Martín
era un jugador empedernido; le gustaba jugar de todo y por supuesto apostar
hasta lo que no tenía. A veces ganaba y a veces perdía como todo jugador, pero
últimamente estaba atravesando una racha de mala suerte, debido a que en uno de
los lugares clandestinos en los que acostumbraba jugar se le había ocurrido
hacer trampa, como solía hacer en otras ocasiones, solo que esta vez lo habían
descubierto los dueños del lugar.
Había
quedado a deber una cantidad exorbitante de dinero, pero como en el mundo de
las apuestas no se mata al deudor pues así no se recupera la deuda, simplemente
le pusieron una tremenda golpiza que lo mando al hospital por dos meses, con la
consigna de que al salir tenía que pagar lo que debía; al menos le habían
permitido saldar la deuda en partes.
Por
otro lado, Martín brincaba de un trabajo a otro y cuando ganaba, dejaba de
trabajar hasta que se le acababa el dinero, pero en las circunstancias actuales
el ridículo sueldo que ganaba lo utilizaba para pagar la renta de un cuartucho
donde vivía y mal comer y para saldar su deuda de juego acostumbraba retar a
sus compañeros de trabajo y mediante trampas, sacar algo de dinero el cual
obviamente, no era suficiente para hacer frente a su compromiso.
Todo esto lo tenía
desesperado.
El
juego que más le gustaba jugar era uno que involucraba los naipes, llamado 21,
donde los jugadores sacan cartas hasta llegar al mencionado número y el que se
acerca más, gana la mano; de esta manera, se suman los valores de las diferentes
cartas del 2 al 10 y el Joker, el Rey y la Reina tienen un valor de medio
número, y los ases sólo suman un punto y finalmente, si alguien se pasa del 21,
automáticamente pierde.
Martín,
como todo buen jugador tenía su propia baraja de póker y a veces en solitario,
jugaba sacando las cartas hasta llegar al número deseado e imaginando todo el
dinero que podía ganar en un casino si llegaba al ansiado 21.
Tenía
por costumbre dejar su mazo de naipes en la sencilla mesa que utilizaba para
desayunar, comer y cenar, la cual se encontraba en mitad de la humilde vivienda
que habitaba.
Una
noche, frustrado por la falta de excitación del juego que su mente y su cuerpo
le exigía exclamó fuertemente: “Tengo tan mala fortuna que ni siquiera el
Diablo jugaría conmigo”. Barajeó las cartas una vez más, para tomar cinco de
ellas y dejarlas frente a él; las volteó y vio que sumaban siete, por lo que
volvió a maldecir su suerte.
Molesto consigo
mismo, prefirió irse a acostar.
Al
otro día se levantó y desayunó frugalmente aún enojado con su situación actual;
antes de irse a trabajar decidió tomar sus naipes por si en el trabajo alguien
se animaba a jugar con él; se acercó a la mesa y vio con asombro que del otro
lado del montón de cartas, había cinco de ellas volteadas boca arriba que
sumaban ocho tantos. Inmediatamente pensó que alguien se había metido en su
casa para jugarle una broma, pero al revisar puertas y ventanas desechó la
idea; de todos modos, sabía que en las casas vecinas vivían personas demasiado
ancianas como para poder realizar una broma nocturna como la que él se hubiera
imaginado. Pensó no darle importancia, imaginando que era posible que hasta él
mismo, angustiado por la falta de juego, se había levantado por la noche y en
medio de una especie de sonambulismo, había jugado él solo.
Dejó las cartas tal y como estaban y por la
noche, cuando regresó y terminó de cenar, por simple curiosidad sacó una carta
más y vio que ahora su mano sumaba quince puntos.
Cuando
se levantó la siguiente mañana, distraídamente se acercó a su mesa y la sangre
se le heló en las venas al comprobar que la mano de cartas frente a la suya
ahora sumaba doce. Lo anterior le dio demasiado miedo para pensar; quiso
recoger todas las cartas e incluso tirarlas a la basura, pero el alma de
jugador que tenía lo frenó; como todo apostador que sabe cuándo tiene
posibilidades de ganar una jugada, decidió esperar.
Por
la noche, antes de acostarse a dormir, sacó una carta más del mazo y con
satisfacción comprobó que ahora sumaban dieciséis. Pensó que su suerte
comenzaba a cambiar, al menos en este juego lo cual lo animó para mejor salir
en busca de sus compañeros de aventuras a ver si podía prolongar su reciente
buena racha, así que se vistió para irse rápidamente.
Regresó
entrada la noche con unas copas de más y un poco de dinero que ganó en el
transcurso de la misma; no era la gran cosa, lo cual no le preocupaba; no, lo
que le incomodaba era que durante el tiempo que estuvo jugando cartas con sus
amigos, se la pasó pensando en la jugada que tenía sobre su mesa, en la cual
todavía no sabía contra quien estaba jugando. Le intrigaba saber cuál carta
sacaría su contrincante y le incomodaba el hecho de tener que esperar hasta la
mañana siguiente para saberlo.
En
cuanto entró se dirigió a la mesa y con una emoción inusitada acompañada de
temor vio que su desconocido contrincante ya había hecho su jugada y sus cartas
ahora sumaban diecisiete. Decidió terminar de una vez por todas con el juego y
se sentó enfrente de sus cartas para dirigirse al mazo de cartas restantes y
sacar la suya.
En
cuanto se sentó, sintió como si alguien se sentara enfrente de él, incluso vio
una tenue sombra con figura casi humana, pero como el jugador profesional que
era no se amilanó y dijo en voz alta:
-Si vamos a jugar,
podemos apostar algo; toda tu fortuna contra la mía-.
Cuando terminó de
decir lo anterior, escuchó una voz que le decía:
“Tú no tienes fortuna”.
Martín preguntó:
-¿Entonces qué apostamos?-.
La voz contestó:
“Mi fortuna contra tu alma”.
Martín estuvo a
punto de caer de la silla del salto tan fuerte que experimentó su cuerpo, pero
inmediatamente se dio cuenta que no podía levantarse; algo dentro de él le
indicaba que estaba a punto de jugar el juego de su vida, ya que se encontraba
jugando contra el mismo Diablo a quien no podía hacer las trampas que
acostumbraba hacer al jugar a los naipes; sabía que este contrincante no
aceptaría que lo engañaran, pero asimismo sabía que si el Demonio ganaba,
no iba a faltar a su palabra en cuanto al monto del premio. Reflexionó acerca
del precio que tendría que pagar si perdía, pero en el fondo pensó con tristeza
que le había dedicado tanto tiempo a las apuestas, que había sacrificado muchas
cosas y que había hecho tantas cosas deshonestas que en realidad ni él mismo
sabía si todavía poseía un alma.
Además, pensó, ¿Qué
importaba?, después de todo, una apuesta era una apuesta, algo que él jamás
rechazaba y por el otro lado, la recompensa era algo por lo cual valía la pena
arriesgarlo todo.
Se
decidió y tomó su siguiente carta: sacó el dos de corazones por lo que tenía
dieciocho; era un buen número, pensó sonriendo, pero dicha sonrisa se le
congeló en la cara cuando vio que una carta se deslizaba del mazo para
acercarse a las demás cartas de su contrincante como si una mano invisible la
moviera. Al voltearse la carta, vio que era el tres de diamantes lo que sumaba
veinte; creyó escuchar una especie de risa burlona que salía de la sombra que
estaba sentada frente a él. Empezó a sudar frío pensando que si sacaba más de
tres iba a perder la mano así como su alma. Aun así, sabía que el Diablo tenía
que sacar un dos para vencerlo, y como ya había tres números dos en las cartas
jugadas, era muy difícil que lo lograra; solo esperaba que no usara sus poderes
para inventarse una carta nueva o poder ver a través de ellas.
Martín
se quedó completamente inmóvil y volvió a respirar cuando vio que salía el as
de tréboles, lo que le daba al Príncipe de las Tinieblas un total de veinte,
así que sintiéndose confiado, inmediatamente sacó la suya y vio que era el dos
de diamantes, por lo que estaban empatados. Bastaba con que uno de los dos
sacara un as para poder ganar, pero solo faltaba uno por salir; el joven no se
preocupaba mucho, ya que con que el Diablo sacara una carta que no fuera dicho
as, Martín se podía declarar vencedor.
Se
deslizó una carta frente a él y el corazón se le cayó a los pies cuando
comprobó que era el rey de diamantes; Martín no había tomado en cuenta que
reyes, reinas y jokers solo valían medio punto, por lo que el juego del Diablo
ahora sumaba veinte y medio.
Ahora la presión
estaba sobre de Martín, ya que tenía prácticamente todas las probabilidades en
su contra; se quedó viendo sus cartas reflexionando en el hecho de perder su
alma mientras ríos de sudor le recorrían el cuello, mojando su vieja camisa.
No sabía si al
levantar la carta equivocada su cuerpo iba a arder en impresionantes
llamaradas; si un hoyo se abriría en el suelo y se lo tragaría para llevarlo a
los confines del Infierno o si simplemente se iba a sentir como un envase de
cerveza usado: completamente vacío.
Quiso
encomendarse a Dios, pero en eso escuchó:
“No, Él no va a venir a salvarte;
estamos jugando solo tú y yo”.
Volvió a escuchar
la risa burlona enfrente de él, por lo que desechó la idea de ponerse a rezar ya
que se daba cuenta que estaba completamente solo en esta situación. Le había
dado la espalda a Jesucristo y al mundo en general, por lo que no contaba más
que con él mismo, así que violando todas las reglas de un buen jugador de no
mostrar emoción alguna, comenzó a reír y simplemente levantó la carta.
Sacó
el as de espadas y se desmayó.
Cuando
despertó a la mañana siguiente, seguía sentado en la misma silla; no había
cartas y frente a él no se encontraba nadie, pero sobre la mesa había un saco
negro bastante voluminoso. Cuando lo abrió vio que estaba lleno de joyas,
monedas de oro y billetes de diferentes países y denominaciones; sacaba y
sacaba cosas y se daba cuenta que el saco jamás se vaciaba por lo que casi con
lágrimas en los ojos, vio con alivio que el Diablo cumplió su promesa, por lo
que tomo su tesoro y levantándose rápidamente, pensó en salir corriendo de su
casa para no volver jamás. Alcanzó a ver de reojo que debajo de donde había
estado el saco de joyas y dinero, estaba la carta del as de espadas; estaba
quemada exactamente en el centro como si un dedo de fuego la hubiera tocado.
Todos
sus sueños de jugador se habían cumplido; había ganado una apuesta y se había
llevado el premio mayor.
Rio
satisfactoriamente con todas sus fuerzas pero en eso su risa se apagó cundo se
dio cuenta de algo:
Al
Diablo no le gusta perder.
¿Qué va a pasar cuando quiera la revancha?
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