Esta
historia ocurrió a mediados del siglo pasado, cuando la situación de la mayoría
de los mexicanos apenas empezaba a repuntar después de la serie de conflictos
armados producto de la pasada Revolución. Muchísima gente apenas podía salir
adelante con lo poco que podía ganar, producto de su trabajo; este era el caso
de José, quien cargaba pacas de forraje en una tienda que se encontraba ubicada
en una región del norte del país. El trabajo apenas le daba lo suficiente para
mantenerse él y su joven esposa y a pesar de ser una actividad muy pesada José,
quien todavía no llegaba a los veinte y cinco años de edad podía desempeñarlo
bien; además, venía de una familia que siempre le había inculcado la idea de que
todas las cosas se podían conseguir pero solo a base de duro esfuerzo.
Con
base en esas circunstancias, el joven disfrutaba su trabajo a pesar de que,
entre otras cosas, tenía que caminar aproximadamente una hora por las mañanas
poco después de salir el sol y por las tardes, cuando se acumulaban los
pedidos, regresaba a su hogar cuando ya la noche había caído en su totalidad.
En
una de esas ocasiones en que regresaba después de una dura jornada, a medio
camino lo alcanzó la oscuridad nocturna por lo que aceleró el paso; antes de
llegar a la entrada de su pueblo tenía que cruzar un llano por una pequeña
vereda que en cierta parte tenía a sus orillas unos enormes paredones de lo que
anteriormente había sido una imponente hacienda. Dicha construcción había sido
casi destruida a causa de los combates de la anterior guerra interna que había
sufrido el país, por lo cual el colosal edificio aun mostraba las huellas de
las antiguas escaramuzas; incluso todavía se podían apreciar los hoyos que
habían dejado los proyectiles incrustados en los altos y ahora descarapelados muros.
José
conocía de sobra la hacienda ya que incluso de pequeño había jugado ahí con
algunos de los hijos de los lugareños, todos los cuales habían ido en varias
ocasiones a explorar el lugar para intentar dar con los supuestos tesoros que en
el pueblo se rumoraba, habían dejado enterrados los antiguos dueños. Asimismo, también
se comentaba que la hacienda ahora era habitada por espíritus malignos; había
relatos de personas que habían escuchado gritos en su interior y que incluso se
veían sombras por las noches. José jamás escuchó ni vio nada, por lo que lo
consideraba parte de las leyendas que acompañan la historia de los pueblos
antiguos.
Sin
embargo, su postura al respecto estaba a punto de cambiar.
Volviendo
a la historia actual, el joven caminaba despreocupadamente rumbo a su casa,
cuando comenzó a sentir frío en el ambiente; como apenas comenzaba el mes de
agosto le extrañó sentir el aire gélido que le calaba el cuerpo, pues a pesar
de no tener el calor de la primavera, tampoco se trataba de los fríos días de
fin de año, por lo que solo llevaba una ligera chamarra raída sobre sus hombros
la cual intentó abrochar para poder soportar la disminución de la temperatura.
Después
de ajustar los botones de su humilde prenda, levanto la vista hacia el camino y
de reojo vio una luz que provenía de la antigua finca, por lo que se detuvo a
media vereda. Enfocó bien la vista y se dio cuenta que la luz efectivamente
salía del tétrico lugar y aguzando la vista, pudo notar que provenía de una
especie de flama. Le extrañó sobremanera lo que estaba viendo, ya que sabía que
nadie del pueblo se atrevía a invadir los terrenos de la hacienda por las
noches debido a las leyendas de espantos que se contaban; pensó que tal vez sería
un fuereño el cual sin conocer la historia de la propiedad, había decidido
pasar la noche en su interior. Aun así, con la curiosidad propia de la juventud
pensó ir a investigar por lo que se dirigió a la hacienda, cuya silueta se
recortaba majestuosamente en la oscuridad de la noche carente de la luz de la
luna, la cual parecía también contagiada del temor que imponía la antigua
edificación, ya que solo se asomaba tímidamente entre las nubes del cielo.
Cuando
José entró en el patio de la antigua casona, solo se oían sus pasos sobre las
piedras que adornaban el camino de entrada de la estancia principal y cuando
llegó a ella se detuvo dudando; dudó si estaba haciendo lo correcto al ir a
curiosear el origen de lo que había visto mientras se escuchaba el ulular del
aire al pasar por entre las ramas de los enormes árboles que rodeaban la finca,
de los cuales sabía que habían sido utilizados en la pasada Revolución para
ahorcar a los enemigos del gobierno; él nunca había sido un cobarde pero por si
acaso, recogió un grueso pedazo de madera para defenderse en el caso de
encontrarse ante algún peligro.
Cuando
llegó ante el primer paredón le dio la vuelta por la esquina y vio que
aproximadamente a unos diez metros de él había una flama de fuego que salía
directamente del suelo, exactamente sobre una loza de cemento de unos dos metros
de diámetro; era una pequeña llamarada que subía unos cincuenta centímetros de
color azul y que oscilaba de manera hipnotizadora, por lo que el joven detuvo
su camino para contemplarla expectante. Dirigió su mirada hacia el suelo donde
nacía dicho fenómeno pero no vio nada que pudiera alimentar dicho fuego, pues
solo se encontraba el suelo de cemento, sin ver nada que pudiera provocar la
combustión.
