de los vivos; el
trance de los allegados al difunto y todo el proceso del sepelio; Juan se decía
que esperaba ilógicamente que jamás le ocurriera algo así, mientras Elizabeth
se preguntaba si habría alguien que estuviera preparado no para su muerte, sino
para sufrir la ausencia de un ser amado. En lo que ambos coincidían era que
cuando salieron de la casa de doña Refugio el aire de las calles les pareció
más alegre que nunca.
Como
quiera que sea, Juan en el fondo se sentía contento pues había adquirido un
celular de buena calidad, en buen estado y ¿Por qué no decirlo? Incluso pensaba
que le había hecho un favor a doña Refugio al quedarse con un aparato que no le
traía buenos recuerdos por lo que al tenerlo él, tal vez la señora no sufriría
tanto por la muerte de su pequeño hijo.
En
cuanto dejó a Elizabeth en su casa, Juan se dirigió a la suya encerrándose
inmediatamente en su habitación para programar su nuevo teléfono, bajando las
aplicaciones necesarias para su trabajo y algunos juegos de los que le gustaba
disfrutar cuando tenía algo de tiempo libre; le impresionó la manera de
trabajar del aparato lo cual lo convencía cada vez más que había hecho una
buena compra. Sin embargo, lo que más le sorprendió fue que cuando lo revisó
antes de personalizarlo era que la señora Refugio no había borrado nada del
teléfono; en realidad no tenía más que las aplicaciones de fábrica y en el
registro de llamadas solo había un número guardado bajo el nombre de “Pedrito”.
Eso
lo hizo sentirse sumamente triste y por respeto a la señora Refugio y a su
dolor de haber perdido a su hijo, decidió no borrar el número.
Lo
que el joven no sabía es que a veces las buenas intenciones no son suficientes.
Después de ese
episodio, el joven Juan siguió viviendo su vida como de costumbre, yendo a su
trabajo y cumpliendo con sus obligaciones y cuando el tiempo lo permitía,
invitaba a Elizabeth al cine, a comer o a cualquiera de los lugares en los que
ambos gustaban de pasar sus ratos libres.
Al
siguiente jueves en que llegó hasta casi las diez de la noche de su trabajo
después de una inusual y extenuante jornada de labores, decidió ya no cenar
para mejor irse inmediatamente a dormir por lo que se despidió de su familia y
se dirigió a su habitación; se desvistió, se puso su pijama y en cuanto su
cabeza tocó la almohada se perdió en la inconciencia.
A
pesar de lo cansado, por momentos sentía que despertaba o que soñaba que despertaba;
por lo regular el joven no tenía pesadillas, pero en esta ocasión cada que
cerraba los ojos comenzaba a soñar con figuras fantasmagóricas que lo miraban
amenazantes y que cuando él se acercaba, dichas sombras comenzaban a reír con
carcajadas infernales que lo hacían despertar con sobresalto. Juan lo atribuía
al hecho del enorme cansancio que atacaba a su cuerpo, por lo que intentaba
volver a conciliar el sueño.
En
eso, cuando su reloj despertador marcó las tres de la madrugada, sonó su
celular.
El
joven entre sueños de manera casi mecánica tomó el teléfono y sintió que la
sangra se le helo en las venas al darse cuenta que la llamada provenía del
número marcado como “Pedrito”. El aparato sonó como cinco veces mientras Juan
no sabía si contestar o no, cuando la llamada terminó. El joven se preguntó si en
realidad la señora Refugio se había quedado con el celular de su hijo y trataba
de comunicarse con él pero como no se decidió a contestar, no supo que pensar.
El
resto de la noche ya no pudo dormir.
Al
otro día se levantó más cansado que el día anterior y de mal humor por no haber
podido dormir; sin embargo, lo que más inquietaba a su mente era la misteriosa
llamada que había recibido en la madrugaba, pues razonaba que si doña Refugio
se quisiera comunicar con él hubiera llamado a su casa, pues cuando realizaron
la transacción del celular, ese había sido el número que Juan había dado de
referencia, independientemente de que en todo caso, no hubiera intentado hablar
en la madrugada.
Todo
eso lo inquietaba sobremanera, pero con el ajetreo de sus labores poco a poco
fue olvidando el asunto y por la noche,
antes de acostarse revisó su teléfono dándose cuenta asustado que el registro
de llamadas no tenía ninguna referencia a la que había recibido la noche
anterior; se sentó en su cama pensando que tal vez debido al cansancio una de
sus pesadillas era precisamente que lo llamaban desde el teléfono de Pedrito.
