lunes, 15 de julio de 2019

EL PÓKER DEL DIABLO



         Martín era un jugador empedernido; le gustaba jugar de todo y por supuesto apostar hasta lo que no tenía. A veces ganaba y a veces perdía como todo jugador, pero últimamente estaba atravesando una racha de mala suerte, debido a que en uno de los lugares clandestinos en los que acostumbraba jugar se le había ocurrido hacer trampa, como solía hacer en otras ocasiones, solo que esta vez lo habían descubierto los dueños del lugar.
         Había quedado a deber una cantidad exorbitante de dinero, pero como en el mundo de las apuestas no se mata al deudor pues así no se recupera la deuda, simplemente le pusieron una tremenda golpiza que lo mando al hospital por dos meses, con la consigna de que al salir tenía que pagar lo que debía; al menos le habían permitido saldar la deuda en partes.
         Por otro lado, Martín brincaba de un trabajo a otro y cuando ganaba, dejaba de trabajar hasta que se le acababa el dinero, pero en las circunstancias actuales el ridículo sueldo que ganaba lo utilizaba para pagar la renta de un cuartucho donde vivía y mal comer y para saldar su deuda de juego acostumbraba retar a sus compañeros de trabajo y mediante trampas, sacar algo de dinero el cual obviamente, no era suficiente para hacer frente a su compromiso.
Todo esto lo tenía desesperado.
         El juego que más le gustaba jugar era uno que involucraba los naipes, llamado 21, donde los jugadores sacan cartas hasta llegar al mencionado número y el que se acerca más, gana la mano; de esta manera, se suman los valores de las diferentes cartas del 2 al 10 y el Joker, el Rey y la Reina tienen un valor de medio número, y los ases sólo suman un punto y finalmente, si alguien se pasa del 21, automáticamente pierde.
         Martín, como todo buen jugador tenía su propia baraja de póker y a veces en solitario, jugaba sacando las cartas hasta llegar al número deseado e imaginando todo el dinero que podía ganar en un casino si llegaba al ansiado 21.
         Tenía por costumbre dejar su mazo de naipes en la sencilla mesa que utilizaba para desayunar, comer y cenar, la cual se encontraba en mitad de la humilde vivienda que habitaba.
         Una noche, frustrado por la falta de excitación del juego que su mente y su cuerpo le exigía exclamó fuertemente: “Tengo tan mala fortuna que ni siquiera el Diablo jugaría conmigo”. Barajeó las cartas una vez más, para tomar cinco de ellas y dejarlas frente a él; las volteó y vio que sumaban siete, por lo que volvió a maldecir su suerte.
Molesto consigo mismo, prefirió irse a acostar.
         Al otro día se levantó y desayunó frugalmente aún enojado con su situación actual; antes de irse a trabajar decidió tomar sus naipes por si en el trabajo alguien se animaba a jugar con él; se acercó a la mesa y vio con asombro que del otro lado del montón de cartas, había cinco de ellas volteadas boca arriba que sumaban ocho tantos. Inmediatamente pensó que alguien se había metido en su casa para jugarle una broma, pero al revisar puertas y ventanas desechó la idea; de todos modos, sabía que en las casas vecinas vivían personas demasiado ancianas como para poder realizar una broma nocturna como la que él se hubiera imaginado. Pensó no darle importancia, imaginando que era posible que hasta él mismo, angustiado por la falta de juego, se había levantado por la noche y en medio de una especie de sonambulismo, había jugado él solo.
          Dejó las cartas tal y como estaban y por la noche, cuando regresó y terminó de cenar, por simple curiosidad sacó una carta más y vio que ahora su mano sumaba quince puntos.
         Cuando se levantó la siguiente mañana, distraídamente se acercó a su mesa y la sangre se le heló en las venas al comprobar que la mano de cartas frente a la suya ahora sumaba doce. Lo anterior le dio demasiado miedo para pensar; quiso recoger todas las cartas e incluso tirarlas a la basura, pero el alma de jugador que tenía lo frenó; como todo apostador que sabe cuándo tiene posibilidades de ganar una jugada, decidió esperar.
         Por la noche, antes de acostarse a dormir, sacó una carta más del mazo y con satisfacción comprobó que ahora sumaban dieciséis. Pensó que su suerte comenzaba a cambiar, al menos en este juego lo cual lo animó para mejor salir en busca de sus compañeros de aventuras a ver si podía prolongar su reciente buena racha, así que se vistió para irse rápidamente.
         Regresó entrada la noche con unas copas de más y un poco de dinero que ganó en el transcurso de la misma; no era la gran cosa, lo cual no le preocupaba; no, lo que le incomodaba era que durante el tiempo que estuvo jugando cartas con sus amigos, se la pasó pensando en la jugada que tenía sobre su mesa, en la cual todavía no sabía contra quien estaba jugando. Le intrigaba saber cuál carta sacaría su contrincante y le incomodaba el hecho de tener que esperar hasta la mañana siguiente para saberlo.
         En cuanto entró se dirigió a la mesa y con una emoción inusitada acompañada de temor vio que su desconocido contrincante ya había hecho su jugada y sus cartas ahora sumaban diecisiete. Decidió terminar de una vez por todas con el juego y se sentó enfrente de sus cartas para dirigirse al mazo de cartas restantes y sacar la suya.