Recordó
que en algunas ocasiones los viejos del pueblo contaban que cuando se ven esas
formas extrañas era porque un muerto estaba dispuesto a entregar su dinero a quien
estuviera dispuesto a recibir dicho tesoro en medio de la noche; José nunca
había sido ambicioso por lo que no quiso acercarse más, pero además lo atacó
otro pensamiento: ¿Qué pediría el dueño del dinero a cambio de entregar su
fortuna?
Decidió que era
algo que tenía que reflexionar a fondo por lo que se dio la media vuelta
alejándose rápidamente, retomando el camino a su casa.
Al
otro día seguía intrigado por lo que le había ocurrido, así que buscó el
consejo del dueño de la tienda donde trabajaba. Su patrón era don Epifanio,
viejo curtido y de malos modales, quien siempre había tenido fama de avaro, ya
que a pesar de que su negocio le daba muy buenas ganancias, siempre buscaba
inflar los precios de sus mercancías, sin importar si la gente podía pagarlas o
no. Cuando José le platicó su reciente aventura lo miró seriamente y le dijo:
-¿Así
que crees haber visto la señal del muerto muchacho?-.
El
joven contestó tímidamente:
-Pues
sí, pero en realidad no sé de qué se trata; ¿Es cierto que el muerto me está
ofreciendo su dinero?-.
El
viejo taimado pensó unos momentos y le dijo despectivamente:
-Mira,
no sé de donde saque esas ideas estúpidas la gente, pero yo te aconsejo que no
te metas en camisa de once varas y si de verdad quieres dinero, mejor ponte a
trabajar-.
Y
antes de que su empleado pudiera añadir algo, don Epifanio concluyó con
desprecio:
-Ya
déjate de tonterías y descarga los bultos de forraje que nos acaban de traer,
porque no se van cargar solos-.
Lo
que José no sabía era que el viejo Epifanio ya tenía trazado un plan.
En
cuanto llegó la media noche, el viejo avaro tomo un pico y una pala y montando
su mejor caballo, emprendió el camino hacia la derruida finca. En cuanto llegó
mas tardó el caballo en detenerse, cuando el ambicioso anciano ya había
brincado del animal y casi corriendo llegó hacia el lugar donde le había
descrito José que había visto la flama; dicho fuego ya no estaba, pero el viejo
conociendo las antiguas leyendas, encendió una lámpara de petróleo que también
llevaba, tomo el pico y comenzó a destruir la loza de cemento; golpeaba tan
fuerte que incluso los impactos de la herramienta levantaban chispas que brillaban
en la oscuridad, mientras el avaro resoplaba producto del esfuerzo que
realizaba. Cada que daba un golpe, su sonrisa crecía más y más ya que sabía que
estaba a punto de ser rico; comenzaba a pensar en que se iba a gastar su tesoro,
por lo que no hacía caso del sudor que le corría por la cara y que caía entre
las piedras que botaban del suelo al escarbar con su pico. Cuando hubo
terminado de romper la dura estructura, tomo su pala y escarbó dándose cuenta
que la tierra cada vez se notaba más blanda, otra señal de que estaba a punto
de llegar a la fortuna prometida.
Cuando
su utensilio chocó con algo sólido comenzó a reír a carcajadas las cuales le
daban a su feo rostro un aspecto siniestro al ser alumbrado por la tenue luz de
su lámpara de petróleo, pues sabía que estaba a punto de llegar a su objetivo.
Se hincó y siguió escarbando con sus manos desesperadamente; no le importó que
con uno de los movimientos de sus dedos se arrancara un par de uñas ya que su
ambición lo dominaba; se agachó más mientras abría desmesuradamente los ojos y
un hilo de saliva le caía de la boca, yendo a parar entre la tierra que
arrojaba desesperado desde el hoyo recién escarbado.
Entonces sus dedos tocaron algo sólido
por lo que afianzó bien sus manos y sacó un enorme jarrón de barro, tapado con
un pedazo de tela amarillenta que se
encontraba amarrada con un raído lazo. Lo sacó completamente y tomó un pequeño
cuchillo cortando la atadura rápidamente para separar la tela del jarrón
mientras jalaba la lámpara para alumbrar el contenido esperando deslumbrarse
con el brillo del oro, plata o cualquier otro metal precioso que contuviera el
recipiente.
Estaba
a punto de meter la mano en el jarrón cuando se detuvo pues sintió que no se
encontraba solo.
Levantó
la mirada y vio que había una sombra parada enfrente de él mostrando una
sonrisa macabra.
La
sombra dijo con voz cavernosa:
-¿Así que tú vienes por mi dinero
verdad?-.
Don
Epifanio contestó al borde del desmayo:
-…Si,
cumplo con la tradición y vengo a media noche para poder recibirlo-.
La
sombra soltó una infernal carcajada y le informó:
-Si me hablas de tradiciones entonces
se te está olvidando la más importante-.
El
viejo avaro comenzó a temblar violentamente de miedo y con un hilo de voz preguntó:
-¿Y
esa cuál es?-.
La
sombra simplemente dijo:
-Que el dinero no te lo ofrecí a ti-.
En
cuando terminó de decir esas palabras, la tierra donde había escarbado don
Epifanio comenzó a hundirse; el codicioso anciano intentó levantarse pero la tierra
comenzó a succionar sus pies mientras él estiraba sus manos de manera inútil
buscando algo a que aferrarse.
Cuando
la tierra le llegó al cuello lo último que se escuchó del viejo avaro fue un
alarido de terror en medio de la noche.
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