Desgraciadamente
eso no lo convencía en lo más mínimo.
Pasaron
los días subsecuentes sin ningún otro incidente parecido por lo que comenzaba a
creer que en realidad si había tenido una pesadilla horrenda, lo cual le daba
más y más confianza en sí mismo y en su cordura.
Hasta
que llegó el siguiente jueves.
Llegó
a su casa a la hora acostumbrada, como a las siete de la noche; cenó
tranquilamente e incluso llamó a Elizabeth para platicar de los sucesos del
día. Después de su llamada, la cual como de costumbre le ponía de buen humor
pues se trataba de su amada novia, vio televisión hasta casi las once; cuando
sintió que el sueño lo vencía se fue a su recamara, se vistió para dormir y
apagó la luz.
Cuando
dieron las tres de la madrugada se despertó sobresaltado al escuchar que una
vez más su teléfono emitía el tono de llamada; se levantó casi de un brinco y
encendió la luz, tomando el celular entre sus manos; el alma se le cayó a los
pies al ver que la llamada provenía del número de Pedrito.
Volteó
a todos los rincones de su habitación para comprobar que no estaba en medio de
una pesadilla y que lo que estaba viviendo era la realidad. Con dedo titubeante
oprimió el botón de contestar, apretó fuertemente el aparato llevándoselo a su
oido derecho y preguntó con voz temblorosa:
-¿Hola?-.
Una
voz infantil le contestó con tono angustiado:
-¡Mamá!
¿Estás ahí?-.
Las
piernas de Juan se le doblaron obligándolo a sentarse en la orilla de su cama,
mientras aterrado dijo:
-¿Quién
habla?-.
La
voz del otro lado le dijo:
-Soy
yo mamá, Pedrito-.
Juan
sintió que estaba al borde del colapso y solo atinó a decir:
-Mira,
no sé quién seas, pero este celular se lo compré a la señora Refugio; ahora me
pertenece-.
La
voz confundida dijo:
-¿Me
puedes comunicar con mi mamá?-.
La
mente del joven era un torbellino de pensamientos, pues no sabía que era lo que
estaba sucediendo, si se había vuelto loco o seguía con la idea de que estaba
viviendo una pesadilla tan macabra que creía estar despierto; lo único que se
le ocurrió decir fue:
-¿Para
qué quieres hablar con tu mamá?-.
La
voz dijo tristemente:
-Es
que me siento muy solo-.
Juan
no supo que le sorprendió más, si el hecho de hablar con alguien del más allá o
las palabras que dijo a continuación:
-Si
quieres, puedes hablar conmigo-.
Y
se pasó gran parte de la noche platicando con Pedrito.
Al
otro día cuando despertó se dio cuenta que estaba acostado como si nada hubiera
ocurrido; revisó el historial de llamadas y no le sorprendió ver que no estaba
registrada ninguna llamada a las tres de la madrugada, por lo que se levantó
para irse a trabajar.
Durante
todo el día tuvo una actitud distante de todo lo que hacía y decía, como si
viviera en piloto automático, pues hiciera lo que hiciera su mente volvía una
vez más hacía lo que él creía que le había ocurrido la noche anterior.
Por
momentos pensaba que no había sido más que producto de su imaginación, pero
también reflexionaba acerca de la muerte, pues se preguntaba hacia donde se
iban los seres humanos cuando su tiempo en este mundo se acababa; ¿Había un
cielo y un infierno como decían las religiones? Juan nunca había sido muy
religioso, pero ahora cuestionaba todo lo que decían los curas en las misas a
las que se había visto obligado a asistir; si se supone que los niños son seres
inocentes, ¿Por qué Pedrito seguía aquí? ¿Sería una especie de castigo el hecho
de no haber ido al cielo? ¿Hizo algo malo en la vida como para no merecer el
paraíso?; en eso lo asaltó una duda que hizo que su corazón casi se detuviera:
¿Y si en realidad este mundo es el infierno y Juan es el verdadero muerto? Tal
vez era él quien había cometido un pecado tan grande que su castigo era ser
atormentado por los fantasmas de las demás personas.
Todo
eso lo estuvo angustiando los siguientes días.
