En
los tiempos en que comenzaban a desvanecerse las señales de la Revolución
Mexicana, en la provincia del estado de Jalisco, aproximadamente a veinte
kilómetros de la capital, Guadalajara, vivían Pedro y Silvia, una pareja que no
pasaba de los treinta años de edad. Debido a la devastación tanto social como
económica que había dejado la pasada conflagración, estos campesinos, como la
mayoría de sus vecinos eran extremadamente pobres y vivían de lo poco que les
daban las tierras apenas rescatadas de la guerra. Lo anterior, aunado al hecho
de que en medio de la batalla habían perdido a los pocos parientes que les
quedaban, provocaba el hecho de vivir más que en la miseria económica, en la
tristeza de la soledad.
Pedro
era un rudo campesino que trabajaba todos los días en las faenas propias del
campo; por su parte Silvia, quien a pesar del mismo origen humilde que el de su
marido, tenía una inusual belleza que inspiraba la admiración de los vecinos y amigos
con los que contaban. Ella dedicaba su tiempo a las labores del hogar y a
diferencia de su esposo, aceptaba el hecho de no poseer dinero o cualquier otro
tipo de riquezas materiales; tenía la esperanza de que con el tiempo la
situación del país en general iba a mejorar y que se iban a cumplir los ideales
por los que todos los desposeídos habían luchado en el cambio del régimen
político, lo cual por fuerza traería beneficios a la población, incluyéndolos a
ellos.
Desgraciadamente
Pedro no compartía el optimismo de su mujer debido a sus delirios de grandeza.
Como a todos, le molestaba la fortuna mal habida de los caciques y
terratenientes del país y aun cuando no participó de manera directa en la lucha,
creía que tenía el derecho de que le tocaran parte de los bienes confiscados a
los ricos por parte del nuevo gobierno y aún más, le frustraba el hecho de que
dicha repartición tardara tanto.
Debido a lo
anterior, el campesino se la pasaba renegando de todo: su pobreza, su
ocupación, su casa y su situación en general por lo que imaginaba ideas disparatadas
para hacer dinero fácil, ideas que nunca llevaba a cabo, ya que a Pedro no le
gustaba trabajar, sino que él simplemente quería ser rico sin esforzarse para
lograrlo.
Silvia
al principio no le daba importancia a los comentarios de su cónyuge, ya que los
achacaba al hartazgo del duro trabajo del campo por lo que al principio no hacía
casos a sus quejas poniéndole buena cara todos los días cuando llegaba a su
pobre casa cansado y de mal humor, pero al seguir escuchando sus lamentos
comenzó a preocuparse; le afligía que incluso cuando ella se le acercaba de
manera afectuosa, el recio campesino la rechazaba de manera tosca. La señora se
pasó varios días pensando en esa situación y con tristeza se dio cuenta que
debía hacer algo al respecto; se había jurado a sí misma que jamás iba a volver
a realizar lo que estaba a punto de hacer, pero como era tanto el amor que le
tenía a Pedro, se convenció que era la única solución a todos sus problemas.
Esa noche, cuando ambos se acostaron en el
sencillo catre que utilizaban para descansar, Pedro se sintió más agotado que
de costumbre por lo que de inmediato se durmió; era tanto su cansancio que
comenzó a soñar, pero a diferencia de los sueños que normalmente experimentaba
dentro de los cuales se veía a sí mismo como un rico hacendado, en esta ocasión
las imágenes eran extremadamente extrañas, pues veía figuras distorsionadas de
lo que parecían seres humanos, las cuales conforme se le acercaban se
convertían en sombras fantasmagóricas, como demonios que revoloteaban de un
lado a otro, provocándole un sinfín de sobresaltos. Cuando de manera infantil
buscó protección en brazos de su bella esposa al estirar sus manos se dio
cuenta que se encontraba solo en la cama. Quiso abrir los ojos para
confirmarlo, pero éstos se negaban a abrirse mientras el agricultor sentía una
misteriosa debilidad que no le permitía despertar por completo.
Al
otro día se levantó todavía sintiéndose inquieto y confundido, tanto por los
extraños sueños como por encontrarse solo en mitad de la noche; no sabía si el
hecho de no haber encontrado a su esposa a su lado había sido también parte de
sus pesadillas, pero muy en el fondo su corazón le indicaba que lo ocurrido la
noche anterior había sido real; aun así trató de convencerse a sí mismo pensando
que no había nada de qué preocuparse, ya que se explicó que lo más seguro era
que Silvia sencillamente había salido al baño al momento en que la buscó la
pasada noche.
Y
más aún, al encontrar a la joven señora a su lado como todas las mañanas, pensó
que simplemente había víctima de una pesadilla producto del mal humor que
últimamente lo acompañaba a todas horas.