         En cuanto se sentó, sintió como si alguien se sentara enfrente de él, incluso vio una tenue sombra con figura casi humana, pero como el jugador profesional que era no se amilanó y dijo en voz alta:
-Si vamos a jugar, podemos apostar algo; toda tu fortuna contra la mía-.
Cuando terminó de decir lo anterior, escuchó una voz que le decía:
“Tú no tienes fortuna”.
Martín preguntó:
-¿Entonces qué apostamos?-.
La voz contestó:
“Mi fortuna contra tu alma”.
Martín estuvo a punto de caer de la silla del salto tan fuerte que experimentó su cuerpo, pero inmediatamente se dio cuenta que no podía levantarse; algo dentro de él le indicaba que estaba a punto de jugar el juego de su vida, ya que se encontraba jugando contra el mismo Diablo a quien no podía hacer las trampas que acostumbraba hacer al jugar a los naipes; sabía que este contrincante no aceptaría que lo engañaran, pero asimismo sabía que si el Demonio ganaba, no iba a faltar a su palabra en cuanto al monto del premio. Reflexionó acerca del precio que tendría que pagar si perdía, pero en el fondo pensó con tristeza que le había dedicado tanto tiempo a las apuestas, que había sacrificado muchas cosas y que había hecho tantas cosas deshonestas que en realidad ni él mismo sabía si todavía poseía un alma.
Además, pensó, ¿Qué importaba?, después de todo, una apuesta era una apuesta, algo que él jamás rechazaba y por el otro lado, la recompensa era algo por lo cual valía la pena arriesgarlo todo.
         Se decidió y tomó su siguiente carta: sacó el dos de corazones por lo que tenía dieciocho; era un buen número, pensó sonriendo, pero dicha sonrisa se le congeló en la cara cuando vio que una carta se deslizaba del mazo para acercarse a las demás cartas de su contrincante como si una mano invisible la moviera. Al voltearse la carta, vio que era el tres de diamantes lo que sumaba veinte; creyó escuchar una especie de risa burlona que salía de la sombra que estaba sentada frente a él. Empezó a sudar frío pensando que si sacaba más de tres iba a perder la mano así como su alma. Aun así, sabía que el Diablo tenía que sacar un dos para vencerlo, y como ya había tres números dos en las cartas jugadas, era muy difícil que lo lograra; solo esperaba que no usara sus poderes para inventarse una carta nueva o poder ver a través de ellas.
         Martín se quedó completamente inmóvil y volvió a respirar cuando vio que salía el as de tréboles, lo que le daba al Príncipe de las Tinieblas un total de veinte, así que sintiéndose confiado, inmediatamente sacó la suya y vio que era el dos de diamantes, por lo que estaban empatados. Bastaba con que uno de los dos sacara un as para poder ganar, pero solo faltaba uno por salir; el joven no se preocupaba mucho, ya que con que el Diablo sacara una carta que no fuera dicho as, Martín se podía declarar vencedor.
         Se deslizó una carta frente a él y el corazón se le cayó a los pies cuando comprobó que era el rey de diamantes; Martín no había tomado en cuenta que reyes, reinas y jokers solo valían medio punto, por lo que el juego del Diablo ahora sumaba veinte y medio.
Ahora la presión estaba sobre de Martín, ya que tenía prácticamente todas las probabilidades en su contra; se quedó viendo sus cartas reflexionando en el hecho de perder su alma mientras ríos de sudor le recorrían el cuello, mojando su vieja camisa.
No sabía si al levantar la carta equivocada su cuerpo iba a arder en impresionantes llamaradas; si un hoyo se abriría en el suelo y se lo tragaría para llevarlo a los confines del Infierno o si simplemente se iba a sentir como un envase de cerveza usado: completamente vacío.
         Quiso encomendarse a Dios, pero en eso escuchó:
         “No, Él no va a venir a salvarte; estamos jugando solo tú y yo”.
Volvió a escuchar la risa burlona enfrente de él, por lo que desechó la idea de ponerse a rezar ya que se daba cuenta que estaba completamente solo en esta situación. Le había dado la espalda a Jesucristo y al mundo en general, por lo que no contaba más que con él mismo, así que violando todas las reglas de un buen jugador de no mostrar emoción alguna, comenzó a reír y simplemente levantó la carta.
         Sacó el as de espadas y se desmayó.
         Cuando despertó a la mañana siguiente, seguía sentado en la misma silla; no había cartas y frente a él no se encontraba nadie, pero sobre la mesa había un saco negro bastante voluminoso. Cuando lo abrió vio que estaba lleno de joyas, monedas de oro y billetes de diferentes países y denominaciones; sacaba y sacaba cosas y se daba cuenta que el saco jamás se vaciaba por lo que casi con lágrimas en los ojos, vio con alivio que el Diablo cumplió su promesa, por lo que tomo su tesoro y levantándose rápidamente, pensó en salir corriendo de su casa para no volver jamás. Alcanzó a ver de reojo que debajo de donde había estado el saco de joyas y dinero, estaba la carta del as de espadas; estaba quemada exactamente en el centro como si un dedo de fuego la hubiera tocado.
         Todos sus sueños de jugador se habían cumplido; había ganado una apuesta y se había llevado el premio mayor.
         Rio satisfactoriamente con todas sus fuerzas pero en eso su risa se apagó cundo se dio cuenta de algo:
         Al Diablo no le gusta perder.

¿Qué va a pasar cuando quiera la revancha?

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