Como
ya se había dado cuenta Juan que las llamadas solo ocurrían en jueves por la
madrugada, los demás días de la semana los vivió de manera normal, pero se
volvió una persona taciturna e incluso distraída; su familia y la misma
Elizabeth que lo conocían como una persona alegre, se sorprendían al ver su
ahora actitud seria y reflexiva; incluso cuando su novia lo cuestionaba acerca
de su comportamiento, el joven simplemente contestaba que eran cosas de su
trabajo, para ya no añadir nada más.
La
siguiente noche de jueves, Juan se acostó en su cama, apago la luz e intentó
dormir, sabiendo en el fondo que no lo iba a conseguir y cuando dieron las
tres, escuchó ahora sin ningún tipo de sobresalto el tono de llamada de su
celular y cuando lo levantó simplemente dijo:
-Hola
Pedrito-.
Éste
le contestó:
-¿Me
puedes comunicar con mi mamá?-.
Juan
contestó pacientemente:
-Ya
sabes que tu mamá no está aquí; ¿Quieres hablar? Pues vamos a platicar-.
Y
una vez más, se pasaron gran parte de la noche hablando como si fueran grandes
amigos.
Y
lo siguieron haciendo durante varias semanas más.
El
joven comenzó a tomarle aprecio a Pedrito pues conforme platicaba más y más con
él podía comprobar el carácter agradable y dulce del niño; éste le platicaba de
lo que había aprendido en la escuela, de cuáles eran las materias que más le
gustaban e incluso, quienes eran sus mejores amigos entre sus compañeros del
colegio; mientras Juan tristemente notaba de que Pedrito no se había dado
cuenta de que ya no estaba vivo. Aun así, nunca lo cuestionó acerca de eso a
pesar de que en el fondo tenía la curiosidad de preguntarle acerca de donde
creía el niño que estaba y como era ese lugar.
En
varias ocasiones durante el día, pensó en ir a visitar a la señora Refugio para
contarle acerca de lo que él estaba viviendo, pero no sabía cómo hacerlo; se
decía a sí mismo que era imposible visitar a la señora y decirle: “Hola, estoy
recibiendo llamadas en mi celular de su hijo muerto”.
Eso
sonaba fuera de toda realidad.
Prefirió
seguir con sus charlas nocturnas con Pedrito sin platicarle a nadie al
respecto, ni siquiera a Elizabeth, pues sabía que nadie le creería ya que no
tenía manera de probarlo.
En
una ocasión incluso trató de grabar la conversación, pero al otro día cuando
revisó el archivo, solo se escuchaba la voz del joven; eso no le sorprendía
pues en un reportaje de fantasmas, el conductor había dicho que no se podía
grabar la voz de un muerto, pues debido a que no era parte de este mundo, sus
frecuencias se manejaban en planos diferentes.
No
sabía que era lo más loco de todo esto, si alucinar que hablaba con muertos o
que en realidad hablaba con muertos.
Hasta
que las cosas cambiaron.
El
siguiente jueves cuando Pedrito se comunicó con Juan, éste inmediatamente se
dio cuenta de la angustia del chiquillo en cuanto le dijo:
-¡Por
favor, comunícame con mi mamá!-.
El
joven le contestó pacientemente:
-Te
digo lo mismo de siempre; ya no puedes hablar con ella-.
Pedrito
le preguntó con miedo en la voz:
-¿Por qué no?-.
Juan
supo que había llegado la hora de la verdad, por lo que apretó fuertemente su
puño izquierdo, soltó un largo suspiro y le dijo con una infinita tristeza:
-Porque
tú ya estás muerto-.
Se
hizo un silencio interminable al otro lado de la línea hasta que el niño le
dijo:
-Dile
a mi mamá que la quiero mucho-.
Y
colgó.
El
chico comenzó a llorar pues en el fondo sabía que jamás iba a recibir otra
llamada del pequeño, lo que pudo comprobar al otro día cuando verificó la lista
de sus contactos y vio con desolación que el nombre de Pedrito ya no estaba en
ella.
Juan
se sintió con la responsabilidad de hablar con doña Refugio para platicarle
todo lo que había vivido sin importarle si le creía o no, pero cuando la fue a
buscar por más que tocó la reja nadie salió a recibirlo, hasta que una vecina
se acercó para informarle que la señora había vendido la casa y que no sabía a
donde se había ido.
Hasta
la fecha la sigue buscando pero la esperanza de encontrarla se va agotando cada
vez más y más.
Por su parte, desde
esos días Juan vive con su propio dolor.
Extraña
a su amigo Pedrito.
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