Se
reconfortó a sí mismo con la anterior explicación por lo que aliviado comenzó
sus labores del día casi contento de haber encontrado una respuesta coherente a
lo que había sucedido la noche anterior y que eso no había sido producto de
alguna maldición infernal, ya que como buen católico que era, le habían
inculcado la idea de que el Diablo rondaba entre los humanos para provocarles
daño.
Pero
esa noche se daría cuenta de que no era precisamente el Diablo el que habitaba
su casa.
Era
algo todavía más horrendo.
Cuando
se fueron a dormir, Pedro una vez más cayó en la misma extraña somnolencia de
la noche anterior, pero en esta ocasión los demonios que visitaban sus sueños
se acercaban y alejaban, riendo en infernales carcajadas, provocadas por el
miedo que le producían al asustado hombre. Como en la anterior ocasión, Pedro
volteó hacia su mujer para abrazarla sin abrir los ojos y cuando hizo el primer
movimiento, sintió con alivio que sus piernas tocaban las de Silvia; entre
sueños esbozó una tímida sonrisa que se le congeló en los labios cuando al
estirar los brazos, una vez más encontró la cama vacía. Su mente se negaba a
comprender lo que ocurría; sentía como las piernas de la señora estaban
entrelazadas con las suyas, pero en la parte superior no estaba el torso y la
cabeza que cualquiera esperaría encontrar en tales circunstancias. Intentó
abrir los ojos, pero una fuerza superior a él se lo impedía; por más que
forcejeaba no lograba despertar hasta que ya no supo más de sí.
Al
otro día cuando despertó, Silvia ya se encontraba de pie, preparando el frugal
desayuno acostumbrado; se veía normal, incluso más alegre que los pasados días,
por lo que Pedro cada vez se sentía más confundido. Quiso interrogarla para
saber si ella no había notado nada fuera de lo común la noche anterior, pero
ella con una sonrisa le dijo que simplemente había tenido una pesadilla, debido
a su preocupación por la deprimente situación económica por la que pasaban,
pero que todo iba a cambiar pues ella estaba segura que las cosas estaban a
punto de mejorar.
Pedro
se pasó todo el día trabajando como de costumbre, pero su mente regresaba una y
otra vez a los recuerdos de las noches anteriores, preguntándose si no se
estaría volviendo loco; también pensaba en las enigmáticas palabras de su
esposa y la seguridad con la que ésta las había pronunciado. Sabía que su
esposa era muy optimista, pero esta vez había hablado como si supiera algo que
al menos de momento, no le quería comunicar a su marido. Como todos los hombres
de esa época, inmediatamente pensó que su esposa andaba en malos pasos, por lo
que decidió esa misma noche quedarse despierto a toda costa, hasta dar con la
verdad.
Esa
noche se comportó de la manera más normal que pudo aun cuando presentía que lo
que iba a encontrar no le iba a agradar, pero sabía cómo solucionar el problema
ya que en la tarde se había dedicado a sacarle filo al machete que normalmente
usaba en el trabajo de su parcela; cuando se fueron a dormir, el campesino se
acostó dándole la espalda a su esposa e
hizo todo lo posible por permanecer despierto a pesar de que por
momentos, sentía como si algo lo forzara a cerrar los ojos; aun así, pudo
seguir en vela. Cuando escuchó las lejanas campanadas de la iglesia marcando la
media noche, sintió como Silvia se movía suavemente a sus espaldas y escuchó
como se vestía; le extrañó no escuchar pasos en el piso de su humilde vivienda,
por lo que pensó que su esposa hacía el menor ruido posible para evitar despertarlo.
Cuando oyó que la puerta se cerraba, todavía esperó unos segundos para darle
algo de ventaja, pues pensaba seguirla machete en mano dispuesto a defender su
honor, seguro de confirmar lo que estaba ocurriendo.
Cuando
calculó que ya había pasado tiempo suficiente, se volteó sobre sus espaldas
para levantarse rápidamente, pero la sangre se le heló en las venas al notar
que sus pies rozaban las piernas de su mujer.
Brincó de la cama
buscando los cerillos para encender la vela con la que alumbraban su sencillo
cuarto, cayéndose todos en el suelo; cuando pudo recuperar uno, con manos
temblorosas encendió el pedazo de cera y volteó a la cama solo para notar que
no había ningún cuerpo humano en ella; se acercó para revisar con mayor
detenimiento y pudo ver que a los pies del catre sobresalía un extraño bulto.
Haciendo acopio de todo su valor levantó la cobija y se encontró cara a cara
con las piernas de su mujer. Pedro no podía creer lo que sus ojos le revelaban;
no había cuerpo, solo un par de piernas que inmediatamente adivinó como las de
Silvia. No había sangre, por lo que no había ocurrido algún accidente, pero
entonces: ¿Cómo era posible que solo las extremidades inferiores de una persona
se encontraran en medio de la cama?
Se dio cuenta con
horror que se había casado con una bruja; sabía por los relatos de parientes y
amigos que dichos seres son capaces de quitarse partes de su cuerpo para así
poder salir a cometer sus fechorías y que la única manera de nulificar su poder
era quemar las partes desprendidas de su cuerpo. Comenzó a llorar
desconsoladamente al darse cuenta de la
realidad; Silvia, la mujer que lo había acompañado durante los últimos ocho
años de su vida, a la que había conquistado a pesar de la enorme competencia de
vecinos y amigos debido a su encantadora belleza y buen humor, era un ser
diabólico.
Mientras las
lágrimas escurrían por su cara se dio cuenta con desolación que solo había una
cosa por hacer.
Terminar con ese
ser infernal.
Sin que el terror
abandonara su corazón encendió con la vela el fogón donde calentaban sus
alimentos y tomando con repulsión las extremidades encontradas, las envolvió
con la misma cobija para arrojarlas directamente en el fuego, viendo como salía
un humo perverso y se desprendía un hedor nauseabundo.
No pudo aguantar más y cayó desmayado en el
suelo.
Cuando
la luz de la mañana despertó al campesino, éste trató de recordar cómo había
llegado al suelo; cuando los recuerdos golpearon su cerebro se levantó
rápidamente, reviviendo en su mente todo el horror sufrido la noche pasada.
Miro hacia la puerta para ver si algo más había sucedido, y en eso escuchó la dulce
voz de Silvia detrás de su espalda:
-¿Por
qué me has hecho esto?-.
Pedro casi brincó
al escuchar la dulce voz de su esposa, y aunque le repugnaba la idea de voltear
a verla lo hizo, y se encontró a una Silvia quien con lágrimas en los ojos se
hallaba acostada en el catre, tapando la parte donde anteriormente tenía sus
piernas con una sábana.
Contestó
asustadamente:
-¿Y tú, porque
nunca me dijiste que eres una bruja?-.
Ella le contestó
tristemente:
-¿Me hubieras
querido por igual si lo hubieras sabido?-.
Él no supo que
contestar, por lo que ella prosiguió:
-Siempre he estado
contigo como lo haría cualquier mujer que ama a su marido; y ahora tú me has
hecho daño, un daño irreparable-.
Mientras Pedro iba
recuperando el valor, comenzó a interrogarla:
-Siempre me han
dicho que las brujas son malas y que se deben destruir; jamás me imaginé que tú
serías una de ellas. ¿Naciste como una bruja o eres víctima de una maldición?-.
Silvia sin dejar de
llorar comenzó su explicación:
-Vengo de una
estirpe de brujas que han heredado su poder desde hace muchas generaciones; desde
pequeña supe que había algo diferente conmigo y cuando tenía diez años mi
abuela y mi madre quienes también son brujas me explicaron mi condición. Me
dijeron que dentro de mí había un poder como el que ningún ser humano ha soñado
siquiera con tener; me platicaron que es algo que traemos en la sangre, por lo
que desde que nací soy bruja y que ellas me iban a enseñar a controlar mis
poderes pero como yo nunca quise hacerle daño a nadie, me alejé de ellas para
siempre pues quería vivir una vida normal-.
Pedro quiso saber
más:
-¿Nunca le has
chupado la sangre a alguna persona?-.
Ella dijo
lacónicamente:
-Jamás, he
preferido acostumbrarme a alimentarme como la gente normal, a pesar de las
ansias que he tenido de dejar salir mi propia naturaleza en contra de la cual
me he rebelado toda mi vida-.
Su marido trató de
justificarse diciendo:
-Pues a mí siempre
me han dicho que las brujas son malas y que acabar con ellas-.
Ella solo exclamó:
-¿Alguna vez te he
lastimado?-.
Pedro bajó la
mirada avergonzado, pero entonces volvió al ataque:
-Pero si dices que
siempre has estado en contra de ser bruja, ¿Por qué ahora cambiaste de
opinión?-.
Silvia se limpió
los llorosos ojos con un raído pañuelo y explicó:
-Todo lo hice por
ti-.
Su marido casi
brincó de la impresión y gritó:
-¿Por mí? ¿Acaso has
ido a matar gente solo por mí?-.
Ella lentamente
prosiguió:
-No, ya te dije que
yo jamás lastimaría a nadie. Lo que pasa es que uno de los poderes que tenemos
las brujas es recorrer grandes distancias que a cualquier ser humano normal le
tomarían días, pero que nosotras lo podemos hacer en minutos. Conozco un lejano
cerro en cuyo interior hay oro, pues me he dado cuenta que eso es muy
importante para ti; la riqueza-.
Para decepción de
Silvia, en cuanto escuchó la palabra oro, Pedro puso más atención y de forma
precipitada preguntó:
-¿Y lo
encontraste?-.
Ella solo contestó:
-Mira debajo de la
cama-.
El ansioso hombre
inmediatamente se arrodilló bajo el catre y extrajo un saco de lona negro; lo
jalo con gran dificultad pues pesaba demasiado y cuando lo tuvo frente a él, lo
abrió desesperadamente para meter la mano y sacar el contenido.
Los ojos se le
iluminaron al contemplar los grandes pedazos de oro del tamaño de la palma de
su mano; reflejaban tanto la luz del sol que incluso lo cegaban al seguir
admirando el valioso metal.
Casi no escuchó
cuando a su esposa cuando ésta dijo suavemente:
-Y ahora lo has
echado todo a perder-.
Pedro salió de su
pobre vivienda para tratar de aclarar sus ideas.
Le emocionaba saber
que ahora era rico, pero le asustaba la manera como había conseguido su tesoro,
aparte de que no sabía a qué se refería Silvia cuando le dijo que las cosas
habían salido mal; pensó que tal vez el oro se desvanecería en el aire, por lo
que entró rápidamente y volvió a abrir el saco, confirmando que su riqueza seguía
ahí y cuando volteó para obtener más información de su esposa, vio que ésta
respiraba con dificultad y que estaba prácticamente bañada en sudor; el líquido
era tan abundante que el catre a todo su alrededor se encontraba empapado de
él. Cuando volteó a ver su cara, Silvia lo miró tristemente y solo musito: “Te amo”,
mientras que su respiración se iba deteniendo lentamente.
Cerró los ojos y se
quedó inmóvil.
El
ahora viudo no sabía si sentirse culpable de lo que le había hecho a Silvia o
sentirse aliviado de haber acabado con una bruja; después de todo ellas son
malas ¿O no? Incluso racionalizar el hecho pensando que le había hecho un favor
a la gente al acabar con un ser maligno y lo más excitante de todo: ahora ya
tenía la riqueza que siempre había estado buscando.
Decidió
lo que tenía que hacer; levantó el pesado saco y sin cargar siquiera con su
ropa, salió de su casa. Una vez fuera, tomo dos montones de hierba seca para
encenderlos y los arrojó sobre del techo de su antigua morada; inmediatamente
ardió con sus pocas pertenencias dentro y lo más importante, con el cuerpo de
su fallecida esposa.
Vio
quemarse la estructura por algunos segundos, para después colgarse dificultosamente
el saco en su hombro derecho y echarse a caminar por la vereda que iba rumbo
hacia la ciudad de Guadalajara.
Mientras
caminaba iba haciendo planes para el tesoro recién adquirido; llegó un momento
en que el dolor de haber perdido a Silvia le pareció algo muy lejano, como si
formara parte de una vida pasada de la cual no quería acordarse jamás, por lo
que desechó dichos pensamientos y siguió planeando su nueva existencia.
Caminaba
alegremente pensando en los hijos que iba a tener con su nueva esposa, la cual
debía de ser una joven de buena familia; alguien digna para un potentado como el
que él estaba destinado a ser; se sentía tan poderoso mentalmente que hasta el
cuerpo era más fuerte, ya que el saco que contenía su fortuna ahora le pesaba
menos.
Pensó en los
nombres de sus futuros cuatro hijos que pensaba tener, los cuales no sufrirían
la pobreza que le había acompañado durante toda su vida mientras notaba que el
saco le pesaba menos.
Contaba las cabezas
de ganado que iba a comprar con su oro; tendrían que ser de la mejor calidad
pues quería poseer un rancho donde pasar el tiempo contemplando sus fastuosas
posesiones mientras el saco le pesaba menos.
Pensaba en el fino
caballo con el que se pasearía por las calles de Guadalajara saludando a sus
nuevos vecinos quienes al verlo pasar incluso se quitarían el sombrero en señal
de respeto para saludarlo, mientras él de manera magnánima les arrojaría dinero
a los desharrapados niños quienes se pelearían entre ellos para ganar las monedas
arrojadas mientras el saco le pesaba menos.
De
repente pensó que no era normal el cambio de peso de su carga, por lo que
sintió como una atormentadora angustia le iba naciendo en su corazón; no quería
mirar dentro, pero sabía que tenía que hacerlo, por lo que se alejó del camino
y dejo caer el ahora ligero saco bajo la sombra de un árbol.
Se hincó lentamente
frente a él mientras un sudor frio comenzaba a bajarle por su espalda,
empapándole la vieja camisa que usaba y desató la cuerda que aprisionaba el saco,
mientras respiraba violentamente.
Presa
del pánico buscó en el interior para sacar el contenido esperando ver el oro
que había contemplado anteriormente.
Lo único que sus
manos encontraron fueron unos huesos humanos.
Completamente
carbonizados.
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