Joaquín
trabajaba como ayudante en el servicio médico forense de la ciudad. Su familia
y amigos se asombraban del tipo de empleo que había conseguido el muchacho de
veinticinco años, por lo que lo hacían objeto de sus burlas e incluso habían
comenzado a llamarlo “el ángel de la muerte”; sin embargo, en el fondo dichas
bromas solo eran producto del natural temor que todos los seres sienten ante la
muerte, por lo que secretamente admiraban al joven. Por su parte, Joaquín
simplemente les decía que era el mejor empleo del mundo, ya que era tan bueno
en su trabajo de tal manera que “los clientes jamás se quejaban”.
Lo
que nadie sabía era que Joaquín secretamente amaba a la muerte; a pesar de que
familia y amigos lo consideraban una persona normal, tranquila e incluso
extremadamente romántica, Joaquín vivía fascinado con la muerte y todo lo que
le rodeaba por lo que se consideraba afortunado de haber encontrado el trabajo
de sus sueños. A pesar de que sus escasas labores consistían en transportar los
cadáveres de una sala a otra, lavar la plancha donde se practicaban las
autopsias y llevar muestras de tejidos hacia los laboratorios, amaba su
trabajo, principalmente porque le dejaba mucho tiempo libre el cual de manera
discreta ocupaba visitando el depósito de cadáveres; le encantaba sacar un
cuerpo de su gaveta, quitarle la sábana y contemplarlo por largo rato, incluso
por horas; se maravillaba de la quietud que los cuerpos inertes mostraban, la
palidez macabra de su figura y principalmente, la paz que mostraban sus caras
inmóviles.
Incluso,
en muchas ocasiones se atrevió a tomarles fotos con su celular; llegó a
comprarse un aparato el cual, aun cuando no tenía las características que
buscan los jóvenes al comprar un dispositivo electrónico, sí contaba con el
mejor modelo de cámara de alta resolución que le servía muy bien para sus
propósitos. Joaquín no veía a los muertos con el morbo propio de las demás
personas ya que de hecho, no le interesaban los cadáveres que llegaban hechos
trizas como producto de un accidente automovilístico o un asesinato; no, lo que
le llamaba la atención era la sobrenatural quietud que mostraban los cuerpos de
personas que habían fallecido de forma natural, ya sea por vejez o por enfermedades.
Jamás subió sus fotos a su cuenta de Facebook ni las presumió entre sus amigos
o conocidos, pues lo consideraba de mal gusto y una falta de respeto a los
fallecidos. En realidad, la colección de imágenes eran para su gusto personal,
si es que se le puede llamar gusto a ver a los muertos, por lo que todas las
noches cuando llegaba a su casa, bajaba las fotos a su computadora y se pasaba
largas horas repasando cada una de las imágenes, viéndolas hasta que casi se
las aprendía de memoria, incluyendo hasta los últimos detalles.
Contemplaba
su personal tesoro, imaginando como habrían sido en vida las personas de las
cuales ahora observaba su cuerpo inerte; si serían individuos tristes,
melancólicos, de carácter amargado o incluso, si habían sido felices en vida.
Llegó un tiempo en que por la pura expresión de sus caras inmóviles, creyó
poder adivinar todo el trayecto de su vida en la tierra de los vivos.
Si,
Joaquín amaba a la muerte.
Sin
embargo, a pesar de disfrutar de su secreta y misteriosa afición últimamente se
sentía inquieto, pues se daba cuenta que ya no le atraían demasiado las últimas
fotos que había incorporado a sus archivos; era como si poseyera un
rompecabezas al cual le hace falta la pieza más importante. Pensaba que tal vez
necesitaba algo más que pudiera darle una cierta paz y satisfacción a su
extraña alma. Llegó a la conclusión de que ya lo había visto todo por lo que
necesitaba dar el siguiente paso; buscó en los avisos laborales de los sitios webs
de ofertas de trabajo, pues ahora buscaba trabajar en una funeraria pues tenía
la esperanza de que era mejor llegar a ser un restaurador de cadáveres pues se
sabía con el talento suficiente como para poder llevar a cabo el trabajo de
manera satisfactoria. Sabía, por personas que conocía del medio en el que se
desenvolvía, que necesitaba tomar un curso para aprender a maquillar cadáveres,
pero confiaba en él mismo, pues le habían contado de varias personas que
aprendieron sobre la marcha el oficio y que ahora eran de los mejores en el
ramo, así que solo era cuestión de esperar la oportunidad correcta.
Hasta
que todo eso cambió.
Antes
de llegar a su turno por la mañana, fue informado que había llegado un nuevo
“inquilino”; una joven de aproximadamente 18 años, que estuvo encamada durante
una semana en un hospital debido a una afección cardíaca y que había fallecido
en el transcurso de la mañana. El jefe de Joaquín le comento distraídamente que
dado que sabían cuál era su enfermedad no le practicarían la necropsia de ley y
que como nadie había visitado a la joven mujer mientras estuvo enferma, de un
momento a otro la llevarían a la fosa común, que es donde terminan los
cadáveres de personas no reclamados.
Joaquín,
quien estaba acostumbrado a ver en su mayoría cuerpos de personas adultas,
principalmente ancianos, pensó que era un buen cambio ver a alguien joven para
variar por lo que en la tarde, después de terminar sus acostumbradas labores se dirigió a su refugio
privado: el depósito de cadáveres.
Nada
de lo que había visto el joven lo preparó para la experiencia que vivió en esta
ocasión, ya que desde que jaló la manija de la gaveta, sintió una emoción hasta
ahora desconocida, sensación que iba creciendo dentro de él al saborear de
antemano lo que iba él pensaba que iba a encontrar, pero inmediatamente se dio
cuenta que a veces la realidad supera la fantasía.
Cuando posó su
mirada en el cuerpo inmóvil frente a él se encontró con la mujer más hermosa
que jamás hubiera visto en su corta vida; una piel tan blanca como la leche y
no precisamente de la palidez propia de los muertos; la blancura era tal que
incluso llegaba mostrar los hilos de las venas las cuales, a pesar de ya no
transportar sangre, se notaban a lo largo y ancho de su epidermis, la que era
adornaba con unas curvas sensuales y voluptuosas y un pelo rubio casi cenizo.
Tenía pómulos que apenas sobresalían de su rostro; nariz delgada, cejas
abundantes del mismo color del cabello y unos labios ligeramente gruesos, de un
color tan rojo que ni siquiera la muerte se había atrevido a arrebatar. El
joven enfermero no pudo resistir la tentación y levantó un párpado que se
hallaba adornado de las pestañas más largas que él había tenido el privilegio
de conocer, para encontrarse con unos ojos más azules que el mar. A pesar de la
falta de vida del cuerpo, el joven sintió como si el cadáver lo observara
fijamente con una cálida mirada que le llegó hasta su alma.
Joaquín
acababa de conocer el amor.
Contempló
el cadáver por largas horas que él sintió como si fueran días, años e incluso
la eternidad; no se dio cuenta cuando sonó el timbre de salida ni mucho menos
cuando entró su jefe, quien le dijo de manera triste: “Era hermosa ¿Verdad?,
lástima que una chica tan bonita haya fallecido de forma tan prematura” y
filosofando, el galeno comentó: “Estoy seguro que ni siquiera conoció el amor”.
Esto
último le partió el corazón al joven.
El
doctor le encargó a Joaquín que cerrara puertas y ventanas antes de irse a
casa, a lo que el joven contestó de forma ausente, y cuando su jefe se fue,
todavía se quedó algunos minutos admirando el cuerpo femenino, pero ahora ya no
con embelesamiento sino con rabia; por primera vez reflexionó enojado acerca de
la muerte; la que anteriormente consideraba como una adorada deidad, ahora era
blanco de su reclamo pues no era justo que se hubiera llevado a un ser tan
hermoso y tan puro y principalmente, le enfurecía que una persona que jamás hubiera
experimentado el amor, ahora ya no tenía ninguna oportunidad de hacerlo.
Pero
Joaquín no estaba dispuesto a permitirlo; iba a desafiar a todo y a todos para
lograr que su adorado cadáver conociera el amor como ahora él ya lo hacía.
No
le costó trabajo falsificar documentos oficiales y firmas para poder sacar el
cuerpo de su amada de la morgue; lo metió en la camioneta destinada al traslado
de cadáveres y lo llevó directamente a su casa; dado que vivía solo, esto no
tuvo ninguna complicación. Cuando llegó a su hogar, pensó que su futura novia,
de quien ahora se dirigía con el nombre de Mary ya había estado demasiado
tiempo acostada en el frio metal de la gaveta del hospital, por lo que la
depositó suavemente sobre su cama para cubrirla amorosamente con las frazadas;
como no la conoció en vida, no sabía si le asustaba la oscuridad, por lo que
decidió dejar encendida la lámpara que
se encontraba en su buro al lado del lecho y se fue a acostar en el sofá de su
pequeña sala.
Después
de una noche durante la cual casi no pudo dormir por todos los planes que había
hecho para él y Mary se levantó alegremente, y dado que era su día de descanso,
comenzó a llevar a cabo sus tareas.
Primero
fue a una tienda de ropa femenina para comprar un sinfín de ropa, desde zapatos,
ropa interior de suave encaje e incluso, un pequeño sombrero de color morado
que encontró en una esquina del establecimiento. Mary merecía lo mejor, por lo
que no escatimó en gastos para adquirir un ligero vestido blanco a las rodillas,
adornado con flores amarillas; le compró pulseras, un collar y un juego de
maquillaje para resaltar su belleza no tocada por la muerte así como un perfume
floral que encontró después de oler cientos de ellos para disgusto de la
vendedora.
El
perfume se llamaba “La Mort De L’amour.
El
regalo perfecto.
Una
vez que terminó sus compras, regresó a su casa para vestir el cadáver de su
dama y maquillarlo adecuadamente; inmediatamente después lo acostó en el sofá,
mientras él se sentaba a su lado, recargando la cabeza de su chica sobre sus
piernas, pensando en el siguiente paso a seguir. Afinaba detalles de su plan
mientras acariciaba el sedoso cabello de Mary y sus fosas nasales se inundaban
del tenue aroma de su recién comprado perfume hasta que llegó la noche, sin que
el joven enamorado se moviera siquiera para levantarse a comer.
Al
llegar casi la media noche, cargó el cuerpo de Mary y nuevamente lo depositó en
su cama para darle un suave beso en la fría frente y salió de la habitación con
una sonrisa en la cara para dormir una vez más en su sofá; no le molestaba la
dureza del mueble ya que sabía que cuando su amada volviera a la vida, ambos
podrían compartir su cama, como lo hacen todas las parejas de enamorados.
Al
día siguiente, en cuanto dieron las diez de la mañana se dirigió a una tienda
de artículos esotéricos que conocía de antaño, pues se encontraba de camino a
su empleo al cual no se molestó en presentarse, ya que tenía cosas mucho más
importantes que hacer que un simple trabajo. Compró todos los libros que
encontró que hablaban de muerte, resurrección y conjuros extraños y a pesar de
que estuvo interrogando al encargado acerca de cómo volver a la vida a una
persona después de la muerte, éste solo se limitó a recomendarle amuletos de los
materiales más diversos viéndolo de manera extraña, mientras el joven pagaba el
exorbitante precio de los productos sin siquiera pestañear.
El
chico regresó a su casa cargado de libros e ilusiones; empleó todo el día para
estudiar la literatura conseguida hasta que encontró lo que él creyó era la
respuesta adecuada a su búsqueda; sonrió feliz de haberlo hecho por lo que
finalmente se permitió probar bocado; dado que era un día especial, se dedicó a
cocinar un platillo laborioso, recomendado para ser degustado en una cita
romántica. Cuando terminó de preparar los alimentos, fue a su habitación para
ponerse su mejor traje y corrió por Mary, la cargó entre sus amorosos brazos y
lo depositó suavemente en la silla de su sencillo comedor; intentó acomodarla
de tal manera que la cara de la chica muerta se quedara fija frente a él. Se
sentó del otro lado de la mesa y se dispuso a servir; una vez que hubo acabado,
puso música romántica y comenzó a comer, mientras le platicaba a su amada la
historia de su vida, de tal manera que cuando comentaba alguna anécdota chusca,
creía ver que la cara inerte de Mary le sonreía como si disfrutara los chistes
de su pareja.
Casi
a la once de la noche, retocó el maquillaje del amor de su vida, le arregló las
pequeñas arrugas de su vestido y la metió en una bolsa de cadáveres que selló
con cinta adhesiva, ya que el cuerpo comenzaba a oler mal, por lo que para
disimular el hedor, la bañó prácticamente con perfume y se dirigió al
cementerio de la localidad. Cuando llegó al camposanto, abrió la reja lateral
la cual, debido a su trabajo en la morque sabía que siempre se encontraba abierta
y cargando a su querida Mary se dirigió caminando entre los sepulcros hasta
llegar al fondo del panteón donde se encontraba la fosa común, pues sabía que
siempre había una tumba abierta debido a la cantidad de cuerpos sin reclamar
que llegaban. Recordando el rito que se había aprendido de memoria, sacó el
cuerpo de Mary de la bolsa y lo posó delicadamente dentro de la tumba vacía
poniéndole el coqueto sombrero, para acompañarlo con los más variados objetos;
desde una cabeza de chivo hasta unos polvos de extraña y repugnante apariencia.
Una
vez que todo estuvo listo, sacó un cuchillo ceremonial y se hizo una pequeña
cortada en el dedo, dejando que unas ligeras gotas de sangre cayeran en la
frente de su amada, después de lo cual comenzó a recitar el conjuro aprendido
del libro comprado, invocando a una deidad del centro de África quien, en
palabras del encargado de la tienda esotérica, tenía el poder de regresar de la
muerte a cualquier humano; realizó el rito mientras se escuchaban a lo lejos
las campanadas de la media noche que sonaban de la lejana iglesia del barrio.
Joaquín
rodeaba la tumba mientras seguía rezando casi a gritos, haciendo extrañas
movimientos mientras sentía como le escurría el sudor por su espalda, presa de
un gran frenesí. Estuvo invocando espíritus durante casi una hora hasta que
poco a poco sus movimientos se fueron haciendo más y más lentos, mientras que
los cánticos que salían de su voz se iban apagando y una tristeza infinita se
iba apoderando de su alma, al darse cuenta de que el conjuro no daba resultado.
Finalmente cayó de rodillas frente a la tumba y comenzó a llorar; primero
suavemente y después de forma desgarradora sin poder entender la complejidad
del mundo; no era posible que cuando había encontrado al amor de su vida, había
sido demasiado tarde y se enfurecía con la muerte por haberle arrebatado la
oportunidad de experimentar lo que sueñan todos los seres humanos: encontrar a
alguien a quien amar.
Maldijo
mil veces a su misteriosa y fiel compañera la muerte pues sentía que le había
fallado; el joven siempre la había respetado y admirado, por lo que consideraba
como una traición que ahora no quisiera apiadarse de él dándole lo que ahora él
más quería: la vida de Mary. Pensaba que la misma muerte estaba celosa de que
él hubiera encontrado a una compañera para toda la vida. Volteó a ver a ésta y
contempló con asombro la mirada triste que le dirigía el cadáver pues los ojos
se le habían abierto, como una reacción natural de un cuerpo sin vida; pensó
que ella también sufría al sentir el amor del joven por lo que también estaba
ansiosa por reunirse con su amante.
Joaquín
jamás se sintió tan solo que en ese momento; tal parecía que la muerte se
burlaba del amor de ambos, pues no los dejaba reunirse.
Cayó
de rodillas y comenzó a enterrar el cuchillo con rabia entre la tierra,
mientras lanzaba maldiciones hacia todo el mundo, desahogándose con los
desgarradores gritos que lanzaba al solitario viento.
De
repente se hizo la luz en su cerebro.
Sintió
como si la misma muerte se apiadara de ellos y le susurrara al joven al oído la
respuesta a sus plegarias.
Joaquín
comenzó a reír alegremente, pues ya sabía lo que tenía que hacer.
Después de todo, la
muerte no le había fallado, como jamás lo hizo; ahora sabía cómo podían él y su
amada estar juntos.
Juntos
para toda la eternidad.
Al
otro día, cuando el velador del cementerio llegó y comenzó a revisar el
terreno, se encontró con el cadáver putrefacto de una hermosa mujer, el cual
era abrazado por un joven, quien tenía las venas de las muñecas cortadas.
Y una sonrisa de felicidad en el rostro.
Y una sonrisa de felicidad en el rostro